Las iglesias me sobrecogen. Cuando estoy en ellas, me siento pequeña, diminuta, casi insignificante. No en todas, claro. Me pasó en la Capella Brancacci de Florencia ante los frescos de Masaccio y Masolino. Me pasó en la Catedral de León, rodeada de vidrieras y ahora en Madrid vuelve a sucederme en la Iglesia de San Antonio de los Alemanes. Una iglesia barroca en pleno barrio de Malasaña, tras cuya fachada austera, nadie podría sospechar los tesoros que se esconden en su interior, a menos que la curiosidad te empuje a entrar, un poco como me pasó a mí.
Decir que llegué a esta iglesia con desconocimiento no sería cierto. Había visto fotos y mi buen amigo J. me había hablado tanto y tanto de su historia y de su arquitectura, que cuando por fin conseguí convencerle de entrar, en una tarde de las nuestras sin rumbo, creí encontrarme en una iglesia de esas que te salen al paso en cada esquina de Roma. Iglesias de las que Moravia habla en alguno de sus cuentos con sabor romano, esas iglesias llenas de luz y misterio que tanto me gustan.
Ya en la puerta, una excursión de sexagenarios atiende las explicaciones del guía que se esfuerza en contarles los últimos detalles y les advierte que la misa está a punto de empezar. Nos unimos al grupo, casi con descaro. Estoy impaciente por comprobar por mí misma todo cuanto me han contado. Y no me defrauda. Una vez dentro, es exactamente como la imaginaba. No puedo evitar sentirme deslumbrada por la llamativa belleza de los frescos. No hay columnas que distraigan la atención. Si cierro los ojos se diría que estoy en el interior de un Palazzo italiano, o en un mural gigante que me envuelve y del que junto a esos Reyes Medievales y Santos, me convierto en protagonista también yo por momentos.
Los feligreses recogidos en sus rezos apenas se fijan en nosotros: un grupo más de turistas curiosos, deben pensar. J. a mi lado, me dice bajito que esta iglesia se edificó como complemento del Hospital de los Portugueses y que sirvió de argumento para una novela de Molina Foix. Me dice también, que ha leído que no está clara la autoría de los frescos, compartida seguramente por Juan Carreño, Luca Giordano y Francisco Rizzi. Asiento, sin dejar de mirar embobada la bóveda y los ornamentos, esos relieves de trampantojo que parecen mármol de verdad. Columnas, figuras humanas. Arquitecturas fingidas que conforman un ambiente en el que me dejo envolver, gustosa.
Busco algún altar donde encender una vela. Hace tiempo que dejé de rezar pero me apetece encender una vela como hizo Frida Khalo en Notre Dame o como hizo el mismo Gino Bartalli para agradecer su suerte cuando ganó el Tour, o como tantos devotos hacen cada día, pero aquí no cabe esa posibilidad. Supongo que para evitar que un mal fuego dé al traste con tanta belleza. Ni siquiera esas bombillitas que simulan velas de mentira, aquí no.
La misa está empezando, J. me coge del brazo y me empuja a la puerta casi a trompicones. Me hubiera gustado acercarme al retablo junto al Altar Mayor dedicado a San Antonio de Padua pero ya es tarde, me conformo con verlo desde la puerta. Antes de salir, me detengo de nuevo, una última mirada y la promesa de que volveremos otra tarde, otra de las tantas que pueblan nuestro calendario, una de esas tardes sin rumbo y sin propósito, una tarde cualquiera.
[Esta iglesia se encuentra en Madrid, Corredera Baja de San Pablo, 16]