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La semana pasada creí necesario
el silencio, estaba inquieto por la vacuidad de las palabras. He mantenido el
camino, transitando – más de lo habitual- un silencio incómodo. Alrededor todo
el mundo hablaba y yo no sentía la necesidad de aportar mi grano de arena.
Buscaba el distanciamiento y el extrañamiento. Y lo conseguí gracias a Hugo von
Hofmannsthal, quien en su Carta a Lord Chandos escribió:
“Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por
completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa.
(…) Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me
volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y
seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones.
Una ira inexplicable, que a duras penas podía ocultar, me invadía cuando
escuchaba frases como: este asunto ha terminado bien o mal para tal y tal; el
sheriff N. es una mala persona, el predicador T. es un buen hombre; el aparcero
M. es digno de compasión, sus hijos son un derrochadores; otro es digno de
envidia porque sus hijas son hacendosas; una familia está prosperando, otra
decayendo. Todo esto me parecía sumamente indemostrable, falso e inconsistente.
Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas
que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a
través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que
semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y
sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la
costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y
nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaban
alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no
puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que
giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío”.
Releo críticamente
otra vez esta carta y descubro la razón última por la que comencé a escribir
estos apuntes: detrás de las palabras existen rostros y miradas. Las muchas
preguntas que he intentado responder durante estas dos semanas ya las había resuelto
anteriormente. Y es que no podemos dudar de la capacidad de las palabras para
representar el mundo. Antes de nosotros han sido muchos los que han logrado
describir la realidad y transmitir la vida porque, como recordaba Vladimir
Jankélévitch, todo se reduce al amor. Es decir, necesitamos las palabras y las tenemos.
Para lectores despistados que no hayan leído los apuntes anteriores:
Sobre rostros y miradas. Apuntes para un libro que no escribiré (I)
Sobre rostros y miradas (II): un apunte sobre Mateo 12, 46-50
Sobre rostros y miradas (III): una historia apócrifa
Sobre rostros y miradas (IV): amok
Sobre rostros y miradas (V): “¡soy yo!, ¡soy yo!”