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Mientras tantoSíndrome de la cueva

Síndrome de la cueva


Preparé la ropa y las zapatillas de deporte la noche anterior, memoricé la ruta que haría durante esos 60 minutos que graciosamente mi gobernante me concedía a partir de ahora y me fui a dormir. A las cinco estaba despierto. Desayuné frugalmente como de costumbre. A las seis estaba nervioso y a las siete más. Comenzaba a clarear en el paseo marítimo de mi cuidad accidental. Esperé a las ocho, cuando el sol estaba ya alto. Nadie. Ni un vestigio de ser humano o animal alrededor. No me atrevía a ser el pionero. No quería destacar. Aproveché entretanto para repasar la prensa hasta las nueve. Nada sobresaliente. Qué mérito tienen los medios para llenar el espacio, me dije. Miré el reloj digital del móvil. Había llegado el gran momento. No debía aplazarlo más.

Me asomé a mi amplia terraza, saludé a mi mejor amigo, el mar, y fue entonces cuando de repente descubrí un montón de hormigas humanas, desprovistas de toda protección sanitaria, que paseaban, corrían, iban en bici o en patinete, se adelantaban unas a otras sin reparo, hablaban a voz en grito, sintiendo esa libertad provisional que el poder les concedía en esa fase cero del cronograma destinado a lograr la «nueva normalidad». Pensé por un instante si la normalidad puede alcanzar alguna vez un nivel nuevo o si más bien el bicho nos ha hundido en la anormalidad a mí y al resto de mis semejantes. Un buen amigo mío me espetó el otro día, con esa retranca tan andaluza suya, que no debía preocuparme si no quería luchar por la nueva normalidad. Tú no eres normal, sentenció. Y  lo peor es que no quiero serlo, añadiría yo. Eso es más peligroso.

La riada de hormigas humanas iba creciendo y conforme aumentaba, los animosos congéneres míos violaban una y otra vez el protocolo elaborado por mis gobernantes y su comité técnico científico o como se denomine, infringiendo el primer mandamiento antivírico del BOE, el de la distancia social de un metro o dos metros, delante de las narices de los agentes de dos coches patrulla municipales, que charlaban tranquilamente en un clima de fin de semana. Pero, ¿cómo no lo iban a violar si es contra natura, pienso yo, que a uno de mi especie le prohíban reprimir gestos emocionales tan lógicos como saludar, abrazar o besar? A mí no se me da mal eso de la distancia y la reserva en el saludo, porque no soy completamente normal, y, además, algo aprendí cuando viví tres años en Tokio. Sin embargo, entiendo que eso no es la norma en una sociedad como la española.

Pero el tema no era ese para mí. De repente, cuando con atuendo y zapatillas de deporte, gorra, mascarilla y guantes quirúrgicos y mi pequeña mochila a la espalda con la billetera, las llaves y la copia del contrato de alquiler me disponía a abrir la puerta, me entró un ataque de rebeldía irracional, como todo en mí. Sentí que un corneta me ordenaba bajar a la calle, a mezclarme con esas hormigas humanas, tan hormigas como yo, dicho sea de paso, y me marcaba unos plazos para mi movilidad. ¡Ni hablar, yo así no me sumo a esta cruzada anti coronavirus!, exclamé creyendo que iba impactar ese discurso en el vecindario. Inconscientemente buscaba un movimiento levantisco, impensable dado mi carácter más bien retraído y carecer del apoyo de al menos los de la cuarta y segunda planta, que me emparedan a mí en la tercera.

Qué sencillo era todo, ¿verdad? Me quedaba en la guarida, tranquilo, sin sobresaltos, dormiría un poquito más, continuaría leyendo una novela de un joven autor santanderino y aquí paz y mañana gloria. Desgraciadamente no iba a ser tan fácil, pues al poco recibí una conferencia desde Jamaica, a cobro revertido naturalmente. Era el mismísimo Jacques-Marie McFarlane, mi psicoanalista telefónico, quien había intuido lo que iba a ser mi conducta y haciendo caso omiso a la diferencia horaria, esta vez en contra de él, todo un detalle, me llamaba para recriminar mi comportamiento asocial: «Mire, obviamente a mí no me interesa poner punto final a las sesiones, pero estaba seguro de lo que iba a hacer usted. El clásico síndrome de la cueva. Quiere ser y no ser al mismo tiempo y eso no hay cabeza humana que lo resista. Pretende ser normal de nueve a cinco y las horas restantes salirse de la norma, jugar a ser rebelde. Va por mal camino, señor Esteruelas, y ya tiene canas para ser mayorcito», advirtió. Lo de «va por mal camino» lo dijo en español, siempre recurriendo a esa autosuficiencia tan suya de exhibir las lenguas que domina. Y añadió: «Está claro que esta trágica situación no le molesta mucho. No va con usted y hasta le beneficia porque le permite escribir. Se ha habituado a ella mejor y más rápido que otros y ahora no quiere salir de la guarida. Y no necesariamente por miedo».

«Es como aquella película que usted me contó una vez», dijo deteniéndose un instante para tratar de recordar el título. «El ángel exterminador», repliqué. «Eso. No me acordaba del título, pero sí del argumento. Usted amaga pero no sale. Siempre encuentra una disculpa», remató un tanto ácido el continuador de las teorías de Sigmund y Lacan. No supe qué contestar más que desearle con educación un feliz fin de semana y hasta la próxima sesión .

Eran las diez de la mañana. Comenzaba a apretar el calor anunciando una jornada casi veraniega. El paseo se había vaciado de deportistas y gente menor de setenta. Era el turno entonces de la senectud y de los discapacitados. Misterio. No vi a nadie. De nuevo, el desierto humano y el silencio. No me disgustaba. El jolgorio tempranero me había desconcertado y hasta irritado un poco. No quería ser gregario.

¿Había vencido entonces la juventud y se había confirmado la sospecha de que el principal objetivo del Covid-19 era acabar con la tercera edad, aplicando un darwinismo versión siglo XXI? La alegría con la que había marchado horas antes el denominado grupo Seis-Diez quizás hasta lo corroboraba. Incluso hasta llegué a pensar que toda era irreal, que nunca había existido el virus puesto que quienes caminaban o corrían bordeando el mar no llevaban nada de la protección recomendada por las autoridades sanitarias. Por desgracia no era así. Las aterradoras cifras de muertes y contagios en el país y en el resto del mundo desmontaban ese juicio y me retornaban a la triste realidad.

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