Un inicio
Estábamos tomando un café con leche en un bar de Torredembarra cuando desde el Parlament proclamaron la independencia de Cataluña. Era el 27 de octubre. Habíamos llegado unos días antes a Tarragona para ver qué ocurría más de cerca, queríamos saber de la otra parte. Una de las dueñas de aquel bar frente al mar empezó a llorar de emoción delante de la televisión, deseaba que al día siguiente muchos Estados empezasen a reconocer su nuevo país, porque si no nada valdría. Decía que había esperado con mucha ilusión ese momento, sobre todo desde que el Partido Popular gobernaba España, grupo político que esgrimía la ley para lo que le interesaba y se la saltaba cuando le convenía, utilizando el nombre de España y los españoles como un todo y un absoluto. Llevábamos ya varios días por la ciudad de Tarragona y sus alrededores en busca de otras respuestas, alejadas de la propaganda blandida por ambos bandos, basadas todas ellas en la sacrosanta identidad: que si la española o la catalana, que si los paraísos democráticos o constitucionales y la repugnancia hacia el otro, el infierno.
Pero no quiero en este breve texto escribir sobre España y Cataluña y aquello que ha ocurrido y sigue ocurriendo a ambos lados de Fraga y toda la Franja. Quiero escribir sobre los castellers catalanes.
Quizás como metáfora, quizás como realidad.
Exactamente de los castellers de Els Xiquets de Tarragona.
Una estructura
En el Carrer de Santa Anna estaba Lluís, uno de los integrantes de la colla de Els Xiquets. Le dijimos que si podíamos echar un vistazo dentro y nos enseñó todo. Allí era donde entrenaban. Nos explicó cómo funcionaban, quiénes eran ellos. Nos dijo que fuéramos al día siguiente. Seríamos parte de la colla. Nosotros, dos madrileños.
El 27 de octubre, por la noche, a las diez y media, y después de haber cenado un par de cocas y dos panellets en las escaleras de la catedral, nos presentamos en el carrer. Antes, en la Plaça de la Font i el Ajuntament, se había celebrado la independencia y cantado Els Segadors con el puño en alto. Se aludía a la tierra libre, y se obviaba, pensaba yo, la importancia de las alas y las copas de los árboles, como escribiría Juan Ramón Jiménez.
Nos enseñaron a ponernos las faixas alrededor de la cintura, para poder aguantar mejor el peso y proteger la columna. Había que dar vueltas alrededor de la cinta para que quedase bien segura. Luego, junto a unas espalderas, nos mostraron cómo subirnos a hombros del otro. Había que poner un pie en su pierna, otro en la faja y luego subir hasta el hombro, al final colocar los dos pies en ambos hombros y encontrar una posición estable en la que no se hiciese daño al compañero de abajo. Una vez establecidos nos subió un niño o una niña de la canalla por nuestra espalda hasta los hombros.
Aprendido esto empezamos a ser parte de la pinya del castell. Había que meterse dentro, estar entre todos. En el centro un casteller tiraba las líneas con los brazos para que todo estuviese ordenado y la base estable. Había que estar hombro con hombro con el de al lado, pegado al de delante por el pecho, otro detrás te apuntalaba, otros detrás nos reforzaban más todavía. Aquello era la base, los cimientos del castell. Se murmuraban órdenes en catalán, se empezaba a sudar. Comenzaban a subir los que tirarían el castell hacia arriba, apoyaban sus manos y pies en nuestros hombros y cabezas, nos hacían daño, pero había que aguantar, ser fuertes, o todo se caería. El castell, decían, empezaba a respirar. El castell ya respiraba, era un ser vivo. Lo sentíamos. A veces había que volver a empezar porque se sentía que algo no iba bien. El cap de colla daba las órdenes desde fuera, era el estratega, el arquitecto, el director. Un pequeño movimiento al otro lado llegaba hasta nosotros, teníamos que recular un poco, o avanzar. O establecer mejor las piernas. Arriba teníamos el folre, otro grupo de castellers que asegurarían todavía mejor al resto de compañeros. Se empezaba a levantar el tronc, la parte visible del castell, lo que verían los espectadores en las fiestas donde se levantaban los castellers hacia el cielo. Debajo estábamos nosotros, permitiendo todo. Al final subirían los niños, que coronarían. Poco a poco nos desharíamos, se habría cargado y tocaba descargar.
El castell había sido levantado.
Unos datos útiles
Un castell puede estar formado por quinientas personas, aunque las que quedan visibles son menos de veinte. Los castells son típicos y tradicionales de la región sur de Cataluña, del Camp de Tarragona y el Penedès; son una de las señas de identidad con más arraigo y fuerza en Cataluña; se han extendido por todo el territorio, aunque también hay collas en Madrid, Londres o China, levantadas hace pocos años.
En una colla de castellers hay hombres y mujeres, niños y niñas, desde los cuatro años hasta los setenta; la unión que se establece entre todos está basado en el compromiso, pues se debe entrenar mucho, acudir tres o cuatro días a la semana después de trabajar o estudiar; ninguno de ellos gana dinero por hacerlo. La cohesión que se genera entre todos es impresionante y emocionante; ver desde lo alto cómo se levanta una torre humana da para pensar mucho sobre el ser humano y aquello que nos mueve a seguir existiendo; uno a uno forman algo enorme y grandioso; verlo y sentirlo desde abajo, formando parte de ello, también.
Los castellers de Els Xiquets de Tarragona nos integraron con cariño y familiaridad; nos hablaron siempre en español cuando veían que nos dirigíamos en nuestra lengua hacia ellos.
Quizás así la metáfora quede en pie y no se derrumbe.
Espero.