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Sobre democracia y otras cuestiones

I

En uno de sus poemas, Jorge Luis Borges calificó a la democracia como “un abuso de la estadística”. Definición muy objetiva, que destaca un palmario elemento del carácter global de la noción. Fácilmente podemos comprobar que los políticos demócratas especialmente se justifican exhibiendo combinaciones numéricas. Borges, sin extenderse sobre su máxima, únicamente defendía que lo importante “es tener un gobierno fuerte y justo, un gobierno que gobierne, y un gobierno de señores y no de hampones”. Al decir esto aludía marcadamente a los persistentes corruptos gobiernos de su país, Argentina. Y añadía que tal vez lo mejor sea que los gobiernos se constituyan en meros entes administrativos, por supuesto eficaces, olvidándonos de la importancia de los nombres de los integrantes de un consejo de ministros. Así, y aquí, habríamos ignorado el cacareo de “¡gonzález, gonzález, aznar, aznar, zapatero, zapatero, rajoy, rajoy, sánchez, sánchez!”.

Más mala uva derrochó Emil Cioran cuando escribe: “Todo demócrata es un tirano de opereta”. Este filósofo, más que rumano transilvano, hijo de un pope, marchó pronto a París, logrando un envidiable estatuto de apátrida y cambiando, al escribir, su lengua madre por el francés. En su juventud, adoptó los nocivos ideales de Adolf Hitler y sus perversas doctrinas, abominando, claro, de la democracia. Hay que reconocer, en su descargo, que la situación sociológica por la que pasaba el mundo entonces influía con mucho énfasis sobre las personas, tergiversando la mente de intelectuales como Cioran. Posteriormente, como es natural, se retractó, declarando en esta cláusula: “La democracia, maravilla que no tiene ya nada que ofrecer, es, a la vez, el paraíso y la tumba de un pueblo. La vida sólo tiene sentido gracias a la democracia, pero a la democracia le falta vida. Dicha inmediata, desastre inminente, inconsistencia de un régimen al que no se adhiere uno sin enredarse en un dilema torturante.” El último sintagma de estas palabras de Cioran no es ninguna tontería. Cavilemos en que la debilidad de la democracia ofreció a Hitler, sin cortapisas, su aciago logro dictatorial. Y aventuremos que los ultras, en alza, ascenderán por peldaños democráticos hasta asegurarse de que, imbatibles, pueden ejercer sin trabas su despotismo. Y entonces unos inútiles hábitos democráticos sólo servirán de excusa.

Una vieja amiga me pone al tanto del escritor Zbigniew Herbert, un autor polaco que nació en 1924 en territorio ucraniano y murió en Varsovia en 1998. Poeta rotundo y austero y profuso y medido prosista, dedicando al ensayo gran parte de su obra, con clara orientación viajera. También fue dramaturgo. Está considerado como un gran escritor, aureolado de prestigio, muy celebrado en su país, que, sin embargo, en la época estalinista lo reprimió. Aunque en 1991 fue candidato al premio Nobel de Literatura, no es un creador que el gran público conozca, por lo menos el público español. En España su poesía está publicada por Hiperión y Lumen y sus ensayos por Acantilado.

Me encontré con mi vieja amiga en Navidad y compartí con ella y otras personas la cena de Nochevieja en su casa de la bonita capital andaluza donde reside. A punto de sonar las campanadas, nos recitó a los comensales el poema “A Marco Aurelio” de Zbigniew Herbert; primera estrofa: “Buenas noches, Marco Aurelio, apaga la luz / y cierra el libro. Encima de tu cabeza / se levanta una dorada alarma de estrellas, / el cielo habla alguna lengua extranjera, / éste es el bárbaro grito de miedo / que tu latín no puede entender, / un terror continuo, un negro terror / contra la frágil tierra humana.” Y como felicitación de fin de año, me prestó el libro más célebre del polaco, Un bárbaro en el jardín. Libro que contiene una decena de atractivos ensayos, tratando de Lascaux (la cueva de arte rupestre en la Dordoña), de los dorios, de Arlés, de las catedrales góticas, de los cátaros, de Siena, de Piero della Francesca, etc.

Herbert, que considera estos sustanciosos tratados no como históricos sino simples relatos, no solamente narra sus impresiones de la ciudad que tiene frente a sí o la investigación que empuja a su pluma para que discurra por un estilo sumamente acogedor, sino que instruye amenamente al auditorio potencial de sus lectores. Por su fluida, ágil sapiencia, recibo, entre otras muchas, la sorpresa de saber que Dante pensó, en un principio, escribir la Divina Comedia en occitano, que era la lengua poética de toda Europa, ya que, como él escribe, “en los siglos XII y XIII los poetas alemanes, ingleses, franceses, italianos y catalanes siguieron con entusiasmo la gran lírica de los trovadores”. Siempre, en estos hermosos ensayos, Zbigniew Herbert halla el origen y la suculenta explicación de los hechos.

