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AcordeónSiria. El otro lado de la guerra

Siria. El otro lado de la guerra

Los reporteros Rui Araújo y Tiago Ferreira recorrieron Siria de sur a norte durante tres semanas: Damasco, Al Qara, Maalula, Homs, al-Salamiyah, Ithriya, Khanasir, al-Safirah, al-Nayrab y Alepo. Este diario inútil es la otra cara de un reportaje sobre la guerra para la cadena de televisión TVI (Prisa) que narra las desventuras del periodista en busca de la verdad y de la adrenalina. Y… del olvido.

 

 

13 de noviembre de 2016 

 

Aterrizamos en Beirut a media tarde. Empiezo a pensar en futilidades: en mis guerras y en las palabras de Miguel Torga a propósito de otra ciudad, Lisboa. “Es un dolor en el alma ver una tierra tan bonita como esta sirviendo de escenario para tanta cosa fea”. Constatación aplicable a la capital libanesa…

Después de cenar, Tiago, mi compañero, y yo damos un paseo por la ciudad. Pasamos al lado de un edificio imponente con un domo azul: la mezquita Mohammad al-Amin, asociada a Arabia Saudí y, sobre todo, a Rafik al-Hariri, el primer ministro suní asesinado en 2005. Su hijo, Saad, ha vendido el alma al diablo. Ha hecho un pacto con los asesinos de su padre. Es el nuevo jefe del gobierno.

 

 

14 de noviembre 

 

Por la mañana temprano recuperamos en el aeropuerto las maletas extraviadas y nos vamos a la terraza del Pain d’Or, el lugar de encuentro con el “chófer de confianza” que debe llevarnos a Damasco.

 

Hora prevista: 10:15. Aparece un poco antes de las 13 horas. Y yo que me quejo de la puntualidad ibérica…

 

En la frontera siria, el equipamiento es retenido manu militari. Un funcionario de aduanas particularmente celoso toma nota de las marcas, de los modelos, de los números de serie. Lentamente. Muy lentamente. El material aprehendido es depositado en un lugar escondido y repleto de trastos, pero acabamos recuperándolo todo. Pagamos doscientos sesenta euros al conductor. Es caro, pero no tenemos alternativa. La idea es recuperar la maleta del equipamento y regressar a Beirut para, después, entrar en Siria clandestinamente.

 

Al final de la tarde conseguimos transporte a Damasco. Primera etapa: Ciudad Vieja. Es la hora de comer y cenar al mismo tiempo. Recorremos callejuelas (sin luz o casi sin luz) a paso ligero detrás de nuestros cicerones sirios. Me paro en seco. Una melodía flota en el aire. No puedo percibir si la puerta está abierta o si no hay puerta. Vislumbro en la penumbra el tronco de un anciano inclinado sobre algo que parece ser un vestido. De manera que es un sastre. Y, a su lado, dos jóvenes en cuclillas tocando instrumentos orientales de cuerda. Me quedo escuchando un momento. Ellas me miran, sonríen. Me hubiera quedado allí el resto de la noche. He venido a la guerra a expiar no sé muy bien qué y la paz me sobreviene justo en el primer encuentro más que improbable…

 

Entro en el restaurante, que está prácticamente lleno. En nuestra mesa me encuentro con el chófer y con los demás: Tiago, un militar uniformado, un responsable local de la Cruz Roja y su hija adolescente. Y una civil cuyas funciones ignoro. Preguntar es denunciar. No pregunto…

 

Hablan un poco en árabe. Opto por la deserción. Me quedo pensando en la razón de mi presencia allí. Me adentro en los conflictos por los que ya he pasado (Timor, Zaire, Bosnia, Ruanda, Libia, etcétera).

 

Justo después del genocidio de Ruanda juré a pie juntillas que sería mi último reportaje de guerra. Promesa en vano o intención en balde. Desde entonces he ido a otras. Todos los conflictos son iguales. Y las víctimas también…

 

Después de la cena partimos con destino a la aldea de Al Qara. Hora y media de camino por la carretera de Homs y de Alepo. Pasamos por varios check points controlados por militares. En el de Al Qara nos detienen. Turistas accidentales (u occidentales, que viene a ser lo mismo) en un lugar yermo (¡la línea de frente no está lejos!) a deshoras es, como mínimo, extraño. Ciertamente.

 

Acabamos pernoctando en el hotel de un pequeño pueblo a media docena de kilómetros. Hace frío.

 

 

15 de noviembre

 

El paisaje es árido. El monasterio de Santiago, el Mutilado, está al final de un camino de cabras a la salida de Al Qara. Después del check point y antes de los tanques y de la artillería.

 

Ahí es donde viven un cura, cinco postulantes, dos residentes y ocho religiosas, incluyendo una portuguesa.

 

Sin material no podemos iniciar el reportaje.

 

—Tenga paciencia… –me dice John, el seminarista norteamericano.

 

¡Que remédio! El tiempo, por estas latitudes, tiene outra dimensión.

 

Y el día a día de esta gente es frugal. Puede que la purificación o la armonía espiritual pasen por eso. Digo yo, que ya no creo en Dios.

 

 

16 de noviembre

 

Tiago y yo decidimos ofrecerles la cena. Compramos unos pollos, aceite, patatas, pasta, verduras, bebidas. Y fruta. A falta de asumir la divinidad (como sugieren los Evangelios) me arrogo el estatus de jefe. Mis commis son Tiago y Jean, un joven fraile flamenco. Acompañamos el pollo con penne, cebollino, pimientos y queso francés (congelado). Fácil. Fácil cuando hay electricidad o gas. Cosas que sólo existen aquí con parsimonia…

 

A la hora de cenar aparece una monja. Es perentoria. Hay una llamada urgente de la Madre Superiora. El material ya está en território sirio, pero no podemos grabar imágenes. Tenemos que hablar personalmente con el responsable de prensa extranjera en el Ministerio de Información. Regresamos al comedor. Me encuentro la olla vacía. Misterio divino o hambre santa. Sea lo que sea, es injusto, pero ¿quién ha dicho que la vida tiene que ser justa? De modo que se trata de una noche para olvidar. La primera de muchas…

 

Doy las buenas noches al grupo y me retiro a mis aposentos: una habitación llena de basura y de material de obra sin agua y sin aislamiento. Me meto en la cama vestido. Las cuatro mantas son insuficientes.

