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Mientras tantoSin violencia, todos los proyectos políticos son legítimos

Sin violencia, todos los proyectos políticos son legítimos

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

 

 Es lo que tiene el uso inmoderado del adjetivo “legítimo”. Que llega un momento en que, salvo pegar a la madre y cosas peores, todo lo demás se considera perfectamente admisible. Aquí está una de las frases hechas más gastadas en los últimos tiempos, que lo mismo puede pronunciarse en las más altas instancias del Gobierno como en los barrios más alejados del poder político. Ahora mismo, y cuando parece iniciarse el final del terrorismo, vuelven muchos a proclamar al unísono que, sin violencia, todos los proyectos políticos son legítimos. Sin entrar en demasiadas honduras, dan a entender que en ese supuesto pacífico cualesquiera iniciativas públicas tienen derecho a su reconocimiento legal. Y como la nuestra es una legalidad democrática, habrá asimismo que inferir que esos proyectos son legítimos precisamente por ser democráticos. Adelanto que tengo mis dudas ante una democracia de tantas tragaderas.

 

1. Para empezar, se nos escurre un tanto el significado de esa cacofónica ausencia de violencia. Si quiere decirse que quien la practicaba ya no la va a practicar, su abandono no nos aclara si responde a la mera impotencia de su agente, a móviles estratégicos o a alguna profunda convicción moral. Como esa renuncia no se acompañe del rechazo expreso e incondicional del terror político, y por ello de la disolución del grupo terrorista, permanecerá el recelo de que éste vuelva a las armadas -que no es una errata-  cuando a su juicio la ocasión lo requiera. Otrotanto sucede si por tal ausencia se entiende incluso la condena de esa barbarie por parte de quien hasta ahora la apoyaba desde fuera. Porque no da igual para el juicio político que tal rechazo se sustente en razones de principio (que amenazar o matar viola un derecho humano elemental) o instrumentales (que la violencia resulta inútil para el objetivo apetecido). Por el momento, de los terroristas y sus cómplices directos no hemos oído más que la segunda clase de razones.

 

Pero el caso es que, se entienda en un sentido o en el otro, esa falta de violencia no vuelve ella sola legítimo lo que esencialmente no lo era ni puede serlo. Los medios decentes no justifican unos fines indecentes. Entre nosotros todavía son demasiados los que piensan, gracias a pasar siempre por alto el porqué y el para qué mata, que la maldad del terrorismo se agota en sus crímenes y que, muerto el perro, acabará la rabia. Para estos demócratas relativos el hecho de mantenerse dentro de los límites de la ley basta para declarar democráticos a pronunciamientos que, bien mirados, darían la impresión contraria.

 

¿Un sólo ejemplo, pero relevante? Quizá le malinterpreto, pero es lo que pareció sugerir nuestro presidente de Gobierno en una entrevista de hace pocos años. Cuando el ensayista italiano Flores d’Arcais le plantea si las últimas enseñanzas papales en esta materia no revelan una “pulsión antidemocrática” por parte de la Iglesia Católica, el presidente Zapatero -lector del filósofo político Philip Pettit- responde: “No, sinceramente no, porque creo que la democracia se basa en la disputabilidad de las decisiones del poder. Aun desde posiciones que están equivocadas (…), tienen derecho a negar incluso algunos de los fundamentos más esenciales de la libre convivencia, tienen derecho a manifestarse (…). Lo que no tienen derecho es a imponer”.

 

Uno se pregunta cómo armoniza con la disputabilidad la creencia que se arroga la administración de la Verdad absoluta, incluida la verdad política. Fuera de eso, ¿quién  desvelará el profundo misterio de que no deba tacharse de antidemocrática una doctrina que socave las bases de la vida democrática? Y aun si un gobierno le concediera graciosamente el derecho a su libre expresión, ¿por qué iba a transformarse el autoritarismo así expresado en algo acorde con el ideal de democracia? Muy sencillo: porque lo democrático en las decisiones del poder consistiría tan sólo en ser disputables, sin que haya condición más honda para definirlo como tal ni criterio que permita zanjar la disputa acerca del carácter democrático de esas decisiones. ¿Acaso no habría “posiciones equivocadas” por negar los puntales de la democracia? Sí, pero su pecado les será perdonado en cuanto acepten participar en aquella disputa. El único pecado mortal de esos puntos de vista sería su imposición violenta.

 

2. Al fijar la no violencia como primero y hasta único criterio evaluador de los actos  y proyectos políticos, viene entonces a consagrarse como máxima prueba de legitimidad su respeto a lo que determinen los procedimientos democráticos. ¿Será entonces sin más aceptable un proyecto en cuanto consienta someterse a la concurrencia electoral y asumir los resultados que arroje la regla de la mayoría? Tan reductora simplificación de la democracia resulta muy gratificante para la pereza general, pero interesada y falsa. Antes y más a fondo que un conjunto de reglas, la democracia es un principio normativo para organizar las relaciones de poder de una sociedad desde la igualdad y libertad políticas de sus miembros. Los procedimientos democráticos tienen que transmitir y hacer posibles esos valores fundantes, no contrariarlos.

