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Sobre la libertad. Edith Stein, Simone Weil y el conocimiento de uno mismo

La soberanía 

Leib 

La filósofa alemana Edith Stein aportó su propio cuerpo durante la Primera Guerra Mundial. Era estudiante de doctorado y abandonó provisionalmente sus estudios para presentarse voluntaria como enfermera. Cuando volvió a trabajar en su tesis, el tiempo que había pasado con los heridos guio su argumentación sobre la empatía. “¿Acaso no necesitamos la mediación del cuerpo para asegurarnos de la existencia de otra persona?”, se preguntaba.

La palabra que utilizaba para decir “cuerpo” era Leib.

La primera forma de libertad, como espero demostrar, es la soberanía. Una persona soberana se conoce a sí misma y sabe lo suficiente del mundo como para emitir juicios de valor y hacer realidad esos juicios.

Para Stein, llegamos al conocimiento de nosotros mismos cuando reconocemos a los demás. Únicamente cuando reconocemos que otras personas están en la misma situación que nosotros, que viven como cuerpos, igual que nosotros, podemos considerar en serio cómo nos ven ellos a nosotros. Cuando nos identificamos con ellos tal y como ellos nos consideran a nosotros, nos comprendemos a nosotros mismos de una forma que de lo contrario podríamos desconocer. En otras palabras, nuestra propia objetividad depende de la subjetividad de los demás.

Esa no es la forma en que acostumbramos a ver las cosas. Nos imaginamos que podemos simplemente asimilar información nosotros mismos, como individuos aislados. Creemos que cuando estamos solos somos libres. Este error garantiza que no lo seamos. La palabra Leib nos lleva a un nuevo punto de vista. El alemán tiene dos términos para designar “cuerpo”: Körper y Leib. La palabra Körper puede denotar el cuerpo de una persona pero también un “cuerpo extraño” (Fremdkörper), un “cuerpo celeste” (Him- melskörper), el “cuerpo racial” (Volkskörper) y otros objetos que se consideran sometidos a las leyes de la física. Un Körper puede estar vivo, pero no tiene por qué (compárese con el término inglés corpse [cadáver]). Stein dice: “Puede haber un Körper sin mí, pero no un Leib sin mí”.
La palabra Leib designa un cuerpo humano, o un cuerpo animal, vivo, o el cuerpo de una criatura imaginaria de un cuento. Un Leib es un Körper, está sometido a las leyes de la física, pero no es sólo eso. Tiene sus propias reglas y por consiguiente sus propias oportunidades. Un Leib puede moverse, un Leib es capaz de sentir y un Leib tiene su propio centro, imposible de localizar con preci- sión en el espacio, lo que Stein llama un “punto cero”. Siempre podemos ver una parte de nuestro Leib, pero nunca podemos verlo en su totalidad.

Nuestra vivacidad es compartida. Cuando concebimos a otra persona como Leib y no como Körper, vemos el mundo entero de una forma diferente. La otra persona tiene un punto cero, igual que nosotros; esos puntos cero establecen conexiones, creando una nueva red de comprensión. Gracias al Leib de otro nos liberamos de pensar en nosotros mismos fuera del mundo, o contra el mundo. Hay un pequeño salto de empatía al principio del conocimiento que necesitamos para la libertad.

Si sólo soy yo contra el mundo, todos mis malhumorados pronunciamientos a altas horas de la noche están justificados, son verdaderos y merecen atención. Pero imaginemos que mi hija (también) se pone de mal humor cuando está cansada y dice cosas totalmente irracionales. Al verla, al ver eso, reconozco un fenómeno del mundo, y de repente sé más sobre mí mismo. Ese ejemplo se lo debo a las preguntas de mi hijo sobre el argumento de este libro. Como me conoce a mí y conoce a su hermana, él supo inmediatamente lo que quería decirle, y además pudo darse cuenta de que eso es conocimiento objetivo, de una clase que no podemos adquirir nosotros solos.

