El estado normal de la atmósfera es la turbulencia. El dédalo del movimiento popular, en ciertas partes del mundo, se parece al enjambre de flechas de distintos colores que intenta reflejar las presiones atmosféricas en una zona, los frentes de lluvia, los anticiclones y los vientos. Catástrofes naturales, hambruna, enfermedades, hostilidad vecinal, matanzas. Pero también la ambición, la voluntad de mejora, de huida o de conquista. Las migraciones, incluso de “pueblos sin historia”, son parte de la historia, la rehacen y la configuran, cambiando los mapas geográficos y políticos de los continentes. Y esto siempre ha sido así, aunque por razones a veces difíciles de entender. Y continuará siendo así, aunque con las oscilaciones propias de épocas y décadas muy distintas. De todos modos, no haríamos mal en recordar que, bajo el símbolo del hierro o del silicio, la historia es siempre una forma de coacción sobre la espalda del hombre, una pesadilla de la que siempre debemos despertar.
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Incursiones de rapiña y conquista, expulsiones y exilio. Comercio de esclavos y deportaciones, colonización y cautiverio. Un parte de la humanidad, tal vez la más pobre y la más rica, de forma pacífica o forzada, siempre ha estado en movimiento. Para posibilitar un necesario intercambio entre clanes, tribus y etnias, las sociedades antiguas inventaron tabúes y ritos de hospitalidad. Pero tales mecanismos no suprimen el estatuto del extranjero sino que, al contrario, lo circunscriben. Naturalmente, y esto no ocurre solamente hoy en día, la urgencia de cierta seguridad no es ajena a todo esto, tanto en los que parten en busca de un territorio donde su vida no corra peligro como en los que ven con inquietud la llegada de miles de rostros extranjeros que asocian a la degradación de las costumbres, a la delincuencia o al terrorismo.
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Boat people, pero ahora con unos niños a bordo que no se pueden deportar. A pesar de la indiferencia que produce la proliferación de imágenes, las sucesivas oleadas de migraciones en estas últimas décadas han tenido el efecto de aumentar la desconfianza hacia el prójimo en nuestros espacios masificados. Ocurre como si la sombra de extranjeros que encontramos en el metro, en las calles y en algunos lugares de trabajo, confirmaran un fenómeno psíquico relativamente nuevo: la condición de extranjeros de casi todos nosotros, a quienes ya nos cuesta reconocernos en un sitio y estar seguros de entender lo que nos rodea. El desarraigo generalizado in situ, como condición de la movilidad perpetua de la sociedad del conocimiento, ha tenido este efecto de deslocalización anímica. De ser así, acaso tienen razón los que dicen que la xenofobia odia en el otro no tanto su diferencia como, más bien, la humanidad elemental que hemos perdido y ellos prolongan. Según esta sospecha, odiaríamos en el extranjero lo que todavía conserva de nosotros, una naturaleza profunda que nosotros hemos perdido, o hemos querido perder, en las sucesivas mutaciones de adelgazamiento por las que pasamos.
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Se ha dicho con razón que las guerras cambian los mapas sociales y políticos de las naciones, su tejido industrial y generacional, dándole un distinto papel a otras regiones y sectores sociales, a los jóvenes y a las mujeres. Pero casi lo mismo podría decirse de los movimientos de población, tengan estos las causas que sean. En Los archivos del Edén, George Steiner insiste, con múltiples razones, en la relación íntima entre la emigración de las sectas puritanas europeas al norte del continente americano y la sostenida aversión de la cultura estadounidense a las costumbres indígenas, a la desidia del viejo mundo y a la comunitaria “cultura de los sentidos” (Weber) que se deja atrás, en la atmósfera de tiempos anteriores.
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Sigue en el aire de todos modos un estudio espiritual de las migraciones. Acaso no se ha tenido suficientemente en cuenta, en los diversos estudios económicos y sociológicos, el componente anímico o mental que ha sido la palanca de algunas migraciones masivas: los gallegos, andaluces y canarios de la España de comienzos y mediados del siglo XX; los movimientos nórdicos e irlandeses en décadas anteriores; los millones de mexicanos o centroamericanos que emprenden el peligroso viaje hacia un ansiado norte; los subsaharianos que cruzan el Mediterráneo en naves de miseria, en busca de otras costas. Realmente, sea cual sea su motivación, ¿saben lo que les espera? En todo caso, no hay que olvidar que toda necesidad material –hambre, sed, morada, bienestar o seguridad– es a la vez una necesidad de mundo. Toda necesidad material tiene adosada un móvil abstracto e ideal que desea otro mundo. Como diría Heidegger, el Dasein tiene su intimidad en el ser-afuera (El ser y el tiempo, § 23). De ser así, se diría que los hombres, incluso sedentarios, no abandonan nunca el horizonte de cierto nomadismo.