 

—He llegado a ponerme siete… –me confiesa a la mañana siguiente un seminarista.

 

Concluyo que el frío es un arma que carga el diablo. ¿Qué más?

 

 

17 de noviembre 

 

A las ocho partimos a Damasco. La monja portuguesa se despide de mí, emocionada. Me dice que espera reencontrarse conmigo en la eternidad. Así sea, pero cuanto más tarde, mejor… Aunque la eternidade sea demasiado larga para mi gusto.

 

Nos personamos en el ministerio. Tras una espera interminable, el director de prensa extranjera nos recibe. Es su momento. Es un tipo arrogante. Solo estamos autorizados a visitar el monastério de Al Qara. No servirá de nada que insistamos. Las matanzas están reservadas a los privilegiados, a los que tienen derecho a cicerones pagados y a censores…

 

Me siento abatido. Le enseño la solicitud de la TVI, que ignora. Se envió en octubre. Me pide que regrese a las tres de la tarde, después de que haya hablado con el ministro. Son las doce y veinte. Hora de desayunar y de comer.

 

Me encuentro con una diputada sunita. Tengo que conseguir la manera de poder trabajar. Legal o ilegalmente.

 

—Alguien le ha dicho a nuestro ministro de Información que usted ha escrito artículos criticando a Siria…

 

Es mentira. Llama de nuevo al ministro. El Ministerio de Información reestudiará el caso. Imprimimos los currículos.

 

Escasos minutos después nos informan de que, al final, nos dan autorización para trabajar. Nos vamos. La prioridad es comer algo. El tráfico en la capital es caótico. Con el apagar y arrancar del motor, el jeep se calienta en exceso. Después de una parada para llenar el radiador nos sentamos en el restaurante Haretna de la Ciudad Vieja. Es la tercera comida decente en cuatro atribulados días.

 

Volvemos al estacionamiento. En un bar de la calle Bab Tuna, antes de la puerta de Santo Tomás, deparamos con un anciano tomando café.

 

—¿De dónde es? –le pregunto.

— De Brasil. Es el mejor. ¿Quieren probarlo?

 

Accedemos de buen grado. Es excelente. Después, pasamos por delante de una barbería. Nos arriesgamos: barba y pelo. El barbero nos dice que la primera vez es gratis. Pagamos igualmente.

 

Son las siete de la tarde. Es peligroso que regresemos a Al Qara de noche. Abu, nuestro solícito chófer, propone que nos quedemos en casa de su madre. Sugiero un hotel para no tener que deberle nada a nadie y, sobre todo, para no invadir la intimidad ajena. Siempre es un riesgo. Se niega. Me doy por vencido. El apartamento está situado en el barrio cristiano de Damasco. Entramos. Las dos camas de la única habitación libre son para los del equipo de la televisión.

 

Nuestro anfitrión dormirá en el sofá.

 

En cuanto ponemos los móviles a cargar, Abu nos pide que lo sigamos. Unos familiares, que viven en una casa cercana, preparan una cena para nosotros. Nos encontramos a una decena de personas sonrientes y una mesa llena de manjares locales. Este pueblo es generoso a pesar de o debido a las dificultades. El salario medio (para quien todavía tiene trabajo) no sobrepasa los cuarenta euros…

 

Me levanto y saco un cigarrillo.

 

—Puede fumar aquí… –dice alguien.

—Prefiero fumar afuera. Shukran! –respondo.

 

Mi árabe se resume a dos o tres palabras básicas (saludos, agradecimientos, soy periodista, ¡está loco!, etcétera).

 

Salgo al patio. El dueño de la casa, un anciano simpático, toma el aire. Se oyen disparos esporádicos de armas ligeras y explosiones de morteros.

 

—Los terroristas están a menos de um kilómetro de aquí…

 

No comento nada. La fachada tiene impactos de bala. La guerra es la guerra. Y las plantas necesitan agua. Instantes después, se oye el impacto de un tiro en un coche aparcado justo delante de nosotros. Tiago va a la calle a buscar la bala. En vano.

 

 

18 de noviembre

 

Amanece a las seis. Dormimos cuatro horas. A las nueve, nada más llegar a Al Qara, nos dicen que preparemos rápidamente el equipamiento. Destino: Alepo, y tras un alto en mitad del camino, a Homs, otra ciudad mártir.

 

Pasamos por muchos check points. A media mañana comemos en una taberna a la orilla de la carretera: un bocadillo y una botellita de yogur ácido. Es lo que hay. La clientela está formada esencialmente de militares que se desplazan al Frente Norte.

 

 

A las 14:37 paramos delante del almacén de los cristianos, en Homs. Hay tres camiones con treinta y dos toneladas de alimentos que les ha ofrecido la comunidad internacional. Nuestra columna está protegida por dos soldados rasos con AK-47 (el arma estándar del ejército sirio) y granadas defensivas (las más devastadoras) en los bolsillos delanteros.

 

El primero es Mansour. Tiene treinta y cinco años, seis de guerra y diez tiros en el cuerpo. Tiene el uniforme roto y calza, como tantos otros militares, unas zapatillas. Ha luchado en Damasco, Alepo, Idilib, Tadmor, Ama… Tiago viajará en el camión rojo con él y el chófer Ahmad. Yo continúo en el jeep.