Gracias al Leib, los fenómenos se hacen visibles, los que son esenciales para la vida y la libertad: el nacimiento, el sueño, la vigilia, la salud, respirar, comer, beber, cobijarse, amar, la enfermedad, envejecer, la muerte. Ninguno de nosotros recuerda haber nacido, pero todos hemos nacido. Nadie recordará su muerte, pero nosotros recordamos la muerte de otros. La empatía no es simplemente una vaga exhortación a ser amable. La empatía es una precondición para una determinada forma de entender el mundo. Un individuo aislado, cuando intenta contemplar el mundo él solo, no tiene ninguna posibilidad de comprenderlo.

Dado que el Leib está en el origen del conocimiento, también está en el origen de una política de la libertad. Cuando vemos a los demás como sujetos iguales que nosotros, empezamos a adquirir un conocimiento objetivo sobre el mundo. Si vemos a los demás como objetos, careceremos de un conocimiento esencial no sólo sobre ellos sino también sobre el mundo y sobre nosotros mismos. Eso nos hace vulnerables a quienes desearían maltratarnos y mandar sobre nosotros. Nos veremos a nosotros mismos como objetos y seremos manipulados por otros que nos tratarán como tales.

Bajo esta luz, la libertad negativa es el autoengaño de las personas que en realidad no desean ser libres. Quienes presentan la libertad en sentido negativo ignoran lo que somos, ignoran el Leib. Si sólo fuéramos Körper, cuerpos físicos, la idea de la libertad negativa tendría algo de sentido. Los objetos pueden ser contenidos por otros objetos. La libertad podría ser únicamente libertad respecto a algo, sin aspiraciones ni individualidad, sin ninguna idea clara de lo que es o debería ser la vida. Pero cuando, correctamente, nos entendemos a nosotros mismos como un cuerpo en sentido humano, como un Leib, nos damos cuenta de que la libertad tiene que ajustarse a ese estado especial. Tiene que ser positiva, no negativa. Las barreras son malas no porque nos impiden el paso como objetos, sino porque nos dificultan comprendernos entre nosotros y convertirnos en sujetos.

La libertad negativa no es una malinterpretación sino una idea represiva. Ella misma es una barrera, una barrera de cariz intelectual y moral. Nos impide ver lo que nos haría falta para ser libres. Quienes no quieren que seamos libres crean barreras entre nosotros, o nos disuaden de construir las estructuras que nos permitirían comprender. Cuando nos vemos a nosotros mismos como Leib, y entendemos el mundo, vemos lo que tendríamos que construir to- dos juntos a fin de llegar a ser libres.

 

Vida 

Edith Stein sólo tuvo un empleo en la universidad y durante un curso académico nada más. Lo perdió cuando Adolf Hitler llegó al poder. En abril de 1933 Stein le escribió una carta al papa, donde intentaba explicarle, en unos términos que él pudiera entender, la situación de los judíos de Alemania: “En Alemania hemos visto perpetrar actos que son una burla a cualquier sentido de la justicia y la humanidad, por no hablar del amor al prójimo”. Decía que el silencio de la Iglesia ante la opresión de los judíos era una “mancha negra” en su historia.

Hitler tenía un concepto del cuerpo humano totalmente opuesto al de Stein. En Mein Kampf, Hitler hablaba de los Fremdkörper, de los “cuerpos extraños” que infestaban el Volkskörper, el organismo racial alemán. En vez de ver a todas y cada una de las personas de Alemania como un cuerpo humano diferenciado, los nazis representaban la raza alemana como un único organismo y a los judíos como los objetos extraños, bacterias o parásitos.

Cuando mis hijos eran más pequeños, vivimos en Viena. Cuando mi hija estaba en primero de primaria y mi hijo en tercero, íbamos y veníamos al colegio en patinetes cruzando la Heldenplatz, donde una gigantesca multitud había dado la bienvenida a Hitler justo antes de que Alemania se anexionara Austria. Aquel año yo llevaba a mi hijo a los entrenamientos de fútbol en un estadio dos veces por semana. Un día, los entrenadores repartieron unas camisetas de color violeta, Leibchen, una palabra que suena como “cuerpecito”. Los niños se quitaron la ropa que llevaban, metieron los brazos y la cabeza en sus camisetas nuevas, y de repente parecían un equipo.

