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Sobre víctimas y delincuentes: la cultura del control

 

La cultura del control es un libro del sociólogo y criminólogo David Garland. Se completa con el subtítulo Crimen y orden social en la sociedad contemporánea. En él el autor desmenuza los cambios que se han producido en los últimos años en los modos en que el Estado hace justicia, previene y castiga el delito. Con ese ejercicio, nos ayuda a entender por qué ahora la justicia funciona como funciona. Por qué la justicia, paradójicamente, es hoy más dura que hace treinta años. Por qué ya no se puede hablar del “penal-welfare”, es decir, de un sistema penal coherente con el espíritu de la preocupación por la cuestión social que dio pie al nacimiento del Estado del Bienestar. Pero es que también el Estado del Bienestar está muerto. 

 

La justicia ya no busca la rehabilitación del delincuente porque la idea de justicia que ahora prevalece es la que sirve para expresar la ira y el resentimiento provocados por el delito. Es la ideología, dice Garland, del “condenar más y comprender menos”. Durante la mayor parte del siglo XX era tabú la expresión abierta de sentimientos vengativos, pero en los últimos años son recurrentes tanto en la legislación como en las decisiones penales.

 

 

La víctima, la principal protagonista 

 

Ello se debe a, al menos, dos razones. En primer lugar, al regreso de la víctima al centro de la escena. Antes, dice Garland, en el complejo penal guiado por el espíritu de la “cuestión social”, las víctimas individuales apenas aparecían en escena, dado que sus intereses se integraban en el interés general del público y no se contraponían a los del delincuente. Todo esto ha cambiado ahora: “Los intereses y los sentimientos de las víctimas se invocan ahora rutinariamente para apoyar medidas de segregación punitiva”. Y añade un ejemplo: “En Estados Unidos los políticos llaman a conferencias de prensa para anunciar leyes que establecen condenas obligatorias y son acompañados en el podio por los familiares de las víctimas del delito”.

 

“El nuevo imperativo político es que las víctimas deben ser protegidas, se deben escuchar sus voces, honrar su memoria” y, por eso, el respeto de los derechos o del bienestar del delincuente se considera atenta contra el respeto por las víctimas. “Se asume un juego político de suma cero, en el que lo que el delincuente gana lo pierde la víctima y estar de parte de las víctimas automáticamente significa ser duro con los delincuentes”. Es el diagnóstico de Garland.

 

Garland describe, no juzga ni califica el cambio. Pero merece una reflexión. Es cierto que las víctimas merecen que se haga justicia, pero su satisfacción no puede convertirse en la medida de todas las cosas, no puede ser la vara que determine si el castigo es justo o injusto, no puede ser la coartada que impida el cumplimiento del derecho a rehabilitarse del delincuente o los derechos humanos.

 

Pero la nueva “ideología” pro víctimas es tan efectiva porque ha calado que cualquiera, en cualquier momento, puede convertirse en una y de ahí el apoyo generalizado. El público demanda protección ante esta nueva sensación de inseguridad que nos invade. Además, queda muy mal criticar a las víctimas, decir que se dejan llevar por los más bajos instintos, lógico, por otra parte, después de sufrir un brutal trauma. Pero el Estado, las autoridades, no pueden bajar a ese nivel. Deben resistir las presiones. 

 

A la autoridad moral de las víctimas y a la empatía del resto de la sociedad atribuye Garland la “cierta laxitud respecto de las libertades civiles de los sospechosos y los derechos de los presos y el nuevo énfasis en la custodia y el control efectivo”. También la escasísima preocupación del público por el riesgo que representan las autoridades políticas sin control, su poder arbitrario y la violación de libertades civiles.

 

 

Menos expertos y más cárcel

 

La necesidad de contentar a las víctimas, que ocupan los primeros puestos en cuanto a autoridad moral, y la creciente conciencia del público de que el riesgo de convertirse en víctima es muy elevado ha provocado que éste sea un tema medular en la disputa electoral. Se arrebatan las competencias a expertos y profesionales de la materia y se convierte en materia politizada. “Las medidas de política pública se construyen de una manera que parece valorar, sobre todo, el beneficio político y la reacción de la opinión pública por encima del punto de vista de los expertos y las evidencias de las investigaciones”, explica Garland. “La voz dominante en la política criminal ya no es la del experto, sino la de la gente sufrida y mal atendida, especialmente la voz de la víctima y de los temerosos y ansiosos miembros del público”.

