“Entre los etíopos, la parentela es Idea, y como
tal, permanente. No conoce ley, solo Origen y lo
esencial de la participación es la comunidad
altruista. Para los hamitas, su forma social es el
clan y su elemento decisivo no es la Idea, sino el
Poderío y lo decisivo la voluntad de poderío, de
dominio”
Leo Frobenius, El destino de las culturas
ADA. ¿Qué dices? La hija mía con ternura/ no
deberá adorar a Enoc, su hermano?
LUCIFER. Cual tu amas a Caín, no.
G.G. Byron, Caín, un misterio
En el encabezamiento del escrito asoman los rasgos con que el etnógrafo citado identifica los dos grandes grupos humanos con que nace ya una visión del mundo, señalada por un sentimiento de la vida en que los individuos están inmersos, sin recurso al libre albedrío; son anteriores a las llamadas “grandes culturas”, pues no ha aparecido todavía la idea de destino con la que nacerá la primera de ellas, la mitológica, en la zona entre el Mar Caspio y el Índico.
Estos dos grandes grupos anímicos tienen todavía hoy su asiento en África y se encuentran en pueblos de desarrollo cultural muy distinto; parecen una curiosa aportación etnográfica a la historia bíblica, al episodio de Caín y Abel en este caso, pues los pueblos etíopos (sic) crean su sentimiento vital del ejemplo de las plantas, de un paisaje visto como lontananza que les lleva a una culto profundo a los muertos y a la identidad entre espíritu y naturaleza, éxtasis que solo las leyendas pueden expresar. Los hamitas lo toman de los animales, bien libres o domesticados, de un paisaje cerrado como bóveda, así como esa Idea mística se sustituye por la voluntad de poderío y el desarrollo de una magia propiciatoria contra los muertos. La cultura etíope es patriarcal, dirigida por el más viejo –no anciano, especifica el etnógrafo alemán– aunque son las asambleas las que toman las decisiones, mientras la hamita es matriarcal, la mujer no abandona su clan al casarse y el hombre debe conseguirla con hazañas a menudo peligrosas; aparece ligada entonces a un sentimiento del espacio marcado por una visión solar del mundo, plano en que el cielo y tierra están anudados, como cúpula decíamos, así como la marcha del sol señala los cuatro puntos cardinales, número simbólico que se muestra en las ceremonias del trazado de sus pueblos, por ejemplo. Cultura lunar la etíope, unida por tanto a un sentimiento de movimiento, de tiempo, que se simbolizará en el número tres, y creará una idea de espacio como lontananza, así como la capacidad de aceptar nuevas ideas, de abrirse al mundo, frente a la indiferencia y fanatismo de los pueblos hamitas.
Señala también el etnógrafo cómo no hay en estas culturas religiones formadas, sino un sentimiento de la vida ligado a la naturaleza, vegetal o animal, así como considera si la hamítica tenga quizá origen europeo, en relación con las culturas de cazadores del magdaleniense y ya después, del capsiense, desarrollada esta última sobre todo en el centro y levante de la Península Ibérica; las pinturas rupestres en cuevas y luego ya en abrigos serían sus evidencias. Desaparecidas en Europa después de la última glaciación, su vida se desplazaría hacia África, hasta hoy mismo en algunas zonas. La religión no forma parte entonces del equipaje de la primera humanidad, o al menos una mitología desarrollada bajo el sentido de los cambios estacionales, que se dará por primera vez en la zona de Elam, hace unos seis mil años.
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Caín mata a Abel, como sabemos, lo que lleva a la maldición de su raza por ese Dios que los condena a estar errantes, y en algunas imágenes, como la que presentamos, le convierte en prefiguración del vampiro mismo.