 

Así razonadas las cosas, sería incluso impensable que todos los proyectos políticos pudieran ser legítimos. De modo parecido a como ocurre con las proposiciones teóricas, tampoco dos propuestas políticas estrictamente opuestas sobre lo mismo pueden valer a un tiempo. La razón práctica no puede justificar la afirmación y negación simultáneas de un derecho para el mismo conjunto de personas. Si una de esas propuestas es democrática, la otra por fuerza no lo será o no lo será tanto.

 

¿Que nadie conoce entre nosotros proyectos políticos rechazables, por más que éstos se atengan a las formas pacíficas y democráticas ordinarias?  Será que nadie quiere complicarse la vida en estos derroteros. Desde su misma inspiración, no parecen legítimos por antidemocráticos los partidos y proyectos que consagren la desigualdad en derechos políticos de los sujetos por razones de etnia, clase social o de otra especie. Tampoco es fácil que lo sean los que defienden la anterioridad y prevalencia política (por sangre, lengua, religión, historia) de una comunidad particular sobre la comunidad general de la ciudadanía. O los que asientan su programa en unos derechos colectivos y del pasado antepuestos a los individuales y del presente… Si después miramos a sus objetivos encubiertos o declarados, ¿llamaremos democrático al propósito de instaurar una sociedad cuyas partes gocen de  libertades políticas desiguales?; ¿y será justificable postular unas metas que, por exigir un proceso de anexión territorial y de secesión,  inducen al enfrentamiento de sus gentes? Es la idea misma de democracia la que se resiste a amparar nada que, aun invocando su nombre, presuponga o promueva desiguales derechos políticos entre los ciudadanos.

 

¿Y si el nacionalismo étnico no representara una opción política tan legítima como otra cualquiera, según corean los más ilusos, porque para ella todas las demás tienen que ser ilegítimas mientras no militen antes o a la vez por la causa nacional? ¿Y si no fuera una ideología política tan aceptable como las demás, sin nada especial que la distinga? Pues no lo es si  comienza por negar lo que todas las demás aceptan, nuestra común ciudadanía, y por ello nos desafía  más que ninguna. La distingue precisamente su creencia en que por encima de la comunidad de ciudadanos está esa otra comunidad formada por los creyentes en su Pueblo. La distingue su arrogante certeza de que el territorio que ocupamos es más suyo que de nadie, así como de su presunto derecho a administrarlo según su exclusiva voluntad. Y estas diferencias, por sí solas, siembran entre los miembros de una sociedad compleja y pluralista una tensión radical, permanente e insuperable…, aunque no dé lugar al enfrentamiento violento. Así pues, estamos obligados a convivir con los nacionalistas, pero no a disimular los obstáculos que su credo levanta contra esa convivencia.

 

3. Pero seamos realistas y no pidamos lo imposible. Eso que la pura idea de democracia tiene que rechazar, han de admitirlo hasta cierto punto las democracias reales. Exactamente hasta ese punto que arriesgue la supervivencia o provoque la degradación del régimen democrático. Cuando  tal riesgo exista, no debería causar escándalo que lo ilegítimo fuera legalmente prohibido, porque más escandaloso sería dejar indefensa la comunidad que nos hace ciudadanos. Prohibir que se prohíba revelaría una conciencia colectiva que, carente de criterio moral firme, ya no sabe juzgar qué resulta o no legítimo ni se atreve a discernir entre lo democrático y lo que no lo es. Sería un sinsentido conceder el derecho a servirse de ciertas libertades políticas (de manifestación, asociación o voto) para restringir o eliminar esas mismas libertades. No cabe liquidar “democráticamente” la democracia. 

 

Una vez conjurado semejante peligro, sin embargo, a las instituciones democráticas les tocará arriesgarse y acoger en su seno incluso los proyectos políticos que las desdeñan. Lo que era ilegítimo seguirá siendo ilegítimo, y así lo seguiremos argumentando en la palestra pública, pero con las precauciones debidas habrá pasado a ser legal. Será un paso más justificado todavía cuando su contrapartida sea la protección de vidas humanas y la vuelta de un clima político regular. Eso sí, quedará claro a los recién ingresados que su acogida como miembros de la comunidad no se debe tanto a sus méritos, como al de las instituciones que ellos han despreciado. Y todos hemos de saber también que el reconocimiento legal de su proyecto público está lejos de otorgarle sólo por eso un certificado de democrático. No vayamos a malentender la democracia ni a maleducar al ciudadano.

 

 

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