 

Pero el hecho de que sea un tema muy politizado no provoca que haya debate entre posturas opuestas. Al contrario: hay una peligrosa unanimidad en la dureza de las penas a aplicar a los culpables.

 

Por todo ello, aunque las tasas de delito están descendiendo, las de encarcelamiento continúan aumentando. Aquí están las estadísticas europeas hasta 2009 y corroboran esta opinión. Aunque en las de los últimos años, entre 2009 y 2012, hay de todo. Eso sí, en España, la población reclusa está reduciéndose en los ejercicios más recientes, aunque nuestro país sigue liderando el ránking en número de presos por cada 100.000 habitantes. 

 

Garland dice que si antes de los años setenta la cárcel era considerada una institución problemática y necesaria únicamente como último recurso que poco servía para cumplir con los objetivos que se le habían encomendado y los Gobiernos llegaron a invertir muchos esfuerzos en la tarea de crear alternativas al encarcelamiento, ahora se está caminando en la dirección opuesta.

 

Pero hagamos un inciso: esto no ocurre en todos los casos. Las víctimas de la violencia de género son de segunda, al igual que las de los grandes delitos económicos. También, las del bando vencido de la Guerra Civil. ¿Por qué? ¿Tendrá que ver con la ideología dominante?

 

A ella está vinculada la segunda razón por la cual la justicia es cada vez más dura con los delincuentes. ¿Cómo se les diagnostica?, ¿cómo se les califica?

 

 

La criminalidad como síntoma de la enfermedad social

 

Antes, “la criminalidad era visualizada como un problema de individuos o familias defectuosas o mal adaptadas, o bien como un síntoma de las necesidades insatisfechas, de la injusticia social y del choque inevitable de las normas culturales en una sociedad pluralista aún jerárquica”. Los delincuentes, de alguna manera, eran también víctimas y, por eso, más que castigo, necesitaban protección. Porque “los individuos se volvían delincuentes porque habían sido privados de una educación adecuada o de una socialización familiar o de oportunidades laborales o de un tratamiento adecuado de su disposición psicológica anormal”. De ahí que antes de los cambios de mentalidad en la justicia penal que, casualmente, coinciden con el ascenso en el poder de las ideas neoliberales de los Chicago Boys que cristalizaron con la llegada al poder de Ronald Reagan en Estados Unidos y de Margaret Thatcher en el Reino Unido, “la solución frente al delito radicaba en el tratamiento correccional individualizado, el apoyo y la supervisión de las familias y en medidas de reforma social que mejorasen el bienestar social, en particular la educación y la creación de empleo”.

 

Bajo esa praxis había una concepción optimista del ser humano. Podía cometer errores muy graves, pero era recuperable: el delito era un síntoma de socialización insuficiente, incluso de ciertas enfermedades sociales. Al ser éste el diagnóstico, era posible exigir ayuda al Estado para reparar quienes habían sufrido las carencias que les habían empujado al delito. No sólo las víctimas necesitaban rehabilitación, también los delincuentes. 

 

“Las teorías del control parten de una visión mucho más pesimista de la condición humana. Suponen que los individuos se ven fuertemente atraídos hacia conductas egoístas, antisociales y delictivas a menos que se vean inhibidos por controles sólidos y efectivos”, explica Garland. Por eso, si la antigua criminología exigía mayores esfuerzos en las partidas presupuestarias a la ayuda y el bienestar social, la nueva insiste en ajustar los controles y reforzar la disciplina.

 

Según las teorías dominantes actuales, el delito es un aspecto normal de la sociedad moderna cometido por individuos perfectamente normales y, por tanto, plenamente responsables de sus actos delictivos, sin que ninguna tara previa pueda servirles de atenuante, sin que se vea a través de ellos fallos, deficiencias o injusticias sociales que sea preciso atajar. Parece que no se quiere cuestionar el sistema socio-económico, sino sólo los comportamientos erráticos de los individuos, como si una cosa y la otra no tuvieran nada que ver. Pero, al mismo tiempo, la justicia ya no ve a una persona y a sus circunstancias para juzgar un delito. Ve el delito aislado. Y a la víctima. Sobre todo a esta última. Todo eso le da legitimidad para poner penas cada vez más duras, porque el legislador también se siente respaldado para hacerlo.

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