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Dos mujeres del pasado siglo, Clarice Lispector y Simone Weil, que han sabido mucho del exilio, de migraciones y desarraigo, han insistido también en esta naturaleza sísmica de nuestro suelo. Mientras tanto, por encima de toda posible ontología común del nomadismo, nuestra época incentiva un turismo fluido para los ricos y un sedentarismo obligado para los pobres, hacinados en hangares entre agotadoras jornadas laborales de doce y más horas. En los transportes públicos de nuestras capitales, a veces el aspecto de esta humanidad cansada al anochecer es tal que los orígenes y las razas se confunden en un solo gesto borroso. El agotamiento, el llanto, el sufrimiento o la alegría no necesitan código: se expresan en el rostro, por la intensidad de su metamorfosis corporal. El cansancio, decía Peter Handke, nos hace porosos al latido de todos los seres. Como si la especie retrocediera en el tiempo, el cansancio –el de ese niño que suplica una limosna en Oaxaca– hace de la humanidad un solo rostro, una sola queja muda de ojos vidriosos.
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Gracias a la publicidad, sin embargo, a los emblemas gloriosos que circulan por las televisiones y a los espectáculos deportivos, es muy posible que, salvo los que escapan de catástrofes humanitarias, los fugitivos no tengan ni la menor idea de lo que les espera. Es cierto que la emigración masiva del campo a la ciudad, poblando gigantescas megalópolis de miseria en los estados que no tienen una seria política agraria, ha generado estos monstruos de población concentrada, generando a una miseria y unos peligros que no se conocen en el mundo rural. Pero la disyuntiva entre ser un explotado urbano, o pasar hambre en el idílico interior profundo, tampoco puede resolverse fácilmente en un debate intelectual o televisivo. Es fácil desde un seminario universitario, recordaba Enzensberger, pontificar sobre la solidaridad y criticar a los que desde una balsa en peligro golpean a los náufragos que quieren subirse desde al agua. Pero habría que verse en la balsa, después de días sin comida ni agua, con la mujer y el niño en brazos.
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No es el caso, naturalmente, de la actual ola de refugiados que llegan a Grecia, a los Balcanes y Alemania, huyendo de las matanzas sirias. Sin embargo, el motor de muchas otras migraciones permanecen en la sombra, con motivaciones mezcladas. De un modo acaso semejante al complejo universo animal, mucho más cuántico que darwinista, el sedentarismo no es una de las características genéticas de nuestra especie. Es posible que haya algo en la humanidad que eventualmente le obligue a partir: o bien en busca de alguna tierra prometida –y tal vez la tierra nunca deja de ser una promesa– o bien siguiendo los indicios de diversas mitologías que sitúan más allá la felicidad, la paz o la abundancia. Si es cierto que no existe cultura sin algún tipo de religión primitiva, también lo es que no hay etnia sin algún sueño de viaje, sin alguna imagen de la partida. En todo caso, parece obvio que los sabios y los poetas, los brujos, los profetas y los líderes con carisma tienen casi siempre algo de cazadores, de recolectores o pastores. La transcendencia de las religiones atraviesa el corazón inmanente de las poblaciones. En este punto el cristianismo dijo algo crucial, a propósito de la encarnación de una padre ausente, que le convirtió en un formidable emblema de expansión universalista.
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Existe, en todo caso, una economía de la ilusión que no siempre ha sido tomada en serio. No emigra cualquiera, ni quizás lo hacen las capas más pobres o primitivas de una población, sino aquellos a los que han llegado los ecos de una prosperidad exterior y que tienen la ambición y el coraje de cambiar de vida. No siempre los movimientos de población son una fuga. Es cierto, salvo que esté directamente huyendo, que nadie emigra sin que medie el reclamo de alguna promesa. Pero las promesas llegan y resuenan de modo muy distinto en según qué oídos. Este mismo verano se podían escuchar en Cuba, a este respecto, todo tipo de argumentos y palpar muy distintas actitudes, sensibilidades y posturas vitales.
