Home Mientras tanto Sobre la obra artística. Un apunte

Sobre la obra artística. Un apunte

 

Creo que fue el filósofo Santayana quien dejó dicho que aquel que no recuerda su pasado está condenado a repetirlo. Puede ser, pero me parece que en muchas ocasiones el peso de las tradición es el mayor impedimento para el creador. De jóvenes solemos ser más creativos porque por lo general somos mucho más ignorantes. Entre seguir al pie de la letra lo que dijeron nuestros mayores y balbucear lo primero que se nos ocurre, me quedo claramente con el balbuceo y hasta con el rebuzno. Malo es rebuznar, pero mucho peor es la mimética del simio.

 

El artista muy apegado a su tradición suele ser un plasta. Naturalmente no abogo por la barbarie o por la espontaneidad del mentecato, pero en general descreo de todo aquel que tiene la lección bien aprendida. La muerte del arte es toda convención convertida en cliché o en fórmula adocenada. El artista debe acometer una obra como el explorador que se interna por un territorio desconocido, pertrechado quizá con brújula y mapas, pero a sabiendas de que al final tendrá que ser él el único cartógrafo del nuevo territorio que recorre.

 

La originalidad en arte es un concepto relativamente moderno que se asocia con el romanticismo. Todo manual de literatura y todo aristarco nos dirá que antes del siglo XIX la originalidad se medía por el grado de perfección con que se había imitado un modelo, fuera un poema épico o una comedia. Pero esto no es del todo verdad. Ni la Divina Comedia ni el Decamerón de Boccaccio, ni por supuesto la Celestina, el Lazarillo o el Quijote tienen apenas nada en común con un modelo anterior. Dante se acuerda de su maestro Virgilio y lo convierte en su cicerone cuando inicia el viaje por el infierno, pero ese sueño dantesco es singular, sin precedentes.

 

Toda obra maestra es única en su género y por ello de origen inexplicable. Pues sólo podemos explicar aquello que tiene una correspondencia con algo que existió antes, nunca con lo que ocurre por primera vez. Toda obra artística debe producir admiración y goce a partes iguales. Puede que nos haga pensar también, pero lo más importante de una obra de arte es siempre la emoción que genera. Si una obra no emociona, no puede calificarse de artística. El moralizador que lleva todo crítico dentro no acepta de buen grado esto e insiste, con toda clase de triquiñuelas teóricas, que el baremo empleado para medir la calidad de una obra artística no se halla tanto en la emoción como en su lección ejemplarizante.

 

La ejemplaridad, sin embargo, es ajena a la obra de arte, la cual, si aspira a serlo, tiene que alcanzar la universalidad mediante hechos absolutamente singulares. Lo singular es siempre inefable. En esta paradoja está la grandeza del verdadero arte. La obra artística debe ser singular e incomprensible como un menhir en medio del campo. O como un castillo en ruinas. O como una escultura al que le faltan los brazos. La Venus del Milo deleita tal como es, con su bella manquedad, por más que los arqueólogos se empeñen en buscar los miembros amputados o traten de adivinar dónde y de qué manera estaban colocados en el conjunto del cuerpo. Una obra artística termina por ser ese bello monstruo que rompe con el canon de la estética prevalente.

Salir de la versión móvil