Cinco años antes, cuando estábamos esperando el autobús para ir a la guardería, mi hijo, que entonces tenía tres años, se quedó fascinado por esas máquinas que se utilizan para taladrar la acera y para asfaltar las zanjas. Los obreros estaban preparando la acera para colocar unos Stolpersteine, “piedras donde tropezar”, una conmemoración palpable de los judíos que fueron asesinados. Esas placas de metal con una inscripción grabada, incrustadas en la acera, nos recuerdan dónde vivían antiguamente los judíos. La información que portan –nombre, dirección, lugar de la muerte– nos brinda la oportunidad de rehumanizar, de restablecer, por lo menos en la imaginación, lo que perdieron. Antes de asesinarlos los despojaban de todo: primero de sus bienes, después de su ropa. Al igual que el resto del (aproximadamente) millón de judíos asesinados en Auschwitz, Edith Stein tuvo que desnudarse. Era un robo, por supuesto, pero sobre todo una humillación: tratar a un Leib igual que a un Körper, preparar a todo el mundo para su asesinato.

Antes del nacimiento de mi hijo en Viena, para mí el alemán era una lengua de muerte: la del discurso de Hitler en la Heldenplatz, la del cartel que coronaba las puertas de Auschwitz, la de todos los miles de documentos que había leído para poder escribir sobre el Holocausto y otras atrocidades. Körper en todas sus formas me resultaba familiar, Leib no tanto. Con mi hijo, el alemán se convirtió en una lengua de vida. Escuché la palabra Leib en una maternidad de Viena, de boca de una enfermera que intentaba enseñar a amamantar.

En los hospitales austriacos, las madres permanecen ingresadas noventa y seis horas después del parto, a fin de que aprendan a lavar y a alimentar al bebé. En aquel espacio, con aquellos cuerpos durante cuatro días, aprendí cosas que de lo contrario nunca habría sabido. La situación de la enfermera, la madre y el recién nacido era diferente de la mía, pero yo fui capaz de comprender algo sobre ello y después sobre mí mismo y sobre el mundo. Soy más libre como padre por haber estado allí.

Nuestro Leib opone su fuerza al mundo y lo modifica. Traduce la física en dolor y en placer, la química en deseo y en decepción, la biología en poesía y en prosa. Es la membrana permeable entre necesidad y libertad. Sólo un Leib es capaz de la clase de concentración que caracteriza a una persona libre y soberana. A los Körper los concentramos en un campo.

 

Prójimo

Stein no pudo, siendo mujer en la Alemania de entreguerras, conseguir la plaza de docente ni conservar el empleo más adecuado para ella. Después de publicar su disertación sobre la empatía, centró sus energías en publicar la obra de un amigo y maestro que había muerto en combate, y después en editar la obra de Edmund Husserl, supervisor de ambos. Husserl escribió cartas de recomendación donde decía que Stein debía ser catedrática de filosofía siempre y cuando fuera un puesto apropiado para las mujeres.

Stein, que se crio como judía, se había convertido al catolicismo. Después de que Hitler llegara al poder y ella perdiera su empleo académico, se ordenó monja. Reformular su filosofía en términos bíblicos puede ayudarnos a ver lo que tienen de especial nuestros cuerpos. A diferencia de la versión alemana moderna, la primera traducción de la Biblia al alemán que hizo Martín Lutero siempre usa Leib para designar el cuerpo humano. Como Leib, no somos ni dioses ni objetos, pero tampoco somos una mezcla, algo intermedio. El universo ni nos da ni nos niega la libertad. Nos pone delante unas limitaciones que podemos conocer, y nos brinda la posibilidad de aportar algo nuevo.