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Claro que no es lo mismo un proceso de migración interior, frecuente en una época u otra de todos los países, que un proceso de migración hacia el exterior o de inmigración desde él. En el primer caso no se dan los choques culturales y antropológicos que son propios de una oleada externa que entra en otra cultura, con una lengua, unos hábitos y valores muy distintos. Ahora bien, incluso para los que creemos en la filantropía estoica y en la posterior fraternidad universal de cuño cristiano, es necesario reconocer que la humanidad es algo bastante misterioso. Es posible que no solamente en Perú millones de habitantes no sepan, ni les importe, que viven en el estado que conocemos por ese nombre. Es posible que no solo en las comunidades zapotecas o mixes de Sierra Juárez encontremos tipos y costumbres muy alejadas de las del blanco occidental, criollo o europeo. En una sola de nuestras grandes ciudades, sea México capital, Chicago, Madrid o San Petersburgo, hay –posiblemente desde hace mucho tiempo– cientos de mundos distintos donde pululan formas de vida locales con las que no sabemos muy bien qué compartiríamos. La globalización es una palabra muy usada, pero que apenas tiene entidad real fuera del campo de la economía. E incluso ahí se usa para ocultar nuevas formas de poder que favorecen a unos en detrimento de otros.
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Montañas, ríos, desiertos, barrancos, mares agitados. Es necesario recordar que en la vida todo son fronteras: gracias a ellas es posible el intercambio. Fronteras naturales, territorios animales, nichos ecológicos: hábitats, mundos y climas muy distintos. El cuerpo de cada ser vivo, de una manera compleja, es ya la primera frontera. Solo gracias a una piel que actúa como defensa y membrana de contacto es posible la relación con el exterior, la simbiosis y la colaboración, el juego, el viaje. Y a veces las fronteras no son nacionales, políticamente instituidas ni fácilmente visibles. En un libro harto problemático y con intenciones políticas perversas, pero plagado de información valiosa, Huntington muestra cómo casi todos los conflictos regionales que se desatan tras la caída del muro de Berlín siguen las líneas cuasi invisibles de la solidaridad u hostilidad entre distintas culturas y religiones.
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La idea de anular las fronteras es una utopía dañina que favorece solamente a los más fuertes, armados hasta los dientes, y genera la ilusión de una fluidez de tarifa plana que tiene la función de ensimismarnos, pues nunca se cumple en el mundo real. También los departamentos universitarios compiten férreamente entre sí y establecen líneas prohibidas. Y esto podría hacerse hasta con cierta elegancia, que no es frecuente. Lejos de esa simplificación antropomorfa que todavía se podría llamar darwinismo, el retorno de cierta mística actual de la naturaleza puede ayudarnos a recordar cómo los animales y las plantas utilizan las paredes para la respiración y la fotosíntesis; para la empatía, la colaboración y el intercambio.
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Lo cierto es que, como por casualidad, la nueva figura universal del inmigrante, exiliado o refugiado coincide con un extrañamiento anímico del ciudadano autóctono, que ya se siente extranjero en todas partes. Y esto no sólo por el aluvión de rostros desconocidos que llegan a su barrio –las oleadas masivas de turistas en Barcelona hacen sentirse extranjeros a los lugareños– sino por la interiorización tecnológica de la vida en los países altamente industrializados. La masificación espectacular del cuerpo social urbano se corresponde con una huida individual hacia el secreto de la latencia psíquica. De ahí cierto ensimismamiento del ciudadano medio, como una silenciosa migración interior, ante los múltiples mecanismos de presión que la sociedad de masas ejerce. La deslocalización anímica del ciudadano nacional se produce ante un paisaje industrial y cultural cada día más hostil al encuentro y a la comunidad, sea la familia, la comunidad suburbial, el grupo de amigos o la antigua vida de las escaleras.
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La especulación bursátil, los paraísos fiscales, la deslocalización de las empresas, que trasladan su capital de un sitio a otro buscando mano de obra más barata o exenciones fiscales, señalan el incesante flujo de capitales. Por contra, excepto una privilegiada Business Class que tiene el jet a mano, los seres humanos encuentra todo tipo de obstáculos legales y económicos en su desplazamiento. Ahora bien, los partidarios acérrimos del movimiento libre de poblaciones, dado que el capital también circula de manera harto fluida, parece a veces no entender la importancia actual del estado nación, como si éste pasara ya de moda ante las nuevas configuraciones supranacionales. Se equivocan, pues la nación y los estados siguen siendo la base de nuestro relativo equilibrio mundial, incluido el económico, a pesar del prestigio –no siempre merecido– de múltiples instancias internacionales.
