Al lado de casa, bajo unos andamios, un chico joven duerme sobre cartones noche tras noche. Incluso cuando llueve y el asfalto se llena de agua sucia, basura o ratas, el chico sigue ahí, imperturbable. Paso todos los días por delante. A veces mira fijamente al frente, como si estuviera en otro lugar; otras, bebe cerveza que esconde en una bolsa de cartón. Pero nunca le he escuchado hablar. Siempre se me pasa por la cabeza detenerme para preguntarle qué le pasa o qué le ha pasado, pero nunca lo hago. Supongo que no tengo derecho a hacerlo aunque, en el fondo, me da miedo lo que pueda responderme. Tiene un semblante extraño. No de borracho ni de vagabundo. Es la viva imagen del dolor, por eso, evito sus ojos verdes con una mezcla de temor y vergüenza. Cuesta observar el dolor, sobre todo, cuesta ponerle cara y mirarlo fijamente.
No sé si es casual o no, pero ayer, cuando iba hacia el despacho, me di cuenta de que en dos días se cumplían veinte años del genocidio de Srebrenica y recordé que hace dos veranos viajé hasta ahí y conocí a uno de los supervivientes de la barbarie. Me pasó lo mismo con ese chico; me atemorizaba su mirada, esos ojos azules que cargaban con la intensidad del que ha vivido algo que los demás ni podemos imaginar.
Tampoco sé si es casual o no, pero ese mismo día, al llegar a la oficina, un compañero de trabajo había dejado sobre mi mesa un artículo espectacular –y desgarrador– llamado ‘El rastro en los huesos’, que seguía de cerca al Equipo Argentino de Antropología Forense, nacido en los años ochenta para identificar a las víctimas de la última dictadura militar de su país. Para resumirlo, se adentraba en la vida de gente que se dedica, entre otras cosas, a escarbar en fosas comunes para extraer los huesos que más tarde podrán –o no– identificar y devolver a sus familias para que empiecen, ahora sí, el duelo. Empecé a leer el artículo, pero lo dejé a medias: me pareció demasiado para las once de la mañana de un día caluroso y bochornoso.
Me hice un café, encendí el aire acondicionado y me quedé pensativa. Fuera, la vida seguía. Ambulancias, tráfico, un grupo de jóvenes que corrían al cruzar el paso de cebra… Todo igual. Tenía que leer unos artículos sobre Junichiro Tanizaki y empecé. Y de nuevo, no sé tampoco si por casualidad, me topé con un artículo llamado ‘The esence of japanese mind‘, que hablaba sobre la posibilidad de que Haruki Murakami recibiera el Nobel (el artículo era de 2013). Ahondaba en la obra y vida de Murakami y contaba el horror con el que el escritor vivió en 1995 el terremoto que asoló la ciudad de Kobe –7,3 en la escala de Richter–, en el que murieron 7.000 personas. Posteriormente tuvo lugar el ataque con gas sarin en el metro de Tokyo, y Murakami hacía algunas consideraciones muy interesantes acerca de los hechos. Admitió haber quedado muy afectado por cómo ambos sucesos quedaron rápidamente sepultados por una cobertura mediática tan excesiva como efímera. Recordaba haber leído una carta al director en la que una japonesa, a raíz del atentado del metro, manifestaba: “Me sentí realmente apenada, pero me di cuenta de que a la gente involucrada, mi simpatía le era igual. Entonces, ¿qué más podía hacer yo? Como todos, simplemente pasé la página del periódico y suspiré”.
Leer el testimonio de aquella mujer me hizo suspirar a mí también y volví la vista al artículo que había dejado a medias. Es tan fácil dejar de leer, pasar esa página, no acordarse de Srebrenica… Todos lo hacemos continuamente. La vida está hecha para que miremos al otro lado. Y no digo que no haya que hacerlo. Solo que en ocasiones también podemos detenernos y dejar de obviar lo que está ocurriendo.
Después, hacia las 6, volví a casa pensativa. Vi de nuevo al chico y estaba tumbado sobre sus cartones, inmóvil, mirando fijamente al andamio encima de él. Me detuve pero, de nuevo, no supe qué decirle. Entré en casa con esa misma idea que llevaba todo el día rondándome: no sabemos qué hacer con el dolor de los demás. Ni siquiera sabemos qué decir.