Como somos imperfectos, vemos el universo de maneras acordes con los límites del cuerpo humano. Se trata de un conocimiento posicional que Dios no puede tener. A diferencia de Dios, nosotros podemos optar por vernos a nosotros mismos y ver el mundo a través de otros congéneres nuestros. Un conocido versículo de la Biblia expresa lo que quiere decir Stein sobre el conocimiento a través del Leib de otro: “Ahora vemos por un espejo y obscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco solo en parte, entonces conoceré como soy conocido” (1 Corintios 13:12).

Dios no tiene Leib y es consciente de las limitaciones que conlleva. “No permanecerá por siempre mi espíritu en el hombre, porque no es más que carne” (Génesis, 6:3). Stein lo decía así: “Tenemos que admitir que si Dios se regocijara por el arrepentimiento de un pecador, no experimentaría los fuertes latidos de su corazón”.

Nuestros corazones sí laten con fuerza por la emoción o por el esfuerzo físico. A diferencia de Dios, nosotros podemos ser libres, en el sentido preciso de convertir las limitaciones de nuestro universo en oportunidades. Dios no conoce ninguna adversidad, y la adversidad tiene aplicaciones. Al tener que enfrentarnos a una ley de la necesidad que Él no tiene que afrontar, nosotros ampliamos una ley de la libertad que Él desconoce. Y así:

“Los límites de un objeto son sus límites.
Las capacidades de Dios son Sus capacidades.

Los límites de un Leib son sus capacidades”.

 

Jesús de Nazaret tenía un Leib, sin duda. Perdonó los pecados de una mujer que estaba llorando y “comenzó a bañar con lágrimas sus pies y los enjugaba con los cabellos de su cabeza” (Lucas 7:38). Cuando Jesús dice que “el espíritu está pronto, pero la carne es flaca” (Mateo 26:41), podemos comprenderlo perfectamente. Sufrió dolor físico y sabía que iba a morir. A diferencia de Dios Padre, Jesús no es beligerante ni vengativo, y por el contrario hace hincapié en las sencillas leyes de amar a Dios y amar al prójimo.

Mientras que Dios en seguida perdió la paciencia con sus creaciones, y dejó en evidencia su imperfección por el procedimiento de matarlas, Jesús hablaba pacientemente por medio de adivinanzas y alegorías, obligando a sus oyentes a reflexionar. Cuando le preguntaron a quién deberíamos considerar nuestro prójimo, Jesús contó la historia de un Leib doliente.

En la parábola del Buen Samaritano, un judío “cayó en poder de ladrones que le desnudaron, le cargaron de azotes y se fueron, dejándole medio muerto”. Otros judíos pasan de largo y no le socorren. Un no judío, un samaritano, que reconoce al judío herido como a alguien igual que él, “se movió a compasión” (Lucas 10: 30-33), le curó las heridas y le procuró alojamiento. ¿Cuál de los tres es tu prójimo? El que mostró caridad. Vete y haz tú lo mismo.

En la parábola, el que es libre es el samaritano. Es soberano, dado que actúa de acuerdo con sus propios valores y es capaz de hacerlos realidad en el mundo. El camino por el que iba era material, pero no exclusivamente. Estamos en la naturaleza, pero no estamos hechos enteramente de ella. Nuestros cuerpos están sometidos a la inercia, pero podemos decidir detenernos al borde del camino. Nuestros cuerpos son arrastrados hacia abajo por la gravedad, pero somos capaces de levantar de una cuneta a otra persona.

 

Misterio

Para la filósofa francesa Simone Weil, reconocer la existencia del otro era un acto de amor. Para ella, amar al prójimo como a uno mismo significa percibir en el cuerpo de otra persona “la misma combinación de lo natural y lo sobrenatural” que experimentamos nosotros mismos.

La Biblia también nos pide que amemos “al extranjero que habita en medio de vosotros” como a nosotros mismos (Levítico 19:34). “Amar a un extraño como a uno mismo implica”, dice Weil, “que nos amemos a nosotros mismos como extraños”. Como ocurre con muchas de las formulaciones de Weil, esta es un desafío. No es sólo que hacemos bien en amar a un extraño. Es también que nos vemos a nosotros mismos como podría vernos un extraño, vemos lo que hay de extraño en nosotros, que es lo que necesitamos ver. Cuando nos vemos a nosotros mismos como nos ven los demás, nos conocemos mejor. Eso es liberador. Experimentamos las limitaciones del mundo exterior y ejercemos presión contra ellas, en compañía de otros que están haciendo lo mismo. Somos libres cuando sabemos en qué dirección queremos empujar y cómo podemos hacerlo.

