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Sobre el mal y las injurias

Nos cuesta aceptar la existencia del mal, pero el mal existe. A veces es inconsciente, otras calculado, las más es una energía negativa que se va acumulando en el ambiente mediante el roce diario entre los humanos. El mal habita en las familias, en el trabajo, hasta en los parques infantiles. El mal es un tóxico compuesto de envidia y resentimiento que una vez aspirado incapacita a quien lo inhala para pensar u obrar equitativamente. El mal, como pensaban los neoplatónicos y luego hiciera famoso San Agustín, es una ausencia de bien.

 

Hace unos días, tras verme asediado por una nube de mal tan densa como esa nube de cenizas volcánicas que ha obligado a cerrar varios aeropuertos en Europa, me fui a un parque con los ensayos de Séneca y me senté en un banco a leer De constantia sapienti, mientras me recorría una brisa primaveral por las hojas del libro y por las primeras hojas de los árboles que tenía a mi alrededor. Aspiré fuerte y me sentí rejuvenecido, feliz, lleno de bien y de aire puro. Empecé a leer.

 

El sabio es aquel que es inmune a la injuria (inuria) y al insulto (contumelia) por estar todo él repleto de virtud, a diferencia del insipiente o del menos sabio, que si se ve menoscabado cuando lo insultan o lo atacan es por inseguridad, por falta de estima en sus propias fuerzas o por inmadurez. Una madre no se siente insultada si su bebé le tira de los pelos o le mete el dedo en el ojo; tampoco si le escupe o le dice una mala palabra. Pues igual que la madre para su hijo, así debe operar el hombre sabio con respecto a quienes actúan con torpeza de ánimo. No insulta quien quiere, sino quien puede. El torpe solo puede insultar a otro torpe; el malvado, a los malvados. No hay mejor desprecio que no hacer aprecio… Continúo leyendo. La sabiduría no deja un solo resquicio para la entrada del mal, pues el único mal que conoce procede de la torpeza, que nunca puede penetrar donde sólo hay virtud. “Por consiguiente, si no es posible la injuria sin el mal ni el mal sin la torpeza, y si la torpeza no puede tocar a quien es de por sí bueno u honesto, hemos de concluir que la injuria jamás toca al hombre sabio”.

 

Cierro el libro. ¿Alguien en su sano juicio puede aceptar esta argumentación estoica? Uno viene y me da una bofetada, real o figurada. Otro, luego, me ridiculiza y me quita lo que es mío. ¿Soy un niño o un torpe o un insipiente por sentirme herido en mi orgullo, dolido por la injusticia o sediento de venganza?

 

La injuria es, como leo en una glosa a los Proverbios de Séneca del Marqués de Santillana, “todo lo que se hace contra derecho” y el insulto es una afrenta a la dignidad de la persona. La injuria debe dirimirse en los tribunales y el insulto exige una reparación. Pero, ¿qué ocurre cuando los tribunales son injustos y arbitrarios y quien insulta no se siente obligado a la disculpa? Fray Luis de León, que tanto sufrió a manos de sus colegas de profesión, se acordaría del Santo Job y diría que en casos así no cabe más que profesar la “milicia de paciencia”, consejo sabio donde los haya, aunque a mí en estos momentos el código de conducta que me pide el cuerpo tiene poco de estoico o de cristiano y está mucho más cerca de la ley del talión y la venganza de sangre de los godos…

 

Me levanto del banco y miro otra vez los árboles en flor, el estanque remansado, la bandada de patos que se desliza por el agua con una paz y belleza de tarjeta postal. El mal existe, pero está solo en nuestros corazones. Lo demás que nos ocurre no es bueno ni malo, sino único, singular e ineluctable.

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