Abel se convertirá también en prefiguración del propio Cristo para los teólogos medievales, primera sangre derramada en aras de la humanidad, sacrificio del inocente que expiará así los pecados de todos. En otras culturas también la rivalidad y lucha entre hermanos forma parte de su mitología, como en el caso de los Dumuzi y Enkido sumerios, o los Tur e Iraj persas, o la rivalidad, que acaba en muerte también, entre los fundadores Rómulo y Remo. ¿Tienen algún sentido astrológico, como en el caso de los gemelos de la mitología de los pueblos americanos, Sol y Luna? En ella, estudiada con ahínco por nuestro próximo etnógrafo de cabecera, Lévi-Strauss, el viaje de los gemelos astrales en busca de esposas marcará el nacimiento de las principales normas culturales. En la historia bíblica Yavhé muestra preferencia por Abel, el ganadero, lo que conllevaría su identificación con el matriarcado de los pueblos pastores y su sentimiento del mundo como cueva, preludio de las grandes religiones que nacerán hacia el primer milenio antes de nuestra era; en esas culturas “religiosas” la mitología astral se sustituirá por la de un dios creador y la figura del hombre, hasta entonces un ser principal, pero uno más en la naturaleza, comienza a ser considerada esencial. Desde su inicio, la idea de predestinación atormentará a seres como Caín, pues en ellas, un inocente debe ser sacrificado para que la vida pueda seguir, así Zaratustra, Cristo, Adonis…, muerte de la planta para que su semilla de un nuevo fruto; pero Abel muere y sus semillas quedan estériles, lo que explicaría la necesidad continua de un mesías entre el pueblo judío para renovar su alianza con la divinidad.
La figura de Caín tendrá una resurrección simbólica en el Romanticismo de la mano del poeta Byron, en una forma que recuerda su herencia calvinista, la religión de su infeliz madre, con su centro en la teoría de una predestinación que atormentaba al poeta, así como la angustia de estar predestinado a morir atormenta a Caín en el poema que le dedicó –‘Misterio, lo llamó el poeta; aparece asimismo en su poema dramatizado la intuición de un culto a las almas de los muertos en los pueblos errantes, luego ya en las culturas agrícolas, unida a menudo a sacrificios humanos, e incluso a un canibalismo ritual.
La idea del mal atormentaba al poeta, no solo en su aspecto religioso, sino como estigma vital, heredero de una sangre violenta y loca, semilla de una mirada amarga sobre la humanidad que su cojera había exacerbado; frente al optimismo ilustrado de su amigo y colega Percy B. Shelley, Byron sostendrá que el pecado, el mal en un lenguaje secular, no es el resultado de una mala educación, o de una sociedad enferma, sino esencia misma de la condición humana; recupera entonces la figura de Lucifer, el rebelde, como nuevo guía para una juventud harta de prohibiciones y a quien se le ofrece el fruto prohibido del conocimiento. Vivir las propias pasiones, recrear sus propios símbolos, será el programa romántico frente al láudano hipócrita de una religión fría y premiosa, o ante la reaparición del dios también frío, Júpiter, consagrado en el Estado burgués, con el filósofo Nietzsche como tardío profeta de una nueva era que necesitaría ya una especie super-humana para despertar de las pesadillas burguesas. El soñador, el místico, el rebelde, el misántropo, el profeta, el loco, el suicida, serán las figuras que recorrerán el programa romántico, desde Shelley, Hölderlin, Byron y Leopardi, hasta Nietzsche y su alter ego artístico, Van Gogh. Y nosotros somos sus herederos.
