Sitio increíble El Bronx. Desde los jardines de Wave Hill, mirando las colinas florecer, cruzando el río. Sitio brillante, cielo límpido. Algunas veces, el cauce protegido por la niebla. Silbidos de los barcos que cortan el hielo, elevándose hacia el norte por el Hudson.
Caminar por El Bronx. Con ella, de la mano. Un beso bajo las chispas de los trenes que cruzan la calle 131, hacia Cortland Park. Alguna vez, entre sus veredas mojadas, intentando definir qué sentido tiene la vida
«¿Cuál es el propósito, señor Gonzales?»
Cuando me mudé a la calle Villa, venía de Brooklyn. Mi único estante (una cosa blanca de Ikea, con las líneas ya irregulares y los cajones deformes) fue bajado frente al Café Tirana. Una muchacha chilena, fan de Jorge Teillier, enfundada en una casaca verde, como de guerra, me ayudó a mudarme cuesta arriba. La chica dominicana ya me había mostrado a lo que iba: pisos de madera brillantes, cuatro paredes ajustadas, una ventana.
Sobre aquella calle, con un ventilador de plástico, hubo noches en que la ropa de cama sirvió de tela de libertad, de planes. Contigo señorita, contigo señora Gonzales.
Otras mañanas fueron amargas. Ahí llegué de mi primera clase como profesor en el Bronx. Eso fue hundirme en el dilema de mi inglés mal pronunciado. También en mi estatura de farsante, en mis dudas que, poco a poco –con el tiempo que todo lo esconde bajo la alfombra– fue desapareciendo.
Ahí tengo que haber imaginado la estrategia para visitar a la profesora de música, la de Astoria, casada con el hindú que le perdonaba la renta. A ese lugar llegué con una peruana después de un intercambio de regalos con dominicanos, para acurrucarnos juntos, al borde de la Navidad. De ahí salí a ver las carreras de Nascar en los Poconos. También hacia Washington DC, donde una muchacha me abraza en una foto, sobre las escaleras del Capitolio (yo aparezco con cara de hombre afortunado, con la camiseta negra de un grupo de reaggatón).
Por allí estuvo también quien me dijo que entre los dos no podía pasar nada. Así durmiéramos uno al lado del otro. Así fueramos, los dos, estrellas apagadas.
Sobre esa ventana pequeña vi la lluvia.
Sitio increíble el Bronx. Quién me iba decir que en este distrito, sobre una colina, en esa esquina del diablo (Spuyten Duyvil) donde encallaron muchos barcos holandeses y se tramaron emboscadas con los piratas, estaría mi futuro. En la cima de la calle Kappock, a la que nunca llegué antes de 2006 porque nada me traía por ahí.
Y de pronto, aparecí: para que una estudiante de literatura me enseñara el estudio donde se me permitía abrir una botella de vino y soñar. Con ella.
Era una esquina judía. Era un barrio de viejos. Al restaurante donde comíamos en las madrugadas– cuando todo lo demás ya estaba cerrado– lo llamábamos «el geriátrico». De judíos y de viejos, pero con un restaurante tailandés en el que aprendí mucho acerca de la comida callejera de Bangkok. Y con un sitio chino que nosotros llamábamos «el chino saludable». «The» healthy Chinese: porque no queda otro.
Hasta ese barrio (que se llama Riverdale) llegaron mis padres. Y llamaron al mesero chino chasqueando los dedos. Como parece que se hace todavía en el país del que vengo.
En esas calles vivían viejos judíos como el gordo Harvey, que me consiguió un trabajo escribiendo de hockey (de los Devils, de los Islanders, de los Rangers). Harvey, el panzón que llevó a mi padre para que lo acompañara cantando en el coro de la sinagoga, y para que se riera con sus amigos. Nunca supe en qué idioma, porque ninguno entendía el del otro.
Llegué a Kappock 500, al apartamento 3J. En un par de años subí al 5H, que tenía la vista de las hojas amarillas sobre los acantilados de Jersey. Desde ahí se podía ver el río, empinado sobre mis primeros seis años de inmigrante en los Estados Unidos.
Ahí los dos teníamos una cochera, cosa impensable en la previa estrechez de Villa.
Ahí dejaba ella su carro blanco. Yo estacionaba mi Cavalier negro en esa cuesta donde los taxistas se sentaban en la vereda a jugar dominó. Esos remiseros que te tocan el claxon apenas cambia el semáforo a verde. Esos que siempre olvidan haberse largado de Santo Domingo.
Ahí, alguna vez, caminando frente a las casas de las hermanas Bronte, o quizás entre los árboles al lado del tren en Spuyten Duyvil, pensé por primera vez en tener hijos. Con ella.
Y, en inglés, mal pronunciado, en el Bronx, sitio maravilloso, yo se lo dije.