Weil sentía intensamente las limitaciones. Sufría migrañas y torpeza física. Aquel único año académico en el que Stein pudo dar clases, 1932-1933, Weil lo pasó en Alemania. En 1934-1935 trabajó como mecánica y embaladora en algunas fábricas de Francia, para comprender a los obreros; el trabajo la agotaba. Se presentó voluntaria para combatir en la Guerra Civil Española en 1936 pero se lesionó en seguida. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando trabajaba en Londres para la Resistencia francesa, Weil pidió que la enviaran a la Europa ocupada con un grupo de enfermeras. Su comandante supremo, Charles de Gaulle, pensó que estaba loca. Tenía problemas para comer y falleció por enfermedad durante la guerra.

Weil decía que nuestros cuerpos eran “una fuente de misterio que no podemos eliminar”. Estamos aquí con nuestros cuerpos o no estamos; somos tan libres como nuestros cuerpos o no lo somos. En las libretas de notas que escribió durante la guerra, Weil hablaba de la gravedad y de la gracia. Somos criaturas de un tipo especial, estamos sometidos a las leyes de la física pero somos capaces de comprenderlas –y de manipularlas para cometidos que no pueden reconducirse a ellas–. El cuerpo se abre camino entre el mundo de las cosas como son y el mundo de las cosas como podrían ser. El “misterio” de Weil era la presencia del cuerpo en los dos ámbitos: el es y el debería. Ser soberano significa tener una idea de lo que debería ser y de cómo llegar hasta allí.

 

Estadio

A Simone Weil le gustaban los deportes. Pensaba que la coordinación física permite que “el pensamiento entre en contacto directo con las cosas”. A su juicio, la práctica crea “una segunda naturaleza, mejor que la primera”. Al igual que Weil, yo era un deportista mediocre por naturaleza, así que tenía que entrenar. Sé nadar gracias a un club de natación local y a sus instructores, y a una madre paciente que leía novelas al borde de la piscina. En clase de gimnasia, yo nunca pude hacer todas las cosas que a otros chicos les resultaban fáciles, así que entrenaba yo solo. Mi madre recuerda que me pasaba horas saltando a la comba en el garaje todos los días. Destaqué en baloncesto porque era un deporte que yo podía practicar solo o con mi padre.

Cuando era niño, me encantaba ir a ver los partidos de béisbol. Para mí era un lujo estar en el estadio, mi cuerpo con otros cuerpos. Yo también jugaba, de modo que podía identificarme con los jugadores. Idolatraba a los Reds de Cincinnati, la Gran Máquina Roja de los setenta. Jugaba partidos imaginarios con un amigo mío, bateando como todos los jugadores de los Reds, imitando sus posturas.

La final al mejor de siete partidos de la Serie Mundial de 1975 entre los Reds y los Red Sox de Boston es la primera que recuerdo. El pitcher que ganó el primer partido para los Red Sox era el eternamente joven afrocubano Luis Tiant. Durante el partido, que vi por televisión, uno de los comentaristas mencionó que a Tiant le había inquietado la idea de criar a su hijo en Estados Unidos. Yo acababa de cumplir seis años y no estaba seguro de lo que significaba la palabra prejudice. [Eufemismo para designar el racismo o la discriminación racial en Estados Unidos (N. del T.).]

Un estadio es un lugar de educación. La palabra proviene del griego y tiene que ver con una medida estándar. Un estadio es un lugar objetivamente definido donde suceden cosas intensamente subjetivas. En un grupo más grande de lo que somos capaces de contar aprendemos cosas que posteriormente nos resultan difíciles de cuestionar. En el Estadio Riverfront de Cincinnati aprendí el himno nacional, The Star-Spangled Banner. Ya ni me acuerdo de cuando no me sabía la letra.