Así comienza, tan risueñamente, uno de los últimos ensayos de Un  bárbaro en el jardín: “Mis amigos me dicen: muy bien, has estado allí, has visto muchas cosas, te gustó Duccio, las columnas dóricas, los vitrales de Chartres y los toros de Lascaux, pero di, ¿con qué te quedarías?, ¿cuál es el pintor al que no renunciarías por nada del mundo? Una pregunta que, pese a las apariencias, es sensata, ya que el amor, si es verdadero, debe aniquilar el anterior, paralizar por completo, tiranizar y exigir exclusividad. Así pues, reflexiono y respondo: Piero della Francesca.” Y acto seguido se extiende en un jugoso recorrido por las perfectas y luminosas pinturas. Otro ensayo, el titulado “Siena”, camina minuciosamente por esta ciudad italiana, la más medieval, y contiene este párrafo revelador:

El Consiglio Generale della Campagna, es decir, el parlamento, estaba compuesto por los trescientos ciudadanos más eminentes, y eran ellos quienes elegían cada dos meses el gobierno, o sea, la Signoria, así como el Podestà, al que vigilaban igual que un viejo avaro vigila a su joven esposa. El Podestà, el funcionario del gobierno de rango superior (algo parecido al rey en una monarquía constitucional, con lo que era más bien una dignidad que un cargo), solía ser un extranjero. Era elegido por un año y estaba limitado por un sinfín de normas que restringían sus movimientos a fin de evitar que tomase el poder absoluto. La administración financiera, llamada Biccherna, y la administración de aduanas, la Gabella, estaban en manos de los padres del monasterio de San Galgano y de Servi de Maria, puesto que era mejor que el dinero lo administraran quienes habían hecho voto de pobreza.

Retomando el comentar las deficiencias de la democracia, vemos en esta descripción la conformación de un gobierno ideal, con la presencia decisiva de una elite de sabios y un control efectivo sobre el poder, sin elecciones, sin mociones. Pero, ¿quién nos dice que estos estamentos no vayan nunca a decaer en sus justos planteamientos y nunca se confabulen maliciosamente sin adoptar jamás un comportamiento corrupto? De forma que, con todos sus defectos, hemos de sostener que la democracia es el mejor sistema, o el menos malo o, en todo caso, el menos peligroso si está dotado de la debida fuerza.

II

Otra lectura que he abordado últimamente es la de Max Blecher, otro selecto literato de recepción minoritaria. No fue mi vieja amiga quien me incitó a su breve y excelsa escritura, sino esta tan querida compañera digital, fronterad. Blecher es un escritor muy peculiar. Nacido en 1909, este autor rumano de origen judío, sólo vivió 29 años, y la última década la tuvo que pasar tumbado, todo su cuerpo escayolado, ingresado en varios sanatorios de Francia, Suiza y Rumanía, aquejado de una fatal tisis de hueso. Escribió poemas y tres novelas. Por supuesto, la difusión de su obra tuvo graves problemas en la Rumanía de Ceaucescu. En 2016, el director rumano Radu Jude filmó la película Corazones cicatrizados, basada en la novela homónima de Max Blecher, donde el autor, a través del personaje Emanuel, relata las vivencias de un veinteañero que padece tuberculosis ósea, como él. La novela se ambienta en un sanatorio a orillas del mar Negro, corriendo el año 1937. El guión de la película elaborado por Radu Jude también aborda los hechos en el exterior del sanatorio, en una Rumanía cada vez más amenazada por el fascismo.

A pesar de su estado de salud, Blecher mantuvo activas relaciones literarias, estando su obra, en parte, integrada en el surrealismo, asociada a las propuestas de escritura automática de Breton y, sobre todo, a los escritos de Salvador Dalí sobre el método paranoico-crítico, lo que se percibe especialmente en su novela primeriza Acontecimientos de la realidad inmediata. En sus otras dos novelas, la ya citada Corazones cicatrizados y La guarida iluminada. (Diario de sanatorio), publicada póstumamente por negativas del régimen rumano, Blecher narra su vida de enfermo. Como escribe Gheorghe Glodeanu, en ellas “el escritor eleva lo anormal al rango de la normalidad, ya que la existencia cotidiana constituye una desviación de la norma para quien contempla el mundo inmovilizado en el lecho”. Conmovedora es La guarida iluminada, mostrando una distancia confortadora entre la escritura y el propio sufrimiento, exhibiendo un ritmo verbal muy sereno y una subida lucidez, en extremo gratificante para el lector. Confidencias movidas por muy dinámicas voces; haciendo uso de, como escribe en uno de sus poemas, “palabras aves con alas de sangre, palabras volando enloquecidas por los aposentos del corazón”.