En el Poema-Misterio de Byron la idea de predestinación, que parecería rara en un hombre tan libre en sus costumbres, domina toda la conducta del héroe, pero con un matiz diferente, pues no es todavía la idea de la salvación, o condenación, la que le atormenta, sino la de una muerte que no conoce, no ha sentido todavía, terrible consecuencia de la expulsión de un Paraíso al que ve cercano en la distancia, flanqueado por querubines con espadas de fuego, pero ya perdido para siempre, especie de Arcadia alejada en el tiempo. Tema al que el poeta volverá una y otra vez, así como encontramos en la obra otros elementos autobiográficos, verbigracia, su insistencia en el carácter incestuoso de los primeros matrimonios humanos, especie de amor “natural” que Lucifer le presenta como fruta prohibida en tiempos futuros ante la sorpresa del protagonista, y nos recuerdan sus propias experiencias, piedra de escándalo que decidió su marcha de Albión; pues, también en consonancia con su alter ego literario, Byron tuvo relaciones incestuosas con su hermana –hermanastra, en realidad– Augusta, Leihg por el apellido de su marido, que llegaron a ser de conocimiento amplio y ayudaron a deshacer su desgraciado matrimonio, así como a apresurar su salida de Inglaterra. Con su insolencia habitual, él mismo había ayudado, sino a crear, al menos a hacer verosímil esa relación, e incluso un fruto de la misma, una niña a la que se llamó Medora, dando a luz en pleno escándalo un libro de poemas que tituló La prometida de Abidos, basado en un cuento oriental donde se recoge la historia de una relación incestuosa y sobre el que compuso un poema de mil cuatrocientos versos en cuatro noches, reprise verdaderamente romántico. Su biógrafo, el olvidado André Maurois, recoge también otras imprudencias del poeta respecto a un tema tan escabroso, que llegó a ser de conocimiento general, hasta extremos como el que recoge: “En Eton, los colegiales, leyendo La prometida de Abidos, preguntaban a un sobrino de la señora Leihg si su tía era Zuleica”, nombre en este caso de la protagonista del poema; así como recoge también los desgarradores versos que el poeta le envió[1].
Byron comparte también con el héroe de su poema la fuerza de la rebeldía como única manera de escapar a la tiranía divina, a una moral que se ha elaborado sin intervención humana y solo la ingenuidad puede abrazar; rebeldía que se extiende también hacia los profetas del mal, pues se niega a adorar a su maestro en el conocimiento del viaje de las almas, que solo le trae más dudas y angustias. Conocimiento y amor son antitéticos, le repite su maestro, y el saber una fruta amarga que supone la expulsión de todos los paraísos, pero única manera digna de ser humano: “La manzana fatal os ha otorgado/ un formidable bien que razón llaman […] Pensad y resistid…; formaos un mundo/ íntimo, impenetrable en vuestro pecho,/ frente a todo lo eterno inexpugnable./ Así conseguiréis aproximaros/ a la espiritual naturaleza/ y ganar en la lid contra la vuestra”, exégesis de un programa romántico para el que la naturaleza está viva y debe ser la maestra de la humanidad[2]. Sin embargo, no hay un descanso para la lucha de las fuerzas que se disputan el mundo, un Dios cruel y solitario, y un Lucifer infeliz él mismo por su propia caída, lucha que es la esencia de la naturaleza física y humana desde la pérdida de Paraíso, pues es imposible “ver” a la vez los dos principios. En el alma del poeta, atormentada desde niño por la sensualidad y el pecado, que tomaron cuerpo en la “nurse” que le inició en ambos saberes, la voz de su alter ego literario considera si “por propia esencia/ tanto el bien como el mal son realidades,/ no son un bien o un mal por el Donante”; conocimiento que le desespera, incapaz de encontrar un asidero firme en ninguno, como la imposible rebeldía romántica de querer vivir sus propios pecados, ante una sociedad presidida por un frío y burgués Júpiter, pues el pasado mítico de los griegos no acaba de llegar para poder escapar a las barreras del presente.
