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Mientras tantoSin rodeos

Sin rodeos


Dicen que no se recuerdan los días sino los momentos y más si esos momentos vienen acompañados de recuerdos que te pellizcan muy adentro. No hace mucho, un presentador comentaba en su programa de televisión que no podía pasar por delante del estudio de radio donde trabajó durante muchos años sin que una marea de recuerdos le removiera muy adentro. Recuerdos que le empujaban a seguir un itinerario alternativo, atravesar calles escondidas, laberintos mentales que le hacía perder un montón de su tiempo. Algo parecido le pasó a un compañero después de que le despidieran. Tampoco podía acercarse por los alrededores de nuestra empresa en Albasanz sin sentir una punzada en el estómago. Y mirad por donde, yo que me reía de él, que no entendía su comportamiento a mi juicio exagerado, pronto me pasó también que pasear por el centro de Madrid se convirtió en tarea imposible. Y no por motivos de trabajo, que hubiera sido más fácil de entender. Lo mío era peor, mucho peor. Cualquier semáforo, cualquier rincón me recordaba historias sentimentales de adioses trasnochados: situaciones irracionales como salidas de una película surrealista de Buñuel que me paralizaban por dentro hasta no poder más.

Todo empezaba en el metro, al cruzar el torniquete de la estación de Gran Vía.  En ese momento, intentaba abrirme paso entre la gente con la cabeza fría y el corazón aún templado. Procuraba salir deprisa mirando al frente sin que nada me distrajese de la salida, solo así podía salir airosa. En aquella huida de mi misma, me parecía reconocer al taquillero del metro testigo mudo de aquellas despedidas por entonces eternas, de aquel baile que improvisábamos tú y yo mientras gritábamos en silencio atrapados por las agujas del reloj. No podía bajar la guardia, si por casualidad mi vista se desviaba o me llamaba la atención el escaparate de la tienda del metro que estaba junto a la salida, estaba perdida… los recuerdos puñeteros aparecían sin avisar en aquella esquina del tiempo, abriéndose paso descarados hasta dolerme.

Cuando conseguía salir al exterior, superado este primer escollo del metro, venía el siguiente porque la calle estaba plagada de rincones vivos que removían mi memoria: restaurantes, teatros, librerías, el Palacio de la Prensa,…  así que prefería que la muchedumbre me arropase y andar ligera calle abajo sin fijarme en las luces de neón, sin fijarme en otra cosa que no fuera mi silencio, acallando así tantas voces que creía reconocer entre el murmullo de la gente. Solo así me sentía a salvo.

Han pasado muchas cosas, no tiempo porque a veces aunque el tiempo corre, las agujas del reloj parecen no moverse. Permanecen quietas, impasibles, casi mudas, dibujando un mapa de sensaciones en un laberinto sin salida. Es entonces cuando te das cuenta, que el secreto consiste en saber elegir lo que debe olvidarse; que los recuerdos como las preocupaciones se suceden restándose importancia y que lo que ayer te dolía, hoy te hace cosquillas por dentro hasta carcajearse en tu cara.

Algo he aprendido, he aprendido que todavía hay quien se enamora en una estación de metro, que todavía hay quien se deja sorprender con unas piedras con olor a mar, quienes dicen adiós con la mano mientras se van alejando sin remedio en el andén. Pero el resto… el resto como yo, sabemos que hace falta más, que no bastan un puñado de instantes salpicados de recuerdos que terminan volando en pedazos hasta apenas quedar nada. Hace falta mucho más.

El tiempo todo lo cura, si, y aquel trauma quedó curado… nadie es imprescindible para nadie y la vida sigue. Mi paisaje sentimental se ha vuelto a llenar con otros lugares, con otra gente, con otros recuerdos que no los cambiaría por nada. Pasear por la Gran Vía ya no me duele, ahora me duelen otras cosas y entre ellas ya no está un viejo andén de metro, ni siquiera tú.

 

 

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