 

Al final de la tarde paramos em una explanada aislada de Al-Waha, una ciudad de la provincia de Alepo que los rebeldes ocuparon hasta noviembre de 2013. Un edificio abandonado, que debió de ser un hotel antes de la guerra, es el lugar en el que vamos a pernoctar.

 

El soldado Assad vigila el lugar. Y nos protege a nosotros, los únicos clientes. ¿De quién?

 

—¿Y para cenar? –pregunto.

—No hay nada –me presponde con una sonrisa bonachona.

—¿Y café?

—No hay.

—Pero pueden quedarse aquí conmigo viendo la tele…

 

Nos ofrece lo que tiene, no está obligado a más…

 

Mañana, a partir de las 5:30 podremos grabar imágenes de la preparación de la comida para los desplazados.

 

Dorminos trece horas largas. Al menos, nos sirven para engañar la barriga…

 

 

19 de noviembre 

 

Es sábado. Hace frío. Nos despertamos temprano para nada. Al final, las comidas se prepararán mañana. La ciudad está cerrada por obras. Buscamos un sitio para desayunar.

 

Descubrimos una máquina de café en un paseo. Nos ofrecen dos cafés. Regresamos felices al hotel o al cuartel o a como lo queramos llamar. La felicidad es siempre algo efímero, pero de lo malo, lo menos malo…

 

07:04. Alepo Este está a media hora. La guerra está aquí, tan cerca. Y nosotros pasando el rato viendo la tele. Escuchamos a la cantante libanesa نهاد وديع حداد o, en otras palabras, Nouhad Wadie’ Haddad, más conocida como Feiruz, que complementa la carta de barras de color de un canal árabe.

 

A media mañana conseguimos transporte para Alepo.

 

Pasamos por la carretera de la muerte. A la derecha del trayecto hay bidones y autobuses amontonados que nos protegen de los francotiradores furtivos. Antes de colocar esta protección, solo se circulaba por aquí a más de 120 kilómetros por hora…

 

—Nadie ha filmado esto nunca. ¡Está prohibido! –me anuncia el acompañante.

 

Al cabo de años de guerra, Alepo está parcialmente desfigurado. El ruido ronco y ensordecedor de los bombardeos ya no interpela a nadie.

 

Aparcamos. El chófer me ofrece el masbaha (rosario) con noventa y nueve cuentas, tantos como nombres tiene Alá, que adorna el retrovisor. Le digo que no creo en Dios.

 

—Es un recuerdo. También transmite energía positiva…

 

La necesito. Salimos del coche. A pesar de ser sábado, los comercios están abiertos. Para matar el hambre compramos siete bananas sudamericanas.

 

Tenemos que esperar al transporte. Ante la imposibilidad de captar imágenes, observo la vida que circula alrededor. El dueño de un estanco me ofrece una silla. Tengo vistas a la “frontera”, que se resume a una calle desolada abarrotada de escombros. Una tela enorme tendida de parte a parte tapa la vista. Se supone que protege a los de este lado de los tiros de los snipers.

 

Ya es de noche cuando regresamos a Al-Waha después de una cena abundante. La luz espectral de las explosiones ilumina el horizonte del lado izquierdo de la carretera.

 

 

20 de noviembre

 

Tiago y yo madrugamos con las… cocineras y un jefe muy flaco.

 

Sonrío para mí mismo al pensar en las palabras de Aquilino Ribeiro: “tenía que llevar el cinturón bien apretado, si no, los pantalones se le resbalaban barriga abajo”.

 

En seis horas van a aviar en doce ollas enormes veinticinco mil comidas previstas para los desplazados de Alepo desperdigados por dieciséis pueblos de la región. Pregunto cuál es el menú: arroz, carne (¡me dicen que sí…!) y guisantes. También hay ensalada de tomate y col.

 

A continuación, pasamos a la distribución de las cajas de alimentos en una población agujereada. Historias tristes de gente humilde que no está enfadada con el mundo y que todavía no ha perdido la esperanza (¡absurda!) de conocer días mejores. No vislumbro un desenlace para esta guerra en los próximos tiempos…

 

Después, partimos a Al Nayrab (al este de Alepo). Allí es donde está instalado el hospital de campaña que recibe a los heridos del Frente. En el espacio de una hora llegan cinco, incluyendo niños.

 

Mientras Tiago graba imágenes, deambulo por el recinto, hablo con los médicos y con el general tunecino Adan, que encontró cobijo en Siria después de que implosionara el régimen de Ben Alí. El hombre es afable y su francés excelente. Me dice que están ganando la guerra a pesar de la quiebra de Occidente. Alude a la solidez y los designios del Señor. Me apetece añadir: y de los rusos, y de los iraníes, y de los… pero me callo.

 

La conversación en el tosco cubículo se ve interrumpida por la entrada de un militar. El escolta se queda en el pasillo.

 

El coronel palestino del batallón Jerusalén, Adnan al Sayed es un hombre todavía joven. Es jovial. Salimos y retomamos la conversación en la acera. Tiago corre por la calle con los niños que salen de la escuela. Es el momento de la despedida.

 

—¡Somos amigos! –me dice el amable coronel.

 

Lo miro fijamente, mis ojos clavados en los suyos, y le respondo, atrevido:

 

—No somos amigos. Es más, tengo pocos amigos. Y por si no daba la vida…

 

No se espera la respuesta.

 

Se lleva los dedos en forma de V a los ojos y, acto seguido, al corazón. Se trata de un gesto tradicional para muchos palestinos.

 

—No me voy a olvidar de ti. ¡Estás aquí! Y si quieres ir a la guerra, yo te llevo.

 

La amistad por estos lugares es como el tiempo. Tiene otra dimensión, pero, incluso así, decido arriesgarme y aceptar la propuesta. Cojo la libreta y escribo unos términos de responsabilidad. “Nadie es responsable de nuestra muerte en combate…”. Pido a Tiago que prepare el poco equipamiento que tenemos, pero minutos después nos informan de que sin el famoso papel del Ministerio de Información no podemos ir.