Sobrecogido por los cañones británicos durante la guerra angloestadounidense de 1812, Francis Scott Key preguntó:

 

O say does that star-spangled banner yet wave
O’er the land of the free and the home of the brave?

[“Decidme, ¿ondea aún esa bandera tachonada de estrellas

sobre la tierra de los libres y la patria de los valientes?”]

 

Los Reds consiguieron reunir un equipo de jugadores blancos, negros y latinoamericanos de gran talento. No creo haberme preguntado nunca lo que podía significar para los jugadores afroamericanos el hecho de ponerse en pie para escuchar una canción sobre la libertad que se compuso cuando sus antepasados estaban esclavizados. Sí recuerdo haberme preguntado lo que significaría para los jugadores que no eran estadounidenses el hecho de ponerse en pie para escuchar el himno de otro país.

Al tener conciencia del Leib de los demás (en palabras de Stein), o al ver a los extraños que hay entre nosotros (como dijo Weil), nos ponemos en una sintonía diferente. Si pensamos en ese acto físico de ponerse respetuosamente en pie desde otros puntos de vista, oímos la letra del himno de una forma distinta. La pregunta que plantea se vuelve menos retórica. ¿La bandera estadounidense ondea hoy en día? No cabe duda de que sí. Esa es la parte fácil. Pero, ¿ondea sobre “la tierra de los libres”?

Es fácil imaginarse que la libertad nos la va a traer una canción, o unos cazas sobrevolando un estadio, o la tierra, o los antepasados, o los Padres Fundadores o el capitalismo. Pero ¿el concepto de que la libertad nos viene dada es el más indicado para una “patria de los valientes”? ¿No es más valiente preguntar qué han hecho, que habrían podido hacer, qué deberían hacer los estadounidenses? Decimos que un símbolo representa algo, pero demasiado a menudo un símbolo meramente suple algo. Supuestamente, la bandera de Estados Unidos representa la libertad, pero es muy fácil que supla la libertad. Al cantar el himno, asumimos sus valores como algo permanente, o como si esos valores se hicieran visibles a través de la canción. Pero el elogio no es la práctica.
Hoy en día, los estadounidenses no están, conforme a ningún criterio relevante, entre los pueblos más libres del mundo. Una organización estadounidense, Freedom House, mide la libertad según los criterios que prefieren los ciudadanos: las libertades civiles y políticas. Año tras año, aproximadamente cincuenta países tienen mejor desempeño que nosotros en dichos indicadores.

Canadá, nuestro vecino del norte, está muy por encima de nosotros. En una clasificación reciente, Estados Unidos ocupaba el mismo lugar que Corea del Sur (un país por el que combatieron los estadounidenses), Rumanía (un país poscomunista que pocos estadounidenses considerarían de igual a igual) y Panamá (un país creado por Estados Unidos a fin de construir un canal).

La verdad sobre la “tierra de los libres” es aún más aleccionadora. La mayoría de los países con mejores indicadores que los nuestros en materia de libertades civiles y políticas nos superarían por un margen todavía mayor en los criterios que sus ciudadanos considerarían elementos de la libertad, como el acceso a la atención sanitaria. Si se incluyeran esos indicadores, Estados Unidos estaría aún más abajo en la clasificación.

Los países donde la gente tiende a pensar en la libertad como libertad para tienen mejor desempeño conforme a nuestros propios criterios, que tienden a centrarse en la libertad respecto a. Es como para pararse a pensar. Los sistemas políticos que están orientados hacia la libertad para tienen mejor desempeño que nosotros en libertad respecto a. Eso sugiere que no hay ninguna contradicción entre las dos. De hecho, apunta a que la libertad para va primero. Eso no es lo que estamos acostumbrados a pensar, ni lo que queremos pensar. Si queremos comprendernos a nosotros mismos, es muy útil fijarnos en los demás.

