“La suprema finalidad, señores, es no hacer nada en absoluto”.
Memorias del subsuelo, Dostoievski.
Para un jugador básico, amateur, de la vida, hay tres formas de morir: de espaldas, de frente, y como Antoñito el Camborio, que se murió de perfil. Por eso te preocupas tanto de andar siempre ofreciendo tu lado bueno, en pose de por si acaso. Como si en cualquier momento pudiesen salir de la nada dos tipos con gabardina y sombrero y sorprenderte comprando naranjas para acribillarte a tiros. Y así que no te pille de imprevisto, rendirte al suelo en un gesto matemático cayendo con la suavidad de un cisne, desangrado, y terminar acurrucado con una mejilla en el asfalto dejando para los flashes tu mejor lado.
Porque hay quien se acicala hasta para despedirse. Ya no queda quien te agarre del hombro agonizante y te susurre: «Te corto las pelotas como vengas a mi entierro». ¿Dónde está el romanticismo? La gente ya no muere en plan discreto, casi nunca lo hizo, en silencio, como ocultando a los demás su plan secreto. Resulta todo tan masticado, con esa parafernalia casi folclórica de como si hubiera que demostrarle nada al muerto, confiando en que se espabile unos segundos para ver las flores y se le sonrojen las mejillas pálidas al dar las gracias por tanta belleza antes de salir de nuevo. A no hacer nada. A quién le importan las flores si no se va a morir en una peli de los Coen.
Pero, en fin, siempre dejamos muy poco margen a lo espontáneo. Por ejemplo, ya apenas quedan desmayos. Eso sí se ha ido perdiendo con los años, y es una lástima. Una de esas cosas simples que le alegran a uno el día, como para Iñaki Uriarte tomar el sol: “Otro acto mínimo que casi no es ni acto, de los que a mí me gustan”. Mi abuela me contó un día que, no recuerdo si ella o su hermana, de joven, se desmayaba un par de veces al día, como quien se cepilla los dientes, a la mínima, en un gesto sencillo desplomándose con firmeza y elegancia ante el asombro del resto.
Desmayarse debería ser algo más sincero, una respuesta contundente, un inciso en un momento eléctrico que dijese en forma de cuerpo desplomado lo mucho que te importa lo que poyas te estén contando. Mi hermano pequeño está grabando un disco con su grupo, tres amigos hechos al eco de los Rolling con sus chaquetas de Beatles, pose de Jimmy Stark y el papel de John Margaro. El otro día grababan uno de sus temas estrella, y en un segundo de concentración en el que la belleza del momento se enredaba con la lírica de la canción, el cantante, sujetándose los pelos por una cinta en la cabeza y con un cigarro en cada oreja, se desmayó cayendo estrepitosamente al suelo, superado por la situación. No se me ocurre nada más auténtico que eso. Como el que hace no mucho se desmayó en el Congreso al salirle de repente alguna palabra del pecho, solo que con más glamour y sin la histeria colectiva. Que los demás, al ver a su compi derrumbarse ante el micrófono perdiendo en el abismo el marrón de sus pupilas, agitaron en tres golpes los platillos y siguieron con la música. Viva Siete de picas.
Yo no recuerdo haberme desmayado nunca, y ya me jode. Pero es algo que tiene que salir solo, como cuando Stendhal entró a la Basílica de la Santa Cruz de Florencia y casi se redujo hasta el suelo. Lo más cerca que he estado nunca creo que pudo ser ayer, en mi clase de Movimiento y lenguaje, que últimamente se está inclinando violentamente hacia la danza. Los ejercicios de respiración y suave expresión corporal han quedado atrás, y para mi horror ahora se rueda por el suelo jugueteando con las piernas, se salta abriendo los brazos e inclinando con cariño la cabeza, se agita la cintura en golpes secos… que a mí, que voy en pijama porque para respirar me era más cómodo, se me atragantan los pasos y se me sonrojan las mejillas como al muerto con las flores pero solo del bochorno. Y para colmo ayer coge la profesora y me saca al medio, descalzo y desarmado, frágil como un pececillo boqueando aturullado entre la espuma rota por la orilla, y me pide que baile para todos. «Dame más, Antonio, dame más», me dice, y yo, mientras intento que reaccionen mis rodillas y noto el pecho asfixiado, miro de reojo la ventana abierta que me invita a terminar con el ridículo de un salto dulce y hermoso. Es un primer piso, no vayan a pensar otra cosa, pero huir se me antoja como la única salida, huir y no volver, y mandar una carta a la universidad de aquí justificando mi marcha por «motivos personales», o a unas malas con lejía. Sí, con lejía, que yo no valgo para subir una pierna en alto y girar sobre mí mismo mientras el mundo sigue su curso tan tranquilo disimulando. “Señora, de verdad, ¡Que yo no bailo!”, susurraba en castellano. Así que ahí estaba, suplicando a mis adentros el desmayo, que no debía de andar lejos pero se me resistía. Y yo sabía que un buen desmayo me sacaba de esas para siempre, además de proporcionarme una buena ovación de aplausos. Es lo bueno del desmayo, que, a diferencia de al morirte, te ahorras las flores y puedes elegir perfil según quieras o no escuchar aplausos.
—Me ha vencido la emoción– susurraría a la profesora al despertarme entre sollozos.
Me incorporaría entonces con lágrimas en los ojos, con un aire trastocado. Magnífico. Sin hacer nada. La clase rompe en aplausos.