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La nación moderna, con todos sus límites, es posiblemente un puente, un estadio intermedio entre la comunidad (Gemeinschaft) personal afectiva y la asociación (Gesellschaft), impersonal y guiada por intereses calculados. Es cierto que Estados Unidos, Canadá y Australia indican que el mito fundacional es algo muy anglosajón: la furia de una tabula rasa, con el reverso de un exterminio de la población indígena. Pero no todas las naciones tienen este origen sectario y brutal. En este punto un sociólogo llamado Baudrillard, con inmerecida fama de cínico, ha insistido en que las alarmas de la extrema derecha, que no han dejado de crecer en Europa y en América, no dejan de expresar a gritos y de modo agresivo una alarma ante la invasión económica y cultural que gran parte de la población autóctona, y la mayoría de la clase política, siente con la boca pequeña. Es evidente que el terrorismo, o el simple aumento de la delincuencia, ha dado argumentos a los partidarios de endurecer las fronteras.
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Bárbaro significa originariamente “balbuceante” o “tartamudo”. Y a menudo podía implicar también inculto, rudo, cruel, salvaje, desleal y un largo etcétera de epítetos peyorativos. Antes y después de la nación moderna, el etnocentrismo parece ser la ley del género humano. Aparte de esto, cualquier Estado debe ser de algún modo “proteccionista”, pues tiene el primer deber de proteger a la población territorial a la que sirve. La generosidad con el exiliado o el extranjero es algo que solamente puede venir después. Es una lástima que demasiados países de pasado colonial, entre ellos algunos de cultura hispana, no se atrevan a practicar esta mínima fuerza internacional sin la cual ninguna solidaridad es posible. Dejan así la fuerza, y la benevolencia, en manos de unas pocas grandes naciones, sin complejos a la hora de imponer su ley.
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Vivimos entre crímenes difícilmente imputables porque se han cometido bajo los sucesivos nombres sacrosantos de “colonización”, “industrialización”, “progreso tecnológico”, “revolución”, “colectivización”, “solución final”, “Versalles” o “Yalta”… Esta lista expresa que, desde que la historia es mundial, puede condenar a pueblos enteros como superfluos. Partidario acérrimo del progreso contra todo sentimentalismo, el propio Marx, en una carta brutal sobre la “misión” del Imperio británico en la India, toma partido por la ley mundial de la fuerza para someter a una población “atrasada” y taladrada por supersticiones. La ley mayoritaria de la historia nunca ha excluido el genocidio. Pobres de las naciones, sean Polonia, México o Palestina, que no sepan defenderse.
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Hasta nuestras mejores estadísticas de población, o salario mínimo, corren el riesgo de hacer el ridículo al entrar en zonas de la tierra donde la tabla de medir cambia radicalmente. El propio gobierno chino reconocía hace pocos años que el mejor censo nacional podía fácilmente cometer un error de cien millones de personas. No sabemos hasta qué punto nuestros valores y mediciones a menudo rozan el absurdo. Uno puede llegar hasta una aldea de la selva venezolana, que naturalmente no cumple ninguno de los requisitos de la ONU en potabilidad del agua y salubridad de las viviendas, y su población parece bastante más saludable que el aire macilento que transmitimos los que venimos de la llamada sociedad del bienestar.
Ignacio Castro Rey es doctor en filosofía y reside en Madrid, donde ejerce de ensayista, crítico y profesor. Entre sus libros últimos cabe destacar Votos de riqueza (Madrid, 2007), Roxe de Sebes (Los libros de fronterad, 2016) y La depresión informativa del sujeto (Buenos Aires, 2011). Sobre el freno al pensamiento en Occidente y otras cuestiones afines, el autor ya ha dicho casi todo lo que tenía que decir en su último libro Sociedad y barbarie (Melusina, 2012). En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Mañana en Cuba, De Oaxaca a DF. Impresiones de un pasajero inmóvil, Marx en red. (El origen de la religión verdadera) y Cuarteto neoyorquino, y mantiene el blog Crítica y barbarie.