El viaje en compañía de Lucifer por los espacios infinitos, que abarca todo el segundo acto de la obra, marca también una sensación de angustia ante su inmensidad y su carácter inabarcable, espacio sentido como pulsión de un conocimiento imposible, inalcanzable como un horizonte sin final y que se renueva periódicamente tras catástrofes que ponen fin a otras eras e inician una nueva, así como el tiempo no es el de la creación que conocemos, sino infinito también. Pues el tiempo y el espacio son inalterables y su lucha no tienen comienzo ni final: “Pues ¿cómo puede ser que haya un combate/ de lo que es inmortal con lo infinito,/ que llena de dolor todo el espacio?” se pregunta Caín, idea de un eterno retorno que Lucifer le permite atisbar en los seres que habitaron este mundo antes de sus propios padres, más perfectos y hermosos; mundos que la ciencia del momento, en la estela de Cuvier, parece avalar con los descubrimientos de especies ahora desaparecidas, como esos mamuts que se citan en el propio texto, y sugieren también una idea sentida por los románticos, la decadencia de su cultura, que solo podrá engendrar una nueva con la ayuda de los griegos, en la senda de Hölderlin, o en el retroceso al origen con la ayuda de las leyendas y mitos fundacionales, obra también de los poetas alemanes, con las óperas de Wagner como su apoteosis. Byron, más escéptico, se conformará con crear ese mundo íntimo, impenetrable, que aconsejaba Lucifer, aunque la pulsión de hacer historia le llevará finalmente a Missolonghi, en lucha por la libertad de los griegos, para lo que sacrificó su fortuna y su vida misma.
Otros rasgos de su personalidad afloran a veces en los de su alter ego Caín, como el horror que le causa el sufrimiento animal, seguidor él mismo de una dieta estrictamente vegetariana, y se hace patente en la escena en que aquel echa por tierra el altar erigido por Abel para ofrecer su sacrificio: “Este brutal, sangriento testimonio/ ante la faz del sol no será alzado,/ manchando la creación con tal vergüenza”, pero que no le impedirá verter la de su hermano. El séquito del poeta lo formará también una pléyade de animales, entre los que se encontraba incluso una garza, seres en los que apunta una presencia de lo divino más que en los propios humanos, y alcanzará su climax en la figura del filósofo Nietzsche abrazando al caballo golpeado por el auriga, transformado en Pegaso, presencia viva de las figuras míticas en una historia cruel. Esa desconfianza hacia los hombres se hace patente, de una forma paradójica, en los versos en que Caín muestra su arrepentimiento por el crimen, pues el futuro de la humanidad se deposita únicamente en sus hijos, ante la infertilidad de la pareja de Abel y Sela (Zyllah, en el texto original). La marca que el ángel le graba en la frente será una señal de ese terrible crimen, pero a la vez la posibilidad de escapar a su destino, a la predestinación que le torturaba desde su niñez, y solo encuentra refugio en la mujer, en su esposa Ada, que se niega a abandonarle después de su crimen, como envés de la suya propia.
Hombre de gran éxito en su vida amorosa, deja entrever en sus cartas italianas el cansancio de su papel de don Juan, comentando a sus amigos que solo vivía ya en el adulterio más estricto con su amante Teresa Giuccioli, así como señala a veces su deseo de recuperar la paz doméstica, incluso volviendo a su odiada Inglaterra, a pesar de los impuestos y el carbón húmedo, a un descanso de su propia leyenda demoníaca, cainita, en que el vibrante sol mediterráneo, tierra de los mitos semitas y clásicos, se sustituyese por la paz que traen Balder y otros dioses nórdicos de la paz y el comercio, después del Ragnarök. Sin embargo, el destino le estaba esperando, como a Caín, al Este de su edén italiano.