 

El coronel palestino me besa tres veces en la cara y me da un abrazo. Es inútil perder más tiempo en estos parajes.

 

Llegamos a Homs de noche. Mientras esperamos dos shawarmas (bocadillos locales) y dos refrescos consulto los mensajes en internet. Tengo dos de la TVI: uno de Paula y otro de Sérgio. Dormimos en Al Qara. Escucho Imagine y Palabras para Julia de José Agustín Goytisolo. Más momentos melancólicos o pesarosos del Parque del Buen Retiro o de que un mal rayo me parta. Sigo defendiendo que lo mejor de los demás perdura (mucho más que lo peor) en nuestra memoria…

 

 

21 de noviembre 

 

Damasco. Misión (im)posible: conseguir autorización para filmar. El responsable de prensa extranjera nos anuncia que, al final, podremos grabar imágenes en Siria. Myrti Ahmad será nuestro cicerone y nuestro fixer. Habla español. Estudió en Granada. Le comunico que queremos ir a Homs, Alepo y al-Nayrab. Queremos ver la guerra. Queda decidido que partiremos en dos días, el miércoles por la mañana. El chófer será Bassel, un ex soldado particularmente divertido.

 

Vamos a comer: desayuno, comida y, ahora, cena. Hay que aprovechar la oportunidad. En ocho días solo hemos tenido derecho a cuatro comidas de cuchillo y tenedor…

 

De camino al restaurante recibimos una llamada. Cambio de planes. La autorización se ha anulado en el espacio de media hora. Me quedo perplejo, me desespero. Esa pandilla de gente es insoportable, pero mis protestas no sirven de nada. La red de la censura es así. De manera que tenemos que volver a solicitarla. Es lo que haremos. Está prohibido flaquear. Hay que intentarlo, luchar (¡independientemente del resultado!) y, hechas las cuentas, soy tan persistente como ellos. Pesado, radical, impulsivo, dirán algunos…

 

La tarde muere, morosa. Regresamos a Al Qara. Escribo en el cuaderno: “voy (des)consolado y con la sensación del deber (in)cumplido”. Creo que necesito un electrochoque. Nada más. Que lo entienda quien pueda…

 

Rechazo la quiebra de la esperanza y lo imprevisto no me da miedo. Tengo la estrellita de BE. La presencia de su ausencia es suficiente para seguir arriesgando. Lo que tenía que perder, ya lo he perdido. Me duermo con un Marlboro turco entre los labios.

 

 

22 de noviembre 

 

09:00. Hace frío.

10:10. Pido a un seminarista flamenco que encargue bocadillos y bebidas.

 

El carpintero, clarividente, sonríe y me clava una taza de té en las manos.

 

Horas para contar la usura del maldito tiempo. Inútil, o ni siquiera eso.

 

Esta vez me refugio en el atrio para conjurar no sé qué. Opto por sentarme de espaldas al sol, al lado de una estatua de una santa de piedra y me enciendo un cigarrillo.

 

Pienso en mi amigo (periodista de El Mundo y poeta) Marcos García Rey, que adora Damasco. Me lo imaginaba.  En Haiku-Crónicas de diez ciudades árabes escribe: “Damasco – Son tres mil años de atalayas que leen versos con laúd”. Y hace referencia a la capital siria en otro poema: “Amarte es fumar contigo un narguile en Damasco, ciudad milenaria habituada al amor licuado entre cien fuegos”. Me imaginaba que Marcos adoraba Damasco, pero nunca me he atrevido a preguntarle por qué. Es irrelevante. Yo, por ejemplo, prefiero Los Jarales y la Sierra de San Vicente…

 

15:00. Me ducho. Es la segunda vez en nueve días. Hoy hay agua caliente (¡después de llenar siete u ocho cubos de los grandes!) en la habitación de Tiago. Las cañerías de la mía son un fraude: están atascadas o no sé cómo funcionan.

 

17:20. Cuatro llamadas y cinco horas de espera para que aparezca la comida. Me dan ganas de echarme atrás. La penitencia no es mi especialidad…

 

18:05. La monja francesa Claire Marie me pone al corriente: la autorización del Ministerio debe de llegar mañana.

 

Me meto en la habitación.

 

Enciendo dos velas (¡lo único que calienta!). Hoy hemos disfrutado de treinta y dos minutos de electricidad. Hemos podido cargar las baterías. Me como un bocadillo y unas pipas insulsas para matar el hambre. Escucho Pale Blue Eyes, I’ll Follow You Into The Dark… mientras escribo estas líneas con letra titubeante.

 

21:49. Ellos cenan. Oímos cuatro detonaciones. Los tanques y las piezas de artillería que están a escasos trescientos metros disparan a la montaña.

 

 

23 de noviembre 

 

08:00. Me despierto en mitad de un sueño. Sérgio y yo estrabamos en un restaurante. Nos reíamos. Antes me despertaba con pesadillas por culpa del infierno de Ruanda. Con BE dejé de tenerlas súbitamente. El infierno no se cuenta, se vive, pero afortunadamente nada dura para siempre.

 

A media mañana me encuentro a Abu y a su hijo en el patio. Me dicen que van a Damasco a buscar la autorización para que podamos filmar.

 

Inch’allah.

 

Tiago capta más imágenes del monasterio.

 

12:30. Hora de comer. Es lo que determina el reglamento. Aquí hay horas para todo. Menú: arroz frío pasado con arroz frío más que pasado y ensalada (sic) de col sin aceite ni vinagre. Me entrego a comerme el pan duro que me queda de la víspera y a tomarme un café templado. Hace frío. Demasiado. Ayer tapé las rendijas de la ventana por donde penetra un aire gélido con papel higiénico. No es suficiente.

