Probemos hoy con una lista de sinfonías. Las sinfonías son criaturas maravillosas por que son inmensas, y todo lo inmenso es maravilloso. Las sinfonías tienen cuatro movimientos para poder así representar los cuatro temperamentos humanos: el colérico en el primer movimiento, conflictivo y dramático; el melancólico en el segundo, que suele ser un movimiento lento; el flémático en el tercero, que suele ser un movimiento de danza, alegre y distendido, y el sanguíneo en el final, que suele ser veloz y feliz.
Las sinfonías son maravillosas, también, porque se parecen a las novelas. Son obras de arte que aspiran a la totalidad, es decir, a crear la ilusión de un mundo completo, de una vida completa. Mahler decía que la sinfonía era un mundo en el que cabe todo, y así son sus sinfonías, inmensas, llenas de danzas, marchas militares, melancolía, animalitos, batallas, himnos de amor, canciones, coros, marchas fúnebres, San Antonio predicando a los peces y muchas cosas más. Esa definición de Mahler de la sinfonía se parece mucho a diversas definiciones de la novela que se han hecho a lo largo de la historia literaria.
Y, sin más, vayamos a nuestra lista. No son «las mejores sinfonías de todos los tiempos». Son, simplemente, una lista. Ya saben ustedes cómo son las listas: siempre incompletas, siempre injustas, siempre parciales. Sin embargo, todas las obras que van aquí listadas me gustan, me gustan mucho. Es posible que mi amable lector no conozca alguna de ellas, lo cual le proporcionará la posibilidad de un descubrimiento.
La Sinfonía Incompleta de Schubert, simplemente porque es una obra sobrenatural. Junto con una sonata incompleta y un cuarteto incompleto, forman la trilogía de obras incompletas de Schubert. Las tres son sobrenaturales.
La Sinfonía Dramática «Romeo y Julieta» de Berlioz. Especialmente por el maravilloso movimiento lento, que está entre la más hermosa música de amor jamás escrita. Yo escuché esta música por primera vez cuando era niño, en el Teatro de la Zarzuela. Bailaban Rudolf Nureyev y Margot Fonteyn.
La Cuarta Sinfonía de Schumann (en la versión de Furtwängler).
La Sinfonía «Fausto» de Franz Liszt.
La Sinfonía en Re Menor de Cesar Franck. Cesar Franck sólo escribió obras memorables al final de su vida. Proust se inspiró en él para crear a su músico Vinteuil, torturado por una esposa y unas hijas enormemente malvadas. Esta es una sinfonía de una sensualidad desbordante, esa sensualidad que sólo pueden sentir los puros y los místicos.
La Octava Sinfonía de Bruckner. El centro del mundo. En la impresionante fanfarria final, suenan al mismo tiempo los temas de los cuatro movimientos: es el fin del tiempo, la entrada en la era de la simultaneidad.
La Segunda Sinfonía de Kalinikov. El principio ¡suena tan ruso!
La Segunda Sinfonía de Edward Elgar. ¡Suena tan inglesa!
La Cuarta Sinfonía de Mahler. Simplemente porque es la primera sinfonía de Mahler que escuché y por la melodía del final, donde se describe la beatitud del cielo.
La Canción de la tierra de Mahler, que es en realidad su Novena Sinfonía. Mahler no quiso numerarla para intentar burlar la maldición que condena a morir a todos aquellos compositores que escriben nueve sinfonías. Escribió luego la novena, y murió.
La Cuarta Sinfonía de Carl Nielsen.
La Segunda Sinfonía de Sibelius. Simplemente porque es maravillosa y porque es una de las piezas más criticadas y satirizadas del repertorio, lo cual no sólo es una tremenda injusticia, sino también una estupidez.
La Cuarta Sinfonía de Franz Schmidt. Este compositor austríaco ha sido incomprensiblemente olvidado. Yo oí esta sinfonía en el auditorio de Tenerife, interpretada por una orquesta holandesa.
La Sinfonía Lírica de Zemlinsky. ¡Ah, si ese período de disolución de la tonalidad, pero todavía tonal, hubiera durado cien años! ¡Todos seríamos más felices!
La Sexta Sinfonía de Havergal Brian. No está entre sus sinfonías más famosas (la célebre «Gótica» debe de estar en el Guinness como sinfonía más larga de todos los tiempos, pero a mí no me gusta demasiado), pero es una obra encantadora. Sus problemas de continuidad y sus caídas en la vulgaridad la hacen todavía más encantadora, como una de esas novelas que nos gusta sobre todo por sus defectos.
La Sexta Sinfonía de Prokofiev.
La Cuarta de Shostakovitch. Justo antes de la Quinta, que en tantos aspectos es una capitulación ante las fuerzas represivas estalinistas, vean lo que Shostakovitch era capaz de hacer.
La Quinta Sinfonía de Vagn Holmboe. Maravillosamente breve y compacta, quizá la mejor de las suyas a pesar de la magnificencia de las Sexta y Séptima.
La Novena Sinfonía de Robert Simpson.
La Tercera Sinfonía, «Litúrgica», de Arthur Honegger.
La armonía del mundo, sinfonía de Paul Hindemith, cuyos tres movimientos reflejan los tres tipos de música que existen, según Boecio: la música instrumental, la música humana y la música del mundo. La música proviene de la ópera del mismo título, basada en la vida de Copérnico.
La Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen, que tiene una maravillosa melodía de amor, tocada casi siempre con un instrumento llamado Ondas Martenot, y que a veces se escucha muy, muy despacio, de forma que tarda varios minutos en sonar, y en otras ocasiones se escucha tocada a toda velocidad, y entonces parece una especie de broma jazzística – aunque son, exactamente, una por una, las mismas notas y las mismas armonías.
Stele, Sinfonía Funeral de Kurtag. Esta composición maravillosa, intensamente poética, comienza con un acorde beethoveniano que comienza luego a deformarse en un efecto de extrañamiento gótico y sombrío realmente estremecedor. Termina con una larga repetición de un precioso acorde de la dominante de Do mayor, que rebota una y otra vez como si fuera de agua o de gelatina.
Sinfonía «1997» de Tan Dun, escrita para la entrega de Hong Kong a China. Yo Yo Ma toca la parte solista. Escolanía, gran orquesta, refinados glissandi, gran espectáculo y el sonido único de unas campanas que tienen nada menos que 2400 años de antigüedad.
Y para terminar, una pequeña rareza que proviene, cómo no, de la música inglesa. La Sinfonía «Celta» de Sir Granville Bantock, escrita para orquesta de cuerda y seis arpas. Es posible que usted no haya escuchado nunca seis arpas tocando al mismo tiempo. Así debe de sonar la música del cielo.