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Soberbia


 

“No seas soberbio”, nos decían las madres o las abuelas cada vez que uno se enfurruñaba o se negaba a pedir perdón por alguna barrabasada. La soberbia es el primer pecado capital, quizá porque trae aparejada falta de arrepentimiento, ceguera ante el error e insensibilidad hacia las penalidades o las tribulaciones del prójimo. Los griegos llamaban a la soberbia “hubris” y aseguraban que cuando los dioses querían castigar a un hombre lo enloquecían con la locura de creerse más y mejor que sus congéneres. Hágase una lista de malvados en la historia universal y se comprobará que dos de cada tres pecan sobre todas las cosas de soberbia y la otra tercera parte en esa lista tampoco andará escasa de arrogancia.

 

El soberbio se da en todos los estados y en todas las edades, aunque suele ser más común entre los jóvenes y mucho más aún entre los poderosos. La soberbia es, sin duda alguna, un mal de altura que se manifiesta cuando uno está en la plenitud de sus poderes. Hay muchos viejos soberbios, naturalmente, aunque hay que decir que los ataques de ira, las inconcebibles exigencias y la desdeñosa altivez van adquiriendo un sesgo cada vez más patético a medida que el cuerpo se acartona, el pulso se hace temblón y la voz se aflauta en un ridículo falsete. Todo viejo soberbio tiene algo de rey Lear, aunque casi siempre sin su destino trágico, sin su melena blanca ni un fiel súbdito a su lado para acompañarlo por los vericuetos de su progresiva demencia.

 

El poder y la soberbia suelen ir de la mano. Quien manda algo termina por creer que manda en todo. El poderoso puede ser soberbio, pero el peor soberbio suele ser quien durante mucho tiempo no mandó en nadie ni en nada. Hitler, no lo olvidemos, era un vagabundo hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial y un insignificante cabo cuando la guerra terminó, y lo mismo podríamos decir de tantos otros tiranos, de Stalin a Pol Pot.

 

Estas últimas semanas, sin llegar a esos espeluznantes extremos, se han visto algunos casos de ataques de soberbia mal llevados tanto en la política nacional española (o catalana, más bien) como en la americana. Mitt Romney y Arturtito Mas, uno y otro, comparten la misma ceguera hacia sí mismos y hacia su electorado, además de una mandíbula pronunciada que delata un pedigrí privilegiado. Su derrota respectiva no les ha enseñado nada. Todo lo contrario. Siguen erre que erre y creen, contra la cruda realidad, que el equivocado es el electorado, no ellos. Para fortuna de los Estados Unidos ya no veremos más a Rommney en la política, pero ese Mas está todavía ahí, de espaldas a su historia, dispuesto a encerrarse en su cuarto con la pataleta mientras su pueblo anda metido en la mayor crisis económica desde los tiempos del racionamiento y el estraperlo.

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