 

Por la tarde nos informan de que, por fin, podremos ir a la guerra pero que no podremos filmar nada. Algo ilógico, siendo el periodismo nuestro oficio. Aquí, la burocracia y la censura son como la muerte: presuntuosa y sin salvación. No me resisto a la tentación de dar un chillido. Sé que es una reacción idiota, pero quien no se escucha a sí mismo no es hijo de buena gente. Nos convocan a una reunión a las ocho de la mañana. Doy rienda suelta a la intuición (que me engaña menos que la razón): ¡estamos definitivamente fastidiados!

 

 

24 de noviembre 

 

Me despierto con un olor nauseabundo en el pasillo.

 

Hay una cañería atascada. Es la de la habitación de Tiago, le digo medio riéndome al seminarista armado con dos cubos.

 

08:00. La reunión prevista no se celebra, obviamente.

 

Así que, hay tiempo de sobra para desayunar: un café (el último, el frasco que trajimos de Lisboa está casi vacío) bebido con voracidad, pero lentamente y un cigarrillo.

 

Esta tierra me cansa, pero incluso así me doy un paseo por el vasto patio con olivos y cedros vacío de gente. Y un poste de alta tensión desfigurado por un mortero. En medio de los surcos helados, recupero una insólita piedra marrón sin forma. Necesito un cenicero…

 

10:00. Me tomo un té. Es lo que hay. Nuestro guía del Ministerio tiene que llegar en dos horas.

 

11:45. Nueva comunicación del servicio: nuestros visados están a punto de caducar. Periodistas clandestinos en un país en guerra… ¿Para qué vamos a renovarlos si tenemos prohibido ejercer nuestra profesión? Este viaje no es un tomento. ¡Es de locos! Y la culpa es mía, exclusivamente mía.

 

Me pregunto si no sería mejor reconocer el fracaso. Aquí, lo que hacemos es matar el tiempo sin remedio. Y poco más…

 

12:00. Le pido a mi amigo carpintero ir en moto a comprar unos bocadillos y tabaco mentolado para un amigo.

 

12:39. Milagro. Habemus comida.

 

17:29. Un día más muriéndonos de frío y sin hacer nada. Hace una hora que es de noche. Y el tipo del ministerio se ha perdido por el camino. La cuestión no es cuándo va a llegar. Es si va a llegar y dudo que aparezca…

 

Medito la falta de otra actividad normal. El joven seminarista francés Theo anda descalzo. El suelo helado y la suciedad no le incomodan. O le incomodan y lo hace a propósito. No lo juzgo, pero no entiendo tales contradicciones y flagelaciones.

 

20:47. Escribo estas líneas a la luz titubeante de las velas. Tiemblo de frío en una habitación silenciosa, un silencio excesivamente ruidoso para mi gusto.

 

21:02. Alguien llama a la puerta con los nudillos. Un seminarista me entrega un pijama y tres jerséis. Son de parte de la monja portuguesa. Que Dios se lo pague, pero mi problema, ahora, ya no es el frío. Es el hambre. Los dolores de cabeza se suceden y me cuesta que se me pasen…

 

21:12. Nueva información: tenemos prohibido filmar. Y con un poco de suerte, a lo mejor nos expulsarán del país… Así que, opto por desafiar al destino (¿qué destino?). Plan B: mañana le pediré al coronel de Al Nayrad que mande escolta a buscarnos. ¡Iremos clandestinamente a la guerra!

 

Si el probable desastre se concretara, entierro la idea del reportaje, hablo con Tiago y regresamos a Queluz de Baixo. Somos un equipo. Su precaución es esencial… las opiniones de los demás poco me importan.

 

21:37. Hablo por Skype con mi contacto que está en Nicosia.

 

—Ayudé a Gilles Jacquier a ir a Homs y murió. Me acusaron de todo y de alguna cosa más…

—Pero…

—He tenido muchos problemas con su familia y con la televisión. Y no quiero que ahora suceda lo mismo contigo…

 

El reportero Gilles Jacquier de France 2 murió por el impacto de un mortero el 11 de enero de 2012 en Homs. Tenía cuarenta y tres años. Fue el primer periodista occidental que murió en Siria. Acompañaba a una columna del ejército junto a más de once periodistas. Curiosamente, nadie asumió la paternidad del ataque. Los militares sirios huyeron. La presidencia de la República Francesa acusó a Siria de manipulación. El régimen de Al Assad intentó desalentar a los periodistas extranjeros de cubrir la guerra y, a la vez, diabolizar a los rebeldes.

 

—¿Entonces? –pregunto.

—Solo te ayudo si me firmas un papel en el que me eximas de toda responsabilidad y de que, en caso de que mueras en combate, la culpa será solo tuya.

 

Enseguida escribo los términos de responsabilidad que solicita. Programa de fiestas: partida hacia el norte por la mañana a las 9 horas. En Homs habrá alguien esperándonos para llevarnos a Itjriyah, el punto en el que nos encontraremos con la escolta armada.

 

 

25 de noviembre 

 

09:00. La partida a la guerra se retrasa. El retiro en este monastério a trasmano empieza a corroerme un montón de cosas, empezando por la paciencia. Sin embargo, no es posible abolir el presente…

 

10.25. La monja francesa quiere hablar a solas conmigo. Me propone que nos veamos en la habitación que responde a la designación de sala de espera. Me dice a quemarropa que han surgido varios problemas (in)esperados:

 

1. Se necessita la autorización del Ministero.

2. El contacto de Homs no puede quedar con el coronel en el encuentro en Ithriyah.

 

Así que, tenemos que esperar. Como es viernes, inicio de fin de semana, me niego a hacer pronósticos.

 

Estamos aislados del mundo (sin electricidad, teléfono, internet, sin abrigo) pasando frío y hambre…

 

¡Majnun! –le dice Tiago a nuestro chófer amigo, Bassel, en tono provocador.

