Cuando el Ejecutivo de Mariano Rajoy apruebe la Ley de Transparencia y Buen Gobierno que se presentará hoy, España dejará de ser el único país de Europa con más de un millón de habitantes que carece de una ley de acceso a la información –sólo Luxemburgo, Chipre y Malta carecen de una normativa de este tipo. En España ha dominado una cultura política de la opacidad; la ley de acceso a la información, eso que en los países anglosajones llaman Freedom Information Act, es una antigua demanda de los periodistas y la sociedad civil. La Coalición Pro Acceso, formada por 54 ONG, lleva años luchando por esta norma, que sucesivamente los gobiernos de uno y otro color han ignorado, aunque la llevasen en su programa, como en el caso de Zapatero.
Parece que, por fin, esta es la buena. Rajoy se comprometió a aprobar la ley dentro de los primeros cien días de gobierno, y además quiere presentarla en el foro internacional que se celebrará en Brasilia el próximo 17 de abril. La pregunta ahora es si la norma satisface los criterios que la harán verdaderamente útil. Como señala la veterana periodista Soledad Gallego-Díaz, que hace años batalla por esta causa, es vital que la ley “alcance a todas las administraciones y a todo tipo de organizaciones financiadas con dinero público”. Es de esperar, además, que la información proporcionada a particulares y periodistas sea de calidad y se tramite con prontitud.
Sin transparencia no hay democracia. Es imprescindible que los ciudadanos, con los periodistas como intermediarios, puedan pedir cuentas a sus gobernantes de en qué se gastan el dinero público. Como afirma Gallego-Díaz, difícilmente se habrían producido casos tan estruendosos como los excesos de Valencia y Mallorca, o el de los ERE, si esos mismos políticos y funcionarios hubiesen tenido que desglosar cada euro del gasto público y dejar esa información a la vista de todos los ciudadanos, como sucede en Estados Unidos y como sucederá en Reino Unido a partir de 2014. En España, la opacidad es total, y no sólo en torno al gasto, sino a casi cualquier dato que se pida a las administraciones, desde el número de muertos en la guerra de Afganistán hasta las listas de espera de un hospital madrileño. En mis años de reportera para La Clave tuve oportunidad de comprobar cómo los ministerios me negaban con su silencio prácticamente todas las informaciones que les solicitaba. Convengamos que, en un sistema político que seguimos llamando democracia, esa situación una anomalía inexplicable e intolerable. Se trata, ni más ni menos, de recordar por fin que funcionarios y políticos trabajan para nosotros, que somos los ciudadanos los que les pagamos y en nosotros reside la soberanía, y, por tanto, la transparencia no es una concesión, sino una obligación de las administraciones públicas.
En Brasil, donde el pasado año se vivió una sucesión de ministros decapitados por los casos de corrupción, entendí que la solución a la corrupción no debe buscarse en la ética –el poder corrompe-, sino en las instituciones. La opacidad facilita la corrupción, y la sensación de impunidad la perpetúa. “No es casualidad que en los países en los que la ley obliga a las administraciones a trabajar con mayores niveles de transparencia sean precisamente los países con menores índices de corrupción y con mayor satisfacción ciudadana”, recuerda Gallego-Díaz. Y oportunamente añade que, en estos tiempos de tijera y austeridad en que se nos piden tantos sacrificios, es más necesario que nunca que nos expliquen, con luz y taquígrafos, por qué se recorta aquí y no allá y en qué exactamente se está gastando el dinero de todos.