Intermitentemente ando a vueltas con dos autores, Stefan Zweig y Michel de Montaigne. De reciente lectura ha sido El legado de Europa, una recopilación de escritos del autor del impresionante volumen memorístico El mundo de ayer, en edición del alemán Richard Friedenthal, quien justifica su tarea en un espléndido epílogo. El primer trabajo incluido en El legado de Europa es la pequeña biografía que Zweig escribió sobre Montaigne, y que dejó inconclusa, pues en medio de esta faena el prolífico escritor austríaco se suicidó en 1942. Al autor de Los ensayos, que había pasado por la política, siendo un buen alcalde de Burdeos, lo que más le gustaba era recluirse en la torre de su castillo y no hacer otra cosa (su desahogada posición económica lo podía permitir) que leer y escribir. Stefan Zweig afirma que, así, Montaigne “sólo quiere reflejarse en su estudio como en una cámara oscura”. Quise leer de nuevo, infructuosamente, todos los ensayos del gran renacentista. Mil páginas por las que me cuesta avanzar por entero. Sí he leído, y más de una vez, un buen libro, que recomiendo. Se trata de la traducción de Textes choisis et commentés, del eminente montaignista Pierre Villey; traducción realizada por Enrique Díez-Canedo en 1917. La editorial Júcar la reeditó en 1990 bajo el título de Páginas escogidas de Montaigne.

Para completar mi renovado acercamiento a Montaigne, tomé una obra nueva para mí: la novela La muerte de Montaigne, del chileno Jorge Edwards, de quien tampoco había leído nada. En ella, Edwards incide en ese conflicto, afanoso por la conciliación, que siempre presidió el pensamiento de Montaigne. Él vivió la llamada Guerra de los Hugonotes, por la que Francia habría que decidir ser católica o protestante. Montaigne era católico, sus Ensayos gustaban al rey católico Enrique III. Pero también se llevaba bien con el navarro Enrique IV, protestante. Esta dualidad, comprensiva con las dos religiones, hizo que la Iglesia incluyera sus obras en el Índice. Estas cuestiones siempre se suelen debatir entre “laicos disimulados”, al decir de Edwards, como Azorín, interesado por Montaigne; al alicantino le encantaba alojarse de vez en cuando en un convento de Jumilla; o el propio Jorge Edwards, al que también placía residir por unos días en San Millán de la Cogolla. Montaigne, escribe el chileno, “era, quizá, otro laico, aun cuando practicaba los ritos de la Iglesia Católica. Podía participar todo lo que quisiera en esos ritos, ir a misa, golpearse el pecho, comulgar, pero su reflexión sobre los milagros no era exactamente de raíz cristiana. Era, en el fondo, socrática”.

La novela de Edwards, él mismo lo confiesa, es ensayística. No debe causar extrañeza esta denominación. En la novela cabe que toda variedad se conforme; sólo se exige el aire novelesco, cosa que La muerte de Montaigne plenamente posee. Yo mismo, que para nada estoy dotado de la envidiable capacidad novelística, tengo una novela en mi haber. Hace unos años, pocos, quise elaborar un amplio trabajo sobre la poesía española acaecida durante el franquismo (ya no quiero llamarla “de posguerra”). Bien, pero lo que no me apetecía era hacerlo con epígrafes y notas a pie de página, pues de ésos ya había realizado bastantes y me aburría acometer nuevamente el intento. A ver si se me enciende la bombilla, pensé. Y se me encendió. Yo soy especialista de la obra del poeta Gabino-Alejandro Carriedo (1923-1981), publiqué una biografía suya al poco de morir y tengo numerosos trabajos publicados sobre su obra, siendo el tema de mi tesina en la carrera. Carriedo fue muy activo poéticamente hasta el año en que falleció; su trayectoria se desarrolló en los años de la dictadura, ahormándose muy bien en esta cronología. Él era, lo conocí, un personaje totalmente de izquierda, aunque en sus años adolescentes, en su Palencia natal (pronto se trasladó a Madrid) fue un decidido falangista. Mi estudio de la poesía española que pretendía escribir se conformó como una “Autobiografía apócrifa de Gabino-Alejandro Carriedo”, que publicó la madrileña editorial Vitruvio en 2015. En el texto habla él, pero yo conseguí mis objetivos. Es una novela, ¡vaya!, por muy ensayo o espurio trecho memorístico en que ese texto esté arropado.

Y así es como, constantemente, voy leyendo; ocasionando una simple referencia, en apariencia pasajera, una nueva lectura; a través de una recomendación amistosa o una revista amada; nombres que llevan a otros nombres; gratos recuerdos, relecturas… Nunca leo a un autor porque acabe de cosechar un importante galardón, ni siquiera el Nobel. Ni porque haya obtenido la desgracia más grande, que es morirse.

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