Hace ya algunos meses me hablaron de un libro. Se llamaba Manual para mujeres de la limpieza. Pensé: a quién se le ha ocurrido el título. Cuando vi la portada de la edición original, me repetí: a quién se le ha ocurrido.
Mantuve esperanzas de que la versión española llevara otro título y otra portada.
Pero no, va a ser que no.
De manera que no me gustaba ni el título ni la portada de Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin. La pregunta era, entonces: ¿por qué tenía yo que leer a una mujer de la que no había oído hablar jamás si encima no me gustaba ni el título ni la portada de su libro?
Pues Laura, porque para empezar, el prólogo lo hace Lydia Davis. Y a Lydia Davis le debes una por haberla ignorado durante dos días. Algo que conté en Ciudades grises y escritoras estiradas. Lo siento, Lydia.
Lucia Berlin es una de las mejores autoras de relatos –la mejor quizás– que he leído hasta la fecha. Se empieza leyendo un relato porque son cortitos, y sin darse cuenta, una ya va por la mitad del libro. Algunos de esos relatos, aunque no tengan más de un par de páginas, son de los que no dejan dormir. Como el que da título al libro.
‘Manual para mujeres de la limpieza’ transcurre a lo largo de un trayecto de autobús en el que una mujer de la limpieza da consejos a otras mujeres que se dedican a lo mismo. A su vez, cuenta su vida y sus experiencias con las señoras de las casas a las que va a trabajar y nos habla incluso de lo que roban las mujeres de la limpieza –y no, no es la calderilla que se dejan las señoras en los ceniceros–. Hay una extraña luz en Lucia Berlin. Su manera de narrar, de desgranar una historia, no se parece a la de nadie que haya leído. Escribe cosas como: “Una vez me dijo que me amaba porque yo era como San Pablo Avenue”. Y entendemos que es una declaración de amor donde las haya, porque el lector probablemente no sepa lo que es San Pablo Avenue, pero sabe que eso significa mucho.
Lucia Berlin parece estar siempre escuchando, oyendo. Sus relatos recogen esos sonidos a los que solo ella sabe dar forma. Capta lo extraordinario, la vulgaridad y la fealdad junto a la belleza. No abundan las epifanías, como sí ocurre, por ejemplo, en Carver. Hay mucho de su propia vida pasada por el filtro de la literatura, eso se nota. Y late de fondo el humor, ese bendito humor que hace más llevadera la soledad.
Quizás fue casualidad pero, al terminar de leer el relato, la vecina de al lado tenía la radio puesta y sonó aquella canción de Mecano llamada ‘A contratiempo’ que dice algo así como «La soledad es una estacion de madrugada». Años atrás, aquella imagen, la de la estación de tren sin un alma, me parecía, ciertamente, una buena representación de lo que era la soledad.
Después, con Lucia Berlin y Mecano en la cabeza, una mezcla un tanto extraña, empecé a marujear por casa. Me adentré en la vida moderna de las lavadoras y el orden del que habla Marie Kondo en La magia del orden. A ver si esto de guardar las cosas en los cajones pertinentes me arregla la vida. Por otro lado, acababa de volver de la playa y mis obsesivos intentos por estar morena habían desembocado en una espalda quemada. Aftersun, eso era lo que necesitaba. Pero claro, ¿alguno que está leyendo esto se llega a la parte central de la espalda? Las quemaduras de espalda están pensadas para que alguien te ponga crema.
Volví a Mecano y a las estaciones de tren. La verdad es que la soledad me pareció más cercana a eso: a ponerse crema una sola en la espalda. O a cambiar la endiablada funda del nórdico por fases. O incluso a tratar de poner la alfombra debajo de la mesa baja del salón.
En los relatos de Lucia Berlin hay mucha soledad, pero de la que hace referencia a cremas solares y a las malvadas fundas de nórdico. Esa es su grandeza. Solo ella logra que un personaje diga algo así como “él era como el vertedero de Berkeley” y que esa frase nos transmita que es algo bueno. Luminoso. También hay pedazos de cielo azul en el vertedero, ¿no?