1. Acababa de escribir sobre espejos y masas. Estaba
cansado, pero sentí la necesidad de detenerme delante del espejo en el baño. Ante
ese espejo tomé conciencia de mi rostro en el silencio de la noche. Por fin,
pude entender el simbolismo que adquiere el
espejo (darpana), entre la sabiduría y la vanidad, en las representaciones hindúes. Comprendí en ese preciso
instante que, como tantos y tantas, suelo mirame habitualmente en el espejo
cada mañana sin contemplarme. La rutina me lo impide. No obstante, cada día
está cruzado de identificaciones, de rostros y miradas. La primera
probablemente la propia.
Frente al espejo aparece nuestro auténtico territorio
moral, aunque tendemos a desdeñarlo. Por algo muchos, como Michaux, Chesterton,
Orwell o Bernanos, han podido afirmar que, a cierta edad, “cada uno es
responsable de su cara”. El rostro identifica, transmite y nos hace humanos.
2. Estamos necesitados de rostros. El cerebro se afana
constantemente en identificarlos, incluso donde nunca los podrá haber. Todos
hemos jugado a descubrir caras en los lugares más insospechados; y nos hemos
ilusionado al conseguir la identificación precisa. Algunas personas han llegado más lejos y
creen que la divinidad se puede aparecer a través de imágenes en sandwiches o
paredes. Tanto da. Los
más aprovechados pueden sacar ventaja de ello. Basta recordar también el éxito de las
extrañas especulaciones sobre la cara en el planeta Marte. Asimismo, en una
actualidad mediatizada por las redes sociales y la escritura digital, todos
vemos en simples símbolos rostros que representan sentimientos. Por muy extraño
que nos parezca al detenernos a reflexionar sobre ello. Los emoticonos, una palabra híbrida que se refiere
al icono y a la emoción, nos han vencido con sus hipóteticos gestos. Están ahí
y se quedarán durante tiempo. Habrá que elegir:
😉 😉 🙁
De esta forma, dos simples signos unidos producen
“caras” representativas, que son utilizadas para comunicar a los demás nuestro estado anímico.
(siguiendo el
hilo, aunque alejándonos de nuestra meta, se podría buscar una explicación y los motivos de por qué la mayoría de
los adolescentes, en particular las chicas, prefieren en las autoimágenes que
ofrecen a los demás remarcar su cuerpo mientras diluyen su rostro).
3. También George Orwell se detuvo a reflexionar sobre
el rostro. Para él, “siempre que leemos una obra literaria poderosamente
individual tenemos la impresión de ver aparecer la filigrana de un rostro”.
Aunque en muchos casos no supiera qué aspecto podía tener el autor en cuestión,
veía “la cara que el escritor debía haber tenido”. Todos lo hacemos:
cuando no conocemos un rostro habitualmente lo imaginamos y lo soñamos. Incluso
Alonso Quijano, al estar enamorado de oídas, tuvo que soñar el rostro de su
Dulcinea. Y, por cierto, en el mundo bajo los párpados, tal y como ha definido
Jacobo Siruela al universo onírico, no hay nada arbitrario.
En el fondo, Orwell continuaba una reflexión elaborada
unos cuantos siglos antes por san Isidoro de Sevilla en su valiosa obra Etimologías: “llamamos al rostro facies por el aspecto que representa (effigie): en él se muestra toda la figura
del hombre y por él puede conocerse a cada persona”. No lo olvidemos, cuerpo y mente se conjugan
en el rostro.
4. Nuestra necesidad como humanos de calibrar
diferentes semblantes es innata. Se debe a una necesidad evolutiva para poder
percibir rostros y lo que éstos expresan. El cerebro realiza esta tarea
constantemente y con diligencia. Aunque, a veces, su celo es tal que falla en su
labor.
En cualquier caso, nacemos para reconocer rostros y por esta razón, según explican los especialistas, los
recién nacidos se encuentran fascinados por las caras. No nos sorprende porque el rostro es
una de las primeras figuras que los niños comienzan a dibujar. Por ello,
nos es imposible comprender cómo pueden vivir aquellas personas que son incapaces,
al sufrir la prosopagnosia, de reconocer rostros.
5. Necesitamos vivir en comunión con los demás y esto
sólo se establece a partir del reconocimiento del rostro y de la mirada del
otro. Espero no equivocarme, o malinterpretar la cita, pero creo que fue
Emmanuel Lévinas quien insinuó que no fuimos hasta que unos ojos femeninos nos
observaron. Esta afirmación podría ser considerada una boutade más, pero las madres reconocerán la
verdad – tan relacionada con la belleza- de estas palabras. Nosotros, los
hijos, también somos conscientes de ello.
El amor se asienta en la mirada. En cualquier clase de
amor debe existir igualdad y ésta solamente se consigue al encontrar los ojos
de la otra persona. Por ello, en una mirada descansa nuestra humanidad, con sus
virtudes y sus defectos. Anhelo una mirada, la busco y la encuentro. Te miro y
te reconozco. Me devuelves la mirada y me reconoces. Nos vemos y nos sentimos. En
una mirada nos podemos comprender, o quizá no. Pero, pese a la posible distancia,
somos, juntos.
(continuará…)
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«Ciertos conocimientos del espíritu marcan un rostro
tanto como algunos secretos de la carne»
MARGUERITE YOURCENAR.