Tendemos a pensar en la libertad simplemente como libertad respecto a, como algo negativo. Pero concebir la libertad como una huida o una evasión no nos dice lo que es la libertad, ni cómo hacerla realidad en el mundo. La libertad para, la libertad positiva, implica pensar en lo que queremos llegar a ser. ¿Qué valoramos? ¿Cómo hacemos realidad nuestros valores en el mundo? Si no pensamos en la libertad en positivo, ni siquiera conseguiremos la libertad en negativo, dado que seremos incapaces de saber lo que es de verdad una barrera, cómo lidiar con las barreras para convertirlas en herramientas, y cómo esas herramientas pueden aumentar nuestra libertad.

La libertad respecto a es una trampa conceptual. También es una trampa política, puesto que implica autoengañarse, no incorpora ningún programa para su realización y brinda oportunidades a los tiranos. Una filosofía de la libertad y una política de la libertad tienen que empezar por la libertad para.

La libertad es positiva. Consiste en tener presentes las virtudes y cierta capacidad de hacerlas realidad. En la medida en que algo así puede medirse, los estadounidenses podríamos estar haciéndolo mejor. Cuando escribo esto, en materia de bienestar declarado, los estadounidenses ocupan el decimoquinto lugar en el mundo. En aproximadamente cincuenta países, la gente vive más que nosotros.

 

Muerte

Poco después de llegar a los cincuenta, parecía que me iba a morir. Cuando estaba muy cerca de la muerte, pensaba en el béisbol.

Uno de los recuerdos más nítidos de mi infancia fue el primer home run que conseguí, con trece años, en mayo de 1983. El uniforme del equipo era azul claro y azul marino, con unas letras blancas que anunciaban una clínica de ortodoncia local. El equipo estaba cuajado de talento en casi todos los puestos. Aquel día jugábamos en uno de los pocos campos de la zona que tenía valla. La pelota que me lanzó el pitcher era una bola rápida baja en la mitad interior de la base, pero demasiado cerca del centro. Di un paso, me giré hacia la pelota justo como hacía falta y le acerté de lleno. El defensor exterior izquierdo se dio media vuelta, dio un paso y contempló cómo la pelota pasaba por encima de la valla. Rebotó sobre el asfalto del aparcamiento y desapareció entre los árboles. Mis compañeros lo celebraron con gritos.

Lo que recuerdo es la sensación que tuve con el bate en las manos cuando golpeé la pelota. Sabía que le había acertado de lleno. Tenía esa sensación de plenitud en las palmas de las manos, en las muñecas, me subía por los brazos y llegaba hasta mi delgado pecho. Yo era un adolescente con pocos amigos y era capaz de programar un ordenador; unos meses antes, en el colegio, había creado un juego llamado Lifegame y me entusiasmaba, y después me inquietaba que fuera capaz de absorber la atención de los jugadores. Desde mi primera infancia yo estaba obsesionado con la posibilidad de que todo fuera una simulación y que por consiguiente yo en realidad podía no estar vivo.

Pero cuando el bate golpeó la pelota, supe que lo estaba.

En los momentos de aflicción, mi cuerpo me pide ese recuerdo, como ocurrió durante una grave enfermedad a finales de 2019. En diciembre de aquel año, una infección del apéndice se extendió al hígado y después a la sangre, provocando el estado, a menudo mortal, denominado sepsis. Al tiempo que mi sistema inmune intentaba resistir, atacaba mis propios nervios. Sentía que me ardían las manos y un intenso hormigueo, como si tuviera puestos unos guantes de lana de acero calentada.

En fin de año, en una sala de urgencias en New Haven, podía sentir que mi cuerpo levitaba entre Leib y Körper. Cuando cerraba los ojos, veía cosas que no estaban ahí. El ardor que sentía no tenía ninguna relación con el mundo exterior. Estaba agotado y respiraba agitadamente, pero no porque hubiera hecho esfuerzo alguno.