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Leo Frobenius, con quien comenzábamos esta disertación, señala en El destino de las culturas las constelaciones y el territorio en que dominaron, y quizá aún dominan, sobre extensos territorios, con los astros como maestros de la humanidad; así, en la zona septentrional euroasiática, el territorio de los antiguos Edda, un Sol femenino y una Luna masculina presiden las figuraciones cosmológicas como hermanos, pero ese sol femenino lo es a su vez de Venus, a quien su hermano lunar visita tomando durante el día la forma de un perro –lo que recuerda a la estrella fija Sirius, o constelación del Perro, partenaire astrológica del planeta Venus en la región donde nacerán las culturas mitológicas, a orillas del Mar Caspio[3]–. Propensión incestuosa que recoge nuestra literatura, como vimos en Byron, y algunas novelas también testimonian, atracción pecaminosa que se cumple en los eclipses como crimen y castigo. ¿Algunos ejemplos? Recuerdo Os Maias, de Eça de Queiroz, atracción fatal entre hermanos que desconocen su parentesco, y marca el fin del sueño de amar; ya más cerca en el tiempo, toda la maravillosa construcción de amores incestuosos en Ada o el ardor, del ruso Nabokov, en que la atracción fatal nace en la Antiterra paradisíaca de la memoria sentimental y persigue a los muchachos que se sienten como un destino desde su primer encuentro; la madre de Ada, la muchacha que encarnaría a esa Venus incestuosa, citaba una expresión francesa: “cousinage, dangeureuse voisinage”, advertencia sobre el peligroso carácter del trato excesivo entre primos, para señalar la tentadora tendencia a mantener la pureza de la sangre que se encuentra ya en la mitología nórdica, refugio de los dioses y héroes incapaces de escapar al ideal de una raza pura. Así, Richard Wagner recoge en su tetralogía del anillo la figura de Sigfrido, fruto de los amores incestuosos entre Siegmund y Siegelinde, raza de los Walsengos creada por Wotan para intentar escapar al Destino. Los héroes son anfictiónicos, seres si patria, señalaba el etnógrafo Lévi-Strauss, como Edipo, que desconocen su origen, por tanto, y pueden romper ese tabú que estaba reservado a los dioses, envés del oscurecimiento de una historia que ya se alejaba de ese caótico origen y donde los humanos debían escapar al círculo de la sangre propia para poder vivir en la maldición de la cultura, después de la pérdida de los paraísos.
El etnógrafo citado, en su incansable arte de los distingos y esquemas que requiere a menudo un talento matemático para seguirlo en sus vueltas y revueltas, supone sin embargo que será la estructura inconsciente de la cultura quien rija la vida de los individuos, articulada también sobre su propia inconsciencia, lo que permite la historicidad, aunque el antropólogo más bien apunta al primer elemento de la fórmula. Apenas unas reflexiones sobre la reencarnación de la generación de los abuelos en los nietos planea sobre la constitución de las estructuras del parentesco, en que la preferencia matrimonial de los primos “cruzados” señala un gozne que permitiría descubrir las razones del tabú del incesto; pues en ese caso la mera biología se aparta de la cultura, al señalarse como negativo a un grupo social, los primos “paralelos”, que en su grado de consanguinidad no tiene ninguna diferencia con el considerado como permitido, o más bien privilegiado[4].
El etnógrafo francés considera, como decíamos, esa prohibición como clave en que se señalaba la separación entre naturaleza y cultura, donde la diferenciación de las especies llega después de un mundo sin orden; en la mitología griega se marca con la capadura de Cronos y el consiguiente nacimiento de Venus: el coito universal se sustituye por la de especies bien delimitadas, camino que el arte hace visible en el ciclo de pinturas de un artista que sentía la pérdida de ese origen, Piero di Cósimo, un primitivo en la refinada Florencia del Renacimiento.
