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Sísifo limpiando su piedra.

Asomada al balcón de mi trabajo donde no debo fumar, contemplo un edificio señorial de color marfil  del que me separa la estrecha calle Reina. Recién rehabilitado y con el sol pegando en la fachada, me parecía la imagen de un paraíso interior. El paraiso de las casas que dejan ver por sus cristaleras relucientes, los salones gigantescos  con muebles caros donde nunca viviré, ni yo, ni el 90 % de mis semejantes.

 

De repente un movimiento ágil me llamó la atención, era una mano oscura que minuciosamente limpiaba cualquier rastro que, por dentro o por fuera, la contaminación, el polvo o la lluvia, pudiesen haber dejado en tan inmaculado escaparate de prosperidad. Estuve un rato fijándome en esa mano sin guantes, sin manicura, oscura, mulata, mestiza, del color de la mayoría también de mis semejantes planetarios; era una mano de mujer.

 

Decía Kaufman, que las sociedades dominadas por hombres no se basan solamente en la jerarquía de los hombres sobre las mujeres, sino de algunos hombres sobre otros hombres.  Victoria Sau hablaba así de feminización de países enteros. La jerarquía hombre-mujer, nos enseña la jerarquía, por eso, decía ella,  sólo el feminismo es la revolución total.

 

Esa mujer, probablemente de algún país en jerarquía económica y política con los países minoritarios, ricos y en crisis, está subordinada en una estructura mucho más micro, más íntima, si se quiere llamarla así, en la que todos aprendimos la desigualdad.  Porque el poder es el lugar desde el que se define la realidad, pero no solo la gran realidad, también la pequeña. Por eso el intocable en la India aprende que es intocable, pero aprende también que su mujer es más intocable que él. 

 

La limpieza es una actividad tan digna como otra cualquiera. Faltaría más. Por eso es mayoritariamente economía sumergida y tiene el régimen más desfavorable de la seguridad social, queda excluida de la ley de prevención de riesgos laborales y se desarrolla en su mayoría a tiempo parcial. Se paga incluso por minutos. Los bancos contratan por 40 minutos a mujeres para que limpien las nuevas sucursales, pequeñas, amables, como comercios de barrio. Limpiando cuatro sucursales se puede llegar a un contrato parcial de tres horas.

 

Las limpieza domésica, actividad imprescindible,  es monopolio casi absoluto de las mujeres. Limpian todos los espacios, incluidos  los de poder y de riqueza, rozando ese paraíso del que a mí me separa una calle. Trabajan como Sísifo en un destino que parece insalvable, porque nada cambia a través de su esfuerzo: este se desvanece en el mismo momento que finaliza y debe iniciarse de nuevo para llegar al mismo punto: que parezca que nada ha pasado por esas superficies impolutas.

 

Me imagino qué pasaría si quien se dedica a la escritura, después de rellenar su página  esta se fuera borrando y debiera empezar una y otra vez. O el albañil que después de un lunes poniendo ladrillos, llegara el martes y el muro se hubiese deconstruido. O quienes trabajan grabando datos, después de ocho horas picando teclas, descubrieran que vuelven a estar con el archivo en blanco. O la persona que nos pasa la compra por la caja del super, se diera cuenta que cuando ha pasado el último producto debe empezar de nuevo a pasar el primero.

 

No sé por qué, imagino que la mano oscura de la mujer del paraíso de enfrente, regresa a su casa de las afueras muy tarde, y allí se pone a cocinar, a planchar y a limpiar de nuevo, para que la comida sea digerida, la ropa arrugada y la casa ensuciada en breve.

 

Igual tiene un compañero que la ayuda. No sé por qué lo dudo.  Porque probablemente proviene de un país donde se ha aprendido muy bien esa jerarquía de jerarquías de la que es manifestación la casi exclusividad de las mujeres en el trabajo doméstico de limpieza.

 

Me parece una condena. Una condena colectiva e individual, de la que algunas mujeres (y hombres) que pueden permitírselo se libran pagando a otras mujeres. A otras mujeres.

 

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