 

Qué locura, sinceramente. Absoluta. El otro se ríe. Y yo también me pongo a reír sin dudarlo. En situaciones embarazosas, el humor es la única postura que hay que adoptar…

 

¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué justificaciones puedo inventarme? Me entran escalofríos. Las guerras son todas sucias e iguales. Y desgarradoras hasta para mí, que pensaba que estaba vacunado. Me esfuerzo por encontrar respuestas auténticas, pero sólo encuentro dudas convincentes. No sé cómo narrarlas. Ya lo hice una vez para la revista Luzes. Recuerdos dolorosos y, por eso mismo, inolvidables. Siempre es igual. Y regreso al presente.

 

Bassel nos lleva a Al Qara, una ciudad protegida por Hezbollah. Necesitamos salir a comprar. La gente nos saluda sistemáticamente por la calle con sonrisas francas y abiertas.

 

Es la hora de comer. Al final, por suerte, hay una taberna abierta. Entramos en el restaurante RIM. El señor Thaaer, dueño del establecimiento, nos sirve un café turco humeante. ¡Regalo de la casa! Devoramos pollo rebozado con patatas fritas sin sabor frente a un cartel con la foto de al-Asad. El culto a su personalidad ha invadido el espacio público sirio: carreteras, instituciones, establecimientos comerciales, coches, uniformes de los soldados, etcétera.

 

Después, cumplimos la misión: compramos plátanos (¡los dos estamos cansados de la diarrea!) manzanas y galletas. Y Pepsi para matar la sed y el resto. El agua del convento no es potable.

 

A media tarde volvemos a nuestro retiro de ociosidad. Tengo derecho a alargar un poco más la situación: están intentando obtener la extensión de nuestros visados de turista. La marcha a la guerra será el lunes. Propongo maquinalmente ir a Maalula, a pesar de la prohibición perentoria del Ministerio.

 

—¡Los extranjeros no pueden ir allí! –me dice en Damasco el responsable de prensa extranjera.

—Es normal que no los dejen ir allí. ¡Están en guerra! –me dice una acompañante.

 

Maalula está indirectamente asociada a Portugal. Esa es la motivación principal del viaje.

 

—¡No puede ser! –decide mi interlocutora de Al Qara.

 

Dos días más perdidos aquí, extenuados por no hacer nada…

 

Tiago echa una mano a los religiosos o pasea por el monasterio. Yo, refugiado en la penumbra de la habitación, escribo estas líneas. Tengo tres velas encendidas. ¡Tres! Un lujo.

 

Un poco después aparece mi compañero.

 

—¡Levántate! –me sugiere o me lo manda.

 

Me incorporo. Entonces, Tiago me da un valiente abrazo murmurando: “¡Somos un buen equipo!”. Pues claro que lo somos. ¿Quién ha dicho que la autenticidad significa siempre infelicidad? Hay excepciones…

 

Ofrezco a mi compañero de desventuras periodísticas un té a medias. Es lo único que tenemos. Sin electricidad y sin gas, solo disponemos de velas para calentar el agua. Encendemos tres, otras tantas más, y dos más (que calientan despacio, muy despacio) y las colocamos debajo de la tetera con la ayuda del seminarista norteamericano David.

 

21:30. Es la hora del cierre y del silencio, como en las prisiones. Aquí sólo faltan las rejas y los cerrojos. Escucho mi música, escribo y leo. He traído tres libros: Pasión árabe (Gilles Kepel), Lengua(s) de cobre (de mi amigo Marcos García Rey) y La tentación del abismo – Sanz Blues (un policía bastante triste escrito por mí, que pretendo regalar a Tiago).

 

22:09. Escucho música. Angie.

 

You can’t say we never tried.

Angie, you’re beautiful
But ain’t it time we say goodbye
Angie, I still…

 

Llaman a la puerta. Apago el i-phone. Es la monja francesa.

 

—Al final, podréis ir a Maalula a pesar de la prohibición.

—¿Cuándo? –pregunto.

—Mañana.

—Porque hoy es sábado… –respondo.

—Mañana es sábado…

 

Por desgracia, el poeta Vinicius de Moraes no ha llegado a Al Qara.

 

 

26 de noviembre 

 

10:29.

 

—¡Si tenéis tantas dificuldades, es porque vuestro reportaje es importante! –insinúa una religiosa.

 

Las oraciones bienintencionadas han servido de poco hasta ahora. ¿Dios es misericordioso? Es posible. La culpa es mía. Solo mía. He dejado de intentar matar al diablo dentro de mí. No es posible. El gran Aquilino Ribeiro, que vivió más o menos la misma experiencia que yo, solo pudo hacerlo porque su novela El hombre que mató al diablo (Madrid, 1924), tenía que tener un final…

 

Necesito otro té. En la cocina congelada el postulante a sacerdote Charles corta patatas.

 

—Si pudiese, volvería hoy mismo a Nigeria –me suelta en inglés.

 

Sonrío con dificultad. Le entiendo mejor que nadie. África es otro mundo (maravilloso) y hace más calor…

 

—¡Es usted un buen hombre! –añade.

—A veces. Soy un buen hombre a veces. Es mi destino…

 

Me llevo la taza de té templado a la habitación. Escucho Catch in the dark, de Passenger. Y, sin querer, me pongo maquinalmente a sonar con Trujillo. Podría haber sido con París o con Palma, pero no. Es con Trujillo. El día 25 de abril me instalo en la habitación 110 del Hotel Victoria. Es una manera de deshacerme de los fantasmas (que están necesariamente vivos porque todavía no me he vuelto loco) y de redactar en el cuaderno más sueños o pesadillas insensatas. Escribir es (re)vivir otra vez, aunque sea para el mal de mis pecados…

 

12:00. Es la hora prevista para la salida a Maalula, a pesar de que los extranjeros tienen prohibida la entrada.

