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Sobretitulando a Barbazul (II)

 

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BarbaCastillo

 

Muchas veces, lo único que nos libra de esta tensión y nos permite tomar la cerveza en paz es la luz y el piano. Sí, porque la luz de trabajo y la ausencia de la orquesta en el foso convierten la habitación de los horrores en un andamio de tantos metros; los detalles, en cola y madera; y el espectáculo, en una jornada de trabajo más.

 

Pero a casi todo el mundo (igual que a los directores de escena) le ocurre que llega un punto determinante en el ensayo a la italiana. Es el primero en el que los más o menos acertados acordes del piano son sustituidos por los colores de la madera, del metal, de la percusión y de la voz humana, que comienza a adaptarse a la forma y dimensiones que tendrá durante las funciones. Además, ya no hay luz en la sala, y eso ayuda a que tampoco se escuche un alfiler.

 

Cuando, además, fuera llueve parece que Barbazul empieza a cobrar vida y a transportar a Judit hacia lugares más bien inhóspitos. Pero falta un puntal para que no solo lo parezca, sino para que lo haga: el texto.

 

Acompañamos El castillo de Barbazul, de Bartók, con nada más y nada menos que las Cuatro últimas canciones de Richard Strauss. Piezas, ambas, en las que cada palabra tiene un peso propio y específico; en que los tiempos mandan casi tanto como las sílabas. Casi parece que habrá que reforzar la pantalla de sobretitulado porque, tanto en las Canciones, primero, como en el cuentín que es Barbazul, después, cada palabra es ineludible, es como un puñado de oro (ensangrentado) que explica algo esencial.

 

El texto, ahora más que nunca, es parte de la acción. Como tal participa, dice, sustenta y provoca que cada gesto tenga un sentido. Tim Carroll, el director de escena (que por cierto, habla el húngaro de Barbazul con fluidez) ha hecho que los cantantes comprendan sus parlamentos y canten sus intenciones; que sean ellas quienes los lleven. Quizás no sea necesario sobretitular, porque ya haya mucho implícito en el cómo se dice; pero sí, sí es fundamental: porque si ya sacude algo, con el apoyo conciso y justo termina de derribar al espectador-lector.

 

Porque aquí, excepcionalmente, también se viene a leer. Esta es otra forma de ver ópera, una en la que el texto es el centro mismo de la partitura; la partitura, del drama; y el drama, de esas puertas que se entreabren y que nadie sabe a ciencia cierta qué ocultan. Esa concatenación genera dos músicas independientes, que de cuando se entrelazan como en el mejor Wagner: una, evidente y potente (atronadora por momentos) y otra, muda y más íntima. La una, a su vez, apoya a la otra, porque aplaca el consabido sonido de caramelos, carraspeos y partidas furtivas a los jueguecitos del móvil que de vez en cuando surcan el patio de butacas.

 

Con lo uno y con lo otro hemos decantado una pequeña botella de sobretítulos, una muy concentrada (apenas doscientos cincuenta) sobre los que volver hasta la extenuación. Tragos de un licor que rasca y explica y que, ya en su propia forma, serán esta vez una invitación a entrar en ese castillo cuyas paredes lloran y cuyas puertas ocultan, a conciencia, el sol: la luz que convierte habitaciones en andamios y reduce los detalles a minucias.

(Este artículo continúa en este otro.)

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