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Sin reservas

Después de casi ocho meses de retraso, por fin vi ayer la última película de Guadagnino. Tenía mis reticencias, no lo voy a negar. A veces las cosas parecen confabularse para que hagas de todo, menos lo que más te apetece. Siempre hay una urgencia, una prioridad, un  armario que ordenar,  o como diría Tallón, un partido del mundial que ver. Tampoco la crítica me lo ponía fácil,  algunas revistas de cine se deshacían en elogios, otras eran lo bastante complacientes como la crítica de un amigo que ya la había visto, y me animaba a no perder el tiempo y tomarnos mejor una cerveza. Como punto a favor, tenía el buen sabor de boca de Io sono l’amore, la primera parte de la trilogía. Aquella película me pareció tan bonita como esos paquetes de Navidad envueltos en papeles primorosos de regalo. Sus imágenes las recuerdo todavía: Milán nevado, las cenas familiares, el color festivo de la Liguria y una Tilda Swinton enredada en una historia de desenfreno que todos quisiéramos vivir.

Aun así, me costó decidirme. No es sencillo renunciar a una cerveza y a mi amigo, pero lo hice, y lo hice sin reservas. La película me tentaba, de nuevo estaban los paisajes del norte de Italia, y ese erotismo tan suyo, entre elegante y decadente. Y no me arrepiento, Chiamami per il tuo nome, tiene todo lo que me gusta: Italia, sol, libros y deseo. No es una película fácil, porque el amor nunca es fácil, mucho menos el deseo. El deseo lo mueve todo, te obsesiona, te vuelve frágil, te atonta, te convierte una vela a merced del viento. El deseo es como vivir permanentemente en una película de Almodóvar y eso no todo el mundo lo resiste. El deseo te lleva a las mayores locuras, pero esto es lo que lo hace grande, y más si se trata del primer amor y ese deseo discurre lento como cocido en una gran olla sin saber lo que realmente te está pasando. Una olla  en la que caben desde paseos en bici,  a desayunos eternos y conversaciones, muchas conversaciones, de lo humano y de lo divino, y ese ardor de la juventud que da igual que tengas veinte o cincuenta años, y que nos pone a todos tontorrones.

En la película no se habla del miedo, pero lo hay. Hay mucho miedo, pero también la valentía de saber equivocarse, de descubrir los personajes que no son quienes creen que son, de desear lo prohibido, de soñar con unas vacaciones eternas mientras la luna les mece y sus corazones se desbocan. Todo sucede en verano como sucede todo lo bueno, y ninguno de los protagonistas quiere que llegue septiembre, porque saben que cuando llegue septiembre, el retorno de lo cotidiano les cegará casi tanto como el recuerdo de ese sol italiano que se escapa por la rendija de la ventana de sus corazones, lento para nunca volver.

 

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Foto: Fotograma de la película Chiamami per il tuo nome.

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