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Mientras tantoSobrepasado por el polvo

Sobrepasado por el polvo


Fogón en la cocina de la casa de los abuelos en Anqui, distrito de Jaquí, Departamento de Arequipa, Perú. Foto del autor.

Y se quedarán los pájaros cantando

Juan Ramón Jiménez

 

El cementerio de Jaquí era un lugar sobrepasado por el polvo. Detrás de las calles donde el sol caía en picada, quedaba ese terreno de muros abiertos a los animales, a quienes quisieran cruzarlo. Ahí enterramos a mi abuela.

En Lima, mi madre me levantó para que viera la boca quedándose inmóvil. Para que le dijera adiós. Mi abuelo, en la cama de al lado, ya vestido, con zapatos, los brazos cruzados, parecía ignorarnos. Yo tenía 16.

Mi tío Uriel llegó minutos después y fue quien dio la orden: a su madre tenían que enterrarla entre el polvo, detrás de los cercos de olivos, los solares de adobe. Teníamos que llevarla a Jaquí. No importaba si el pueblo quedaba a ocho horas de viaje. No importaban los controles de la policía. Dirían que estaba muy enferma. Que la llevaban a morir a su tierra.

Y así fue.

En 1989 aún gobernaba ese país de hartos un joven político desafortunado, llamado Alan García. Entre la demagogia de su discurso contra los organismos financieros, con la corrupción desatada por él y sus amigos, entre la ineficacia y la prepotencia de su ignorancia, el país moría.

Por eso mi tío, aprista con carnet, tenía que manejar. Solo él podría susurrarle a los militares apostados con metralleta en los controles de carretera, con el desparpajo correligionario, enseñando su membresía, que «llevaban a su madre muy enferma para que muriera entre los suyos, en el pueblo».

Enfundada con sábanas y mantas, la abuela Leonor iba echada en la parte de atrás de una Toyota Station Wagon. Mamá y la tía Isabel iban a su lado, fingiendo en cada control que le ponían paños mojados en la frente, que le bajaban la temperatura.

El abuelo iba adelante, mi padre y mis hermanos apretados, atrás. Y así pasamos un control tras otro. Cruzamos el túnel de Palpa, parando unos minutos para encenderle una vela al Cristo negro. Descendimos con lentitud frente al acantilado y las decenas de cruces que marcaban el número de quienes se desbarrancaron. La camioneta sorteó con paciencia los agujeros de la Panamericana entre Nazca y Chaviña.

Vista del valle de Jaquí desde la pampa de Yauca. Foto del autor.

Ya casi de noche, tomamos el desvío de la pampa de Yauca. Uriel hizo correr la Toyota sobre el camino afirmado, bajó por la curva de tierra compacta que miraba a las dunas y entramos al valle. Pasamos frente a los linderos marcados con pircas o con maderos desnudos, uno al lado del otro. Frente al fundo de los Garayar, los Quintanilla, los Segura, sobre los troncos mal atados, mal cubiertos de barro, que hacían de puente de sus angostas acequias. La Toyota y nosotros pasamos frente al caserío Mochica, con sus casas de quincha triste y descascarada, sus perros flacos, su olor a tierra mojada.

Y al final, Malpaso: el tajo abierto, el angosto abismo sobre el río que terminaba en un puente. Los maderos podridos, con huecos parchados, aquí y allá no. Después, ya casi estábamos. Entramos al pueblo por el camino ancho, por la calle principal de Jaquí.

Mi tío Juvenal era el alcalde. Recibió a su madre con un cortejo de partidarios y amigos. Caminó delante de la Toyota. En la casa, al lado de la comisaría, a quince pasos de la plaza con sus buganvilias, ya se había montado un velorio, alrededor de un ataúd encargado a Nazca. Ahí colocaron el cuerpo, ya algo descompuesto, de Leonor Márquez Márquez.

Jaquí: el pueblo de los olivos viejos, del río que descendía rugiendo en los veranos desde las alturas de Ayacucho: desde Pausa, desde Cora Cora.

Olivos a la entrada de Jaquí. Foto del autor.

Ese pueblo, con su pequeña riqueza distribuida entre unas cuantas familias, todas ubicadas alrededor de la plaza, parecía adormilado. Como mi abuela: recostada en un ataúd, dentro de su sala, en su pueblo, rodeada de velas.

Para mí Jaquí también era el sombrero blanco del tío Aureliano, caminando por la vereda de la plaza. Era entrar en la bodega de Manolito, con el olor fesco de los granos, a pedir rosquitas, chups, cuadernos y lapiceros. Era las tres horas caminando a pie por un camino de polvo seco hasta el fundo de mi abuelo: Anqui. Eran los cercos de ramas con púas, las piedras removidas cayéndose, los trabajadores con las piernas y las sandalias barrosas, explicando cómo iban a regar los cercos esa temporada.

Jaquí era la casa de mi abuelo: con el agujero en el techo del cuarto que se abría con un palo largo, por donde entraba una luz muy suave. Era el pocillo blanco que se llenaba de leche. Era el fogón de la cocina. Eran las puertas de madera apenas cerradas con unos pasadores de metal oxidados. Era la mesa de madera que crugía. Eran los ganchos para la carne colgados en el pasillo, las fotos descoloridas mal colgadas sobre las paredes descascaradas de la sala. Era mi abuelo apoyado en un pedazo de concreto frente a la calle, fumando un cigarro. Sin hablar.

También era la tía Carmen, caminando entre el desorden de su casa, al lado de la nuestra. La tía Marina recibiéndonos, la tía Adela, envejeciendo en un caserón que se caía a pedazos, con portales llenos de tierra, que se adivinaban muy altos, donde alguna vez entraron las carretas. Mi abuela Leonor no era la mayor, pero sus hermanas murieron antes que ella.

Enterramos a mi abuela un sábado. Apenas si recuerdo el ajetreo del camino, el silencio frente a la tumba, el dolor del sol. Estábamos obligados por la sangre pero ese ya no era nuestro pueblo.

Volvimos a Lima el domingo.

 

 

 

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