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Siria, a los 50 años de Vietnam

 

Los medios de información de Estados Unidos, donde me encuentro, evocan profusamente estos días la presidencia de Lyndon B. Johnson. La razón es que estamos en el 50º aniversario de algunas de las leyes aprobadas durante su mandato y que cambiaron a la sociedad estadounidense. Medicare, que proporciona asistencia médica a los jubilados; la Ley del Aire Limpio, la muy importante de los Derechos Civiles, etcétera. Johnson, un político hábil que sabía trapichear con la oposición, tuvo con estas leyes unos logros importantes que le deberían conceder un lugar importante en la historia. Su imagen, con todo, tiene un lunar importante, es el de la guerra de Vietnam, conflicto que no pudo cerrar y que ensombrece su legado.

 

Sus numerosos defensores alegan que él no la inició y que realizó ímprobos esfuerzos para concluirla. Se ha escrito que el astuto Richard Nixon, cuando hacía campaña electoral para suceder a Johnson, maniobró arteramente para que los norvietnamitas no llegaran a un acuerdo con el presidente saliente. Él quería apuntarse el tanto. El hecho es que entre los últimos nueve presidentes de Estados Unidos, Johnson consigue un pobre séptimo lugar en la apreciación actual de sus compatriotas. Los más elogiados son John F. Kennedy y, para pasmo de españoles y europeos, Ronald Reagan.

 

Vietnam fue, en efecto, algo especialmente divisorio en Estados Unidos. Un episodio histórico recordado con hastío y disgusto. Los americanos no son excesivamente pusilánimes a la hora de enviar a sus jóvenes a defender una causa que consideran justa. Pero cuando la bondad de una determinada intervención militar empieza a ser cuestionada y cuando a ello se une que no se vea claro el desenlace final del conflicto el tema comienza a convertirse en veneno electoral. Es lo que ocurrió con Vietnam. La teoría del dominó, la que sostenía que si caía Vietnam caería todo Oriente en manos comunistas, resultó desprestigiada y, aunque tardíamente, numerosos filmes y novelas estadounidenses, incluso algún musical de Broadway, ha mostrado en tono crítico la contienda en el sureste aisático.

 

El apasionamiento que suscitó Vietnam contrasta con la frialdad con que se sigue en el país más importante del mundo lo que está ocurriendo en Siria. Evidentemente la causa principal de ese distanciamento es que no hay soldados estadounidenes jugándose la vida en ese país islámico unido a que tampoco Estados Unidos ha dedicado cuantiosos recursos a ayudar al bando que pretende expulsar al presidente Bachar al Assad. Hay más, con todo. La sociedad occidental parece haberse vuelto bastante impasible ante el sufrimiento de los países del tercer mundo. La europea, ciertamente. El dictador de Corea del Norte es acusado por la ONU de genocidio, en el Congo han muerto varios millones de personas en los últimos años en la endémica disputa por jugosos recursos naturales de aquel país.

 

Ahora tenemos el caso sirio. Utilizando estimaciones no tremendistas puede calcularse que unas 135.000 personas han muerto en Siria desde que comenzó su guerra civil hace tres años y un mínimo de dos millones y medio se han visto obligadas a coger una maleta o un fardo de ropa y buscar refugio en un país vecino, con frecuencia en campos de refugiados improvisados. La indiferencia occidental es total.

 

Uno podría concluir, con pocas posibilidades de equivocarse, que si Estados Unidos hubiera tomado parte activa en el conflicto apoyando a un bando el abotargamiento de las sociedades europeas habría sido sacudido. Intelectuales y varios medios de información habrían visto la sucia mano de las multinacionales del petróleo como la principal causante de la prolongación de la mortífera lucha intestina en Siria. Habríamos visto pancartas, manifestaciones y ataques al gobierno por la complacencia del mismo ante el gigante americano. («Más injusticia por el petróleo», etcétera). Al no encontrar al villano de Estados Unidos los sentimientos se embotan. La suerte de los sirios interesa menos. Los grandes del otro bando, China, Rusia… nunca se han preocupado demasiado de estas futesas de los derechos humanos. Su opinión pública no se distingue por presionarles en este sentido.

 

Ahora tenemos que en Occidente, incluido Estados Unidos, la cuestión, lacerante, también comienza a resbalar en las mentes de las gentes.

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