Sin embargo, en las culturas llamadas primitivas esa oposición no aparece tan clara, pues en la etapa del llamado animismo el ser humano no se ha separado de la naturaleza y sus tótems le marcan a menudo un ser diferente; así, en el ritual de los bororos brasileños estos no se comportan como papagayos, son papagayos, pensamiento mítico en que la proximidad hace a menudo la labor que nosotros confiamos a la causalidad, y cualquier similitud permite asociaciones extrañas, en que –verbigratia– las mariposas aparecen clasificadas entre las aves para los indios pueblo mexicanos. También la regulación de las relaciones sexuales entre los miembros del grupo o clan, una exogamia que toma a menudo un carácter minucioso, viene marcada por la pertenencia a uno de los segmentos en que se divide la aldea o poblado y decide sus posibilidades de matrimonio, siempre fuera del suyo de origen; también, su grado de parentesco, en que se distingue entre primos paralelos y primos cruzados en algunas culturas, señalando la filiación materna o paterna, que permite o impide el matrimonio. El matrimonio consentido entre hermanos para la casta dirigente supone ya otra mitología, de carácter solar en este caso, Sol masculino y Luna femenina, reflejo de una constelación “nupcial” que conocemos en Egipto y entre los Incas, marcada por un sentido profundo del espacio, con el cuatro como su número simbólico. En la constelación “consanguínea”, luna masculina y sol femenino considerados como hermanos, que hemos visto en los pueblos septentrionales, la intuición de un espacio “infinito” será el corolario de un tiempo que no para de crecer y extenderse, y encontramos en las visiones que Lucifer muestra al Caín byroniano; mundos que mueren y se renuevan periódicamente permitieron la aparición de otras especies, entre ellas seres humanos más sabios y hermosos, que señalan nuestra decadencia, otro pesaroso tema romántico.
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El incesto, como señalábamos en Byron, marca la necesidad romántica de abolir también todas las leyes que nos separan del estado de naturaleza, para acercarnos a ese paraíso que Caín solo puede entrever, pues los crímenes de los padres revierten en los hijos, en una inocencia que debe ser sacrificada para continuar con la vida, como hará Caín mismo con su hermano, impidiendo así que la humanidad recoja el fruto de esa sangre inocente; pues Abel muere sin herederos. Volver a la naturaleza será el programa de los rebeldes, desde Rousseau, pequeño baño en la barbarie que permitiría darle a nuestra condena al eterno retorno al menos la grandeza de los comienzos, señala su discípulo Lévi-Strauss, y antes Sigmund Freud; pero constatan también como nunca podremos gozar ya de la fruta prohibida, el incesto, o el freudiano sacrificio del padre, pues forma el gozne sobre el cual la cultura, la humanidad, se aparta de la naturaleza, o mejor, trasciende lo biológico, al convertir su prohibición en regla, en la Regla con mayúsculas, para que surja una sociedad que debe sacrificar hijas y hermanas, y así poder establecer alianzas con otros grupos, crear lazos que aplaquen la violencia y el crimen, herencia de Caín. El sexo, nuestro instinto más fuerte, debe ser conducido, ritualizado, para que su fuerza no destruya a la sociedad misma, pues a pesar de todas las normas matrimoniales, que imponen no solo prohibiciones, sino sobre todo preferencias –los famosos “primos cruzados”– toda unión sexual toma carácter de incesto “social”, de peligroso encuentro con una naturaleza que puede volver por sus fueros de orden biológico, pero de caos social. La sacralización de esa fuerza siempre extraña y feroz, que pasa a llamarse amor en los rituales matrimoniales, evoca su carácter siempre peligroso, su cercanía a la naturaleza misma, y el incesto, un crimen social, como el propio Caín de Byron advierte con extrañeza cuando Lucifer se lo señale para el futuro. Sin embargo, la tentación del incesto, de no ser deudor, está siempre presente en estas mismas culturas que lo prohíben, y en sus visiones del paraíso este aparece como un lugar de abundancia y descanso, donde no existe ya el matrimonio, esa institución que para el poeta Byron es un resultado del amor, como el vinagre lo es del vino.