Yo tenía parte de culpa. Me había criado pensando que el cuerpo sólo era otra limitación externa más, a la que había que oponerse. Había que ignorar el dolor. Si me lesionaba durante un partido, nunca debía tocarme donde me dolía. Así que cuando mi apéndice estalló el 3 de diciembre durante una visita a Alemania, mi primera reacción fue no prestarle atención. Me encontraba en el Estado del bienestar alemán para asistir a la reunión de un patronato y hablar sobre un hospital, pero de alguna manera nada de aquello me parecía directamente relevante para mí.

Además, aquella noche tenía que pronunciar una conferencia en Múnich sobre el asunto ¿Puede Estados Unidos llegar a ser un país libre? Y eso hice, disimulando mi malestar por el procedimiento de contar chistes, ya que aparentemente aquel dolor me desinhibía. Después de la conferencia noté que no tenía mucha hambre y me marché de la cena pronto para irme a mi hotel. Me metí en la cama, pero entonces pensé en mi familia, tan lejos, y decidí llamar a un taxi e ir a un hospital. Estaba muy orgulloso de hacerlo. No obstante, una vez allí, no me quejé lo suficiente. Los médicos me dieron el alta con un diagnóstico equivocado y sin recetarme antibióticos. Acudí a mi reunión.

Si la libertad sólo es negativa, una ausencia de barreras, el cuerpo forma parte de la historia negativamente, simplemente como una limitación más. Mi propia actitud desacertada hacia mi cuerpo era coherente con un error más general que cometemos los estadounidenses.

De considerar el cuerpo como un objeto a considerarlo una mercancía no hay más que un paso. En Estados Unidos es normal considerar el cuerpo como una fuente de beneficio. Y ese fue mi siguiente problema.

Volé de regreso de Alemania con el apéndice perforado y peritonitis, y después conseguí (a instancias de mi esposa) ir al médico una segunda vez. Pasé consulta el 15 de diciembre y me derivaron a un hospital de New Haven. Esta vez me diagnosticaron correctamente una perforación del apéndice, y también una lesión en el hígado. Pero en sus prisas por darme de alta después de la apendicectomía, los médicos se olvidaron de mi hígado. Me fui a casa sin que me recetaran suficientes antibióticos y sin que me derivaran para tratarme el absceso del hígado, del que entonces no sabía nada. (Me enteré de que me habían detectado un bulto en el hígado mucho después, al leer mi historial médico). Después la infección se extendió por la sangre.

 

Raza 

Uno de los problemas era yo; otro era la medicina comercial; un tercero era la raza. El 29 de diciembre, en la sala de urgencias de New Haven, yo necesitaba a un Buen Samaritano, necesitaba que alguien me reconociera por mi cuerpo, y tuve a una persona así. Puede que su presencia, es triste decirlo, agravara la situación.

La amiga médica que me recibió en la sala de urgencias no tuvo ningún problema para ver mi Leib. Habíamos participado juntos en una carrera en medio de un temporal. Mis temblores convulsivos y mi elevada fiebre significaban algo para ella. Comprendía que a mí me resultaba difícil comunicar el dolor. No estaba segura de lo que no iba bien, pero sabía que mi cuerpo necesitaba más atención de la que estaba recibiendo. Estuvo toda la noche sentada en una silla a mi lado.

Sin embargo, cuando mi amiga llamó la atención sobre mi estado, no le hicieron caso. Sus colegas veían el color de su piel en vez de escuchar sus palabras. Era una fría noche de diciembre, y ella llevaba puesto un forro polar morado con la cremallera abrochada hasta el cuello. Yo no dejaba de pensar que bastaba con que ella sacara su credencial del hospital de debajo de aquella prenda para que sus colegas pudieran verla como una médica y no como una persona negra. La enfermera, el médico residente y el médico auxiliar se pusieron en contra de mi amiga. Si mi amiga decía que yo estaba muy enfermo, ellos estaban predispuestos a pensar lo contrario. Se estaban tomando mi cuerpo menos en serio de lo que debían. Estuve a punto de perder la vida –o, como se dice en alemán, mi Leib und Leben.

Este fragmento pertenece al libro del mismo título, que con traducción de Alejandro Pradera Sánchez, ha publicado Galaxia Gutenberg.

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