 

Maalula es una de las comunidades cristianas más antiguas del mundo. Los pocos cristianos que han osado permanecer allí son cada vez menos: unas novecientas almas bien contadas. Hubo un tiempo en que fueron dos o tres mil. O más. Principalmente, católicos y ortodoxos. Hablan arameo, la lengua de Cristo.

 

Ahora, sobre todo, hay musulmanes en aquella tierra que en otro tiempo fue de tolerancia.

 

El día 4 de septiembre de 2013 los rebeldes moderados y los del grupo Jabhat al-Nusra (asociado a Al Qaeda) ocuparon la ciudad. Mataron a treinta habitantes.

 

14:00. En dos horas dejará de haber luz para poder grabar imágenes y nosotros aquí, parados. Es un desconsuelo.

 

Nuestro jeep aparece más tarde y a mala hora. Arrancamos. La cámara va escondida en el asiento entre Tiago y yo.

 

En el check point de la entrada de la ciudad, un soldado, cordial pero pragmático se incauta de nuestros pasaportes con visados de turistas a punto de caducar.

 

—¡Tienen que ir a hablar con el responsable de Seguridad!

 

Me apetece decirle gracias, pero no lo digo. La máscara de la perfidia y el silencio son, aquí, la mejor opción. ¡Y un soldado armado siempre tiene razón!

 

Tiago filma a escondidas mientras subimos la ladera.

 

Desolación: conventos destrozados y saqueados, hoteles en ruinas.

 

Nos presentamos al “responsable de Seguridad”.

 

El hombre es propietario de una moticicleta de 125 cm3 sin marca. Hablamos de dos ruedas y de precios, a pesar de que yo desteste las cifras. Le enseño una foto de mi Honda. Simpatizamos, o él simpatiza conmigo. Y acaba por acompañarnos a casa de los “mártires de la fe”.

 

En una casa humilde, en medio de un callejón sin nombre, el primer testimonio. El primer retrato del drama sirio…

 

Antoinette Saalab, cincuenta años. Mataron a su hermano a un primo y a un sobrino la mañana del 7 de septiembre.

 

—Nos despertamos a las seis y media de la mañana con reventones y gritos de Takbir y Allahu Akbar. Empezaron a disparar aquí dentro. Una bala dio en la pared, me golpeó en la cruz y me entró por aquí. Me presioné el pecho con la mano y me metí debajo de este armario. Le pedí a la Virgen que no me abandonara…

 

Tiago graba el relato con una mano, en la otra sostiene una linterna. Sin corriente eléctrica es la única iluminación posible.

 

—Sarkis, que estaba en el interior, los oyó decir: ¡Elegid la religión musulmana! Antun les respondió: ¡Nací siendo cristiano y cristiano he de morir! Micael me dijo lo mismo: No odio ninguna religión, pero soy cristiano. Arkis repitió aquellas palabras.

 

Fueron asesinados a quemarropa en la puerta de casa. Los casquillos de bala están ahora en el santuario de Fátima.

 

Es noche cerrada cuando nos vamos. En la plaza de Maalula, las fotografías de los tres “mártires de la fe” revelan, a fin de cuentas, el drama de todo un país condenado a sobrevivir con la peste o la ira…

 

Llegamos a Al Qara a las 18 horas. Nos invita a cenar un sirio influyente. Accedemos. Lo único que tenemos en el buche es un té insípido.

 

Después pasamos por casa de Bassel a tomar café.

 

En mi habitación tengo derecho a nueve minutos de electricidad, o sea, de calefacción. Con la oscuridad, enciendo siete velas de golpe y conecto el i-phone. Escucho Pale Blue Eyes, de Lou Reed, y Concerto de Colonia, de Keith Jarrett.

 

Tiago archiva las imágenes del día en su aposento.

 

 

27 de noviembre

 

¡Un día más de espera en perspectiva!

 

Sería estupendo que nos pudiéramos ir al norte mañana por la mañana (Homs, Alepo, al-Nayrab), pero haría falta un milagro. Y ya he dejado de creer en los milagros hace una eternidad…

 

15:00. Ataco la traducción de la entrevista a la señora de Maalula. Es un testimonio conmovedor. Hablamos del indulto.

 

—¿Les perdona?

 

Se queda muda.

 

—¿Qué ha cambiado en su vida después del drama?

 

No responde.

 

—¿Sabe dónde están los casquillos de las balas que mataron a sus tres familiares?

 

Lo ignora (sic).

 

—Están en el santuario de Fátima, en Portugal, junto con las del Papa Juan Pablo II…

—¿Y ahora?

—Ahora, rezo por la paz.

 

Hace bien.

 

Maalula y Saidnaya son las únicas poblaciones cristianas en las montañas de Qalamun.

 

Tiago pone cinta adhesiva en la ventana de mi habitación y tapa un agujero en la pared. El papel higiénico en la rendija impedirá que entre el frío.

 

Al final de la tarde me enfrento con la peor noticia: el contacto de Homs tiene miedo de participar en una operación ilegal. Esa es la explicación. De ahí que no haya transporte hasta el punto de encuentro con la escolta.

 

Ese desaire compromete definitivamente el reportaje soñado. Sigo pensando que es fastidioso, pero no grave. La mayor victoria es siempre sobre nosotros mismos. ¡Y lo hemos intentado!

 

La solución más sensata es regresar a Beirut si puede ser hoy mismo o a más tardar mañana por la mañana. El problema es el equipamiento, que entró clandestinamente en Siria y tiene que salir por la misma vía.

 

El flamenco loco llama a la puerta. Necesita tabaco.

 

Me gustaría tomarme un té, pero no hay agua.

 

19:30. Bassel y un primo suyo, soldado, aparecen. Tenemos que entregarles los pasaportes. Es urgente que tratemos la renovación de los visados. En caso contrario, a partir de mañana nos considerarán ilegales.