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La figura del Caín byroniano y sus terribles dilemas consagran el nacimiento de ese rebelde que todos hemos querido imitar, tanto en la vida como en la literatura, también como una irresistible atracción hacia el mal, lo monstruoso, y finalmente condujo a la pérdida de la esperanza de que el frío Júpiter abdicase ante dioses más solares y cálidos. Los dandis y los poetas intentaron mantener la llama de una rebeldía que encontró en Rimbaud su clímax y ya su decadencia; los pintores señalaban el paraíso que se encontraba en los restos de la vida campesina, o ya en las islas polinesias, e impulsaba a Paul Gauguin para intentar apartar a los niños de la tutela de los misioneros cristianos y salvar así una inocencia que se correspondía con las señales del paraíso perdido. Cuando toda esa parafernalia se convirtió en negocio, nuevos artistas y soñadores intentaron mantener esa ilusión con sus vidas estrafalarias y el sacrificio a menudo de su propia vida, sueño de que la simple juventud podría eternizarse y avivar la llama de la esperanza en que los pecados de Caín fuesen por fin perdonados, nueva era en que la música y las drogas abrirían las puertas a mundos que solo necesitaban el abracadabra de la magia para hacerse presentes. La sinrazón de los ilustrados, esa noche que no permite ver más que a ella misma, se vuelve una neurosis autodestructiva que supone la atracción por la muerte, esa señal fatídica que portaban los románticos como muerte en plena juventud; supone la decadencia de los sueños, pero únicamente retrasaría la llegada de una nueva edad para el mundo para lo que se sacrifica la propia vida, como hizo el poeta Byron en la Grecia de los dioses solares, o conduce a la locura de los visionarios, como filósofos y pintores, también actores y músicos, inocentes víctimas ante la marcha terrible de los titanes, del negocio como única vía para ingresar en la sociedad, a costa de la pérdida de la inocencia: –“Mas ¿qué expiación sería el sacrificio/ de un inocente en vez de los culpables?”. Asombro de Caín en su pregunta a Ada.
Un hombre sin familia no es un hombre, creo recordar señala el fundador de la dinastía Corleone en el filme que recoge sus andanzas, resto de una visión sacralizada de la institución matrimonial que considera la soltería una maldición para ambos sexos, pues los solteros son un peligro para el grupo, seres que deben ser apartados y viven en condiciones a menudo miserables, señala de nuevo el etnógrafo francés. En nuestra modernidad, sin embargo, la soltería es una marca privilegiada, una señal de haber escapado a la regla por excelencia por parte de esos seres capaces de vivir una vida más plena y feliz, como el tío de Madrid envidiado por el doloroso soltero Franz Kafka, pero que abundaba en la consideración de su carácter desgraciado: “un hombre sin mujer no es una persona”; pues su soltería no era un signo vital, sino la incapacidad de separar vida y literatura, destino que también sentía el escribiente de la Baixa, Fernando Pessoa, que lo encontraba reflejado en la calle de los Doradores: la oficina es algo así como el hogar, aquel lugar al que íntimamente no se pertenece.
Frente a la sangre, los solteros preferirán el conocimiento, extraña y codiciada flor, como la rosa azul de los alquimistas. Los hombres más inteligentes, más profundos, se negarán a dejar hijos; odian su época, no soportan la historia y no quieren niños de cuello frágil a su alrededor. Pero este es ya otro tema.
Notas:
[1] “I speak not, I trace not, I breathe not thy name/ There is grief in the sound, there is guilt in the fame:/ but the tear that now burns on my cheek may impart/ the deeps thoughts that dwell in the silent of heart…”. (Yo no pronuncio, no escribo, no suspiro tu nombre./ Hay dolor en este nombre; hay crimen en este amor,/ pero la lágrima que abrasa mi rostro hace entrever/ los profundos pensamientos que habitan en este silencio del corazón…). A. Maurois, Lord Byron. Aguilar Major. Madrid, 1988. Traducción de Jorge Arnal.
[2] Los versos del Caín de Byron citados en el texto están tomados de la edición bilingüe preparada por Enrique López Castejón, en Ediciones Abada.
[3] Solo conozco una versión francesa de la obra en que trata este curioso aspecto de las culturas: Le destin des civilizations, en la Editorial Gallimard, con traducción del alemán por N. Guterman.
[4] C. Lévi-Strauss, Las estructuras elementales del parentesco. Ed. Paidós clásica, 1962.