Aun así, me costó decidirme. No es sencillo renunciar a una cerveza y a mi amigo, pero lo hice, y lo hice sin reservas. La película me tentaba, de nuevo estaban los paisajes del norte de Italia, y ese erotismo tan suyo, entre elegante y decadente. Y no me arrepiento, Chiamami per il tuo nome, tiene todo lo que me gusta: Italia, sol, libros y deseo. No es una película fácil, porque el amor nunca es fácil, mucho menos el deseo. El deseo lo mueve todo, te obsesiona, te vuelve frágil, te atonta, te convierte una vela a merced del viento. El deseo es como vivir permanentemente en una película de Almodóvar y eso no todo el mundo lo resiste. El deseo te lleva a las mayores locuras, pero esto es lo que lo hace grande, y más si se trata del primer amor y ese deseo discurre lento como cocido en una gran olla sin saber lo que realmente te está pasando. Una olla en la que caben desde paseos en bici, a desayunos eternos y conversaciones, muchas conversaciones, de lo humano y de lo divino, y ese ardor de la juventud que da igual que tengas veinte o cincuenta años, y que nos pone a todos tontorrones.
En la película no se habla del miedo, pero lo hay. Hay mucho miedo, pero también la valentía de saber equivocarse, de descubrir los personajes que no son quienes creen que son, de desear lo prohibido, de soñar con unas vacaciones eternas mientras la luna les mece y sus corazones se desbocan. Todo sucede en verano como sucede todo lo bueno, y ninguno de los protagonistas quiere que llegue septiembre, porque saben que cuando llegue septiembre, el retorno de lo cotidiano les cegará casi tanto como el recuerdo de ese sol italiano que se escapa por la rendija de la ventana de sus corazones, lento para nunca volver.
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Foto: Fotograma de la película Chiamami per il tuo nome.