 

—¿Quieren ir a mi casa a tomar un café?

—Y fumar shisha… –dice alguien.

 

Hay quien asegura que el narguile (pipa de agua) es mucho peor que el tabaco. Quizás sea verdad…

 

De camino a su casa paramos en una tienda para comprar agua, pastelitos, etcétera.

 

Nos acomodamos en la sala de estar del apartamento, que está situado en el segundo piso de un edificio en buen estado. Me fijo en que hay plantas en la escalera. En un país árido, es algo que se nota…

 

Bassel, hospitalario, nos sirve maíz, galletas y café.

 

Su cuñado aparece enseguida. Es un hombre joven. Era ingeniero civil. Era. Ahora se ocupa de la farmacia local para sobrevivir con su esposa y sus dos hijos. Nos cuenta que antes de la guerra ganaba seiscientos dólares. Hoy, obtiene sesenta. Es insuficiente.

 

El tiempo pasa. A medianoche regresamos al monasterio. Buenas noches.

 

 

28 de noviembre 

 

Lunes. Los visados de turista caducan hoy.

 

09:18. Me despierto con la monja portuguesa, estoy a salvo. Tiene un mensaje importante. Me sonríe. Al final podremos regresar a Alepo. Están tratando nuestra ida. Todo esto sería divertido si el reportaje no estuviese por medio. ¡Es desgastante!

10.34. Alguien llama a la puerta de mi habitación. Hay novedades. ¿Más?

 

—Las tropas sirias han destruído dos puestos enemigos en Alepo. En el ataque ha fallecido un coronel del ejército. Se han presentado las condolencias. Ese gesto los ha sensibilizado. El comando acepta llevarnos al frente a condición de que la TVI ofrezca alguna cosa a los militares…

 

Sospecho de la excelencia de los regalos o de los pagos disfrazados.

 

Única conclusión posible: la procesión acaba de empezar.

 

10:59. Traducción de otra entrevista.

12:30. Toca la campana. Hora de comer. Mi comida es un cuenco de pasta china.

15:10. David, seminarista de Colorado, me anuncia que mañana a las 16 horas podremos empezar a filmar la guerra. Blaise Pascal decía que dudar es creer. Y yo no lo dudo. No me lo creo, pero aprovecho la excusa para celebrarlo. Pedimos al chófer que nos lleve al restaurante del pollo rebozado en Al Qara.

22:00. Confirmo la exactitud de la traducción que he hecho por la mañana con el seminarista Ibrahim, otro mensajero de Dios.

 

 

29 de noviembre 

 

09:00. Desayuno: té y cigarrillo.

13:30. Entrevista al desplazado que vive en la parte de atrás.

16:00. Ida a Deir Atiyah (carretera de Homs). El coro juvenil de una iglesia ortodoxa es una tristeza. Desfiguran la música. Tendré que recurrir a la música grabada.

 

Cenamos pizza con los curas y el chófer.

 

20:20. Monasterio. Partida a Alepo mañana (08:00). Hay horas cruciales que nunca llegan…

22:15. Ida aplazada sin razón, sin remisión. Es una vileza. Necesito un lenitivo para aliviar la indignación. Tiago está hablando con su familia. Yo no llamo nunca. No es necesario. Así, nadie se ofende. Nadie espera una llamada que, a veces, resulta imposible. No news, good news!

 

 

30 de noviembre 

 

09:38. La monja francesa Claire Marie viene a hablar conmigo.

 

—Ayer me olvidé de decirle que lo que hay que ofrecer para poder filmar la guerra son tres mil euros.

—¡Qué pena que no me lo dijera ayer! No me adhiero a sistemas de ese tipo. Nunca he pagado y no voy a empezar ahora a pagar entrevistas o a filmar por más providenciales que sean –respondo.

 

Decidimos que se ha acabo. Pretendo regresar a Beirut lo más pronto posible.

 

10:06. Me llaman para tener una nueva conversación con la Madre Superiora. Podremos irnos media hora después.

17:30. Cinco horas después seguimos esperando el transporte.

 

—Rui, hay que hacer cuentas antes de que os vayáis… –me anuncia la religiosa.

 

Me presenta una factura manuscita con el sello del monasterio: cuatro mil y pico euros. Doy un salto. Hechas las cuentas, solo en transporte han sido tres mil. Cada kilómetro lo cobran a tres euros.

 

—¡Me parece excesivo! Siria es un país pobre con combustible barato…

 

Me escucha profundamente molesta. El cristianismo, por lo visto, sigue si dar paz en algunas conciencias más sinceras…

 

—Yo no lo decido. Tengo que hablar con la Madre…

—Hable.

 

Deambulo por el monasterio soñando con los misioneros combonianos que son lo opuesto a esta gente. Pasados unos minutos, la monja me dice que solo tengo que pagar unos mil y poco euros. Nos ahorramos tres mil, la cantidad exacta del regalo por filmar la guerra. Es, obviamente, una coincidencia…

 

14:19. Abandonamos Al Qara. Necesitaremos cinco vehículos y siete largas horas hasta poder llegar a Beirut con el equipamiento.

 

 

Epílogo

 

Mi cabeza pesa, ahora, como el plomo cuando la poso en el teclado, deslustrado por las dolorosas historias de los demás y por mi conciencia aturdida por la impotencia.

 

Siria es una tragedia inquietante y de veras absurda. Una más. Y el sufrimiento de ese pueblo admirable no se puede reducir a palabras.

 

Esperar es necesario. Y la última jugada pertenece a los sirios anónimos y valientes que todavía sueñan con otro destino que cumplir contra todo y contra todos. Por detrás de cada resistencia tiene que haber algo… Inch’allah… Ojalá…

 

No contéis conmigo para ir a más guerras.

 

 

 

Traducción: Rosa Martínez Alfaro

 

 

 

Versão original em portugués

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