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Mientras tantoSobretitulando a Otello (II)

Sobretitulando a Otello (II)


 

(Este artículo continúa este otro).

 

HonoryFe

 

Hubo un tiempo en el que la esperanza y el beso le pintaban una sonrisa en la cara. Eso había ocurrido en los albores de su amor (mucho antes, ejem, de que Otello se plantease acabar con su vida). Y ella, Desdémona, lo enuncia las puertas de uno de los momentos magníficos de la ópera: Quell’innocente un fremito.

 

Se trata de un concertante que pone fin al tercer acto, en el que todas las voces solistas y el coro se diluyen en una masa informe y verdiana, maravillosa, hipnótica y por supuesto difícil de ejecutar desde todos los puntos de vista: desde el musical, por la profusión de elementos; desde el dramático, por la profusión de detalles; y desde el textual, que es el que aquí nos ocupa, porque una escena así haría palidecer al más enmarañado de los diálogos de Woody Allen.

 

Por un lado, Otello acaba de humillar públicamente a Desdémona ante los embajadores enviados desde Venecia para comunicarle la voluntad del Dux de relevarle. Empieza a hundirse y a dar sentido a aquello de que es el fin de su gloria, mientras que Desdémona se lamenta. Montano y Lodovico asisten atónitos a la escena; Cassio trata de asimilar que acaba de convertirse en el general veneciano en Chipre; Emilia intenta consolar a Desdémona y, entre todo el follón, Yago aprovecha para convencer a Otello, primero, de que se vengue de Cassio y Desdémona, los supuestos amantes; y a Roderigo, después, para que se ocupe él de acabar con la vida de Cassio esa misma noche si quiere un buen puesto.

 

Sí, buena parte del nudo de Otello sucede en unos cuatro minutos de música (que ocupan, en nuestra partitura para canto y piano, tanto espacio como el cuarto acto entero) vestidos con un coro monstruoso. Así que tenemos, por un lado, una masa musical estupenda (na, naaaa, na na na naa, na naaaa) y, por otro, un punto esencial en el desarrollo de la trama que es materialmente imposible que el espectador escuche, salvo dos frases que sobresalen entre todo este bosque: la de Desdémona citada al principio y la de Roderigo al aceptar matar a Cassio: «Sí, Yago, ¡te he vendido mi honor y mi fe!»

 

El reto de un buen sobretitulado para ópera es embutir todo esto en dos líneas de texto, de 51 caracteres cada una como máximo (15 más, según estudios de todo menos científicos, que en el subtitulado para cine y televisión) que dé tiempo a leer y que no distraigan de lo que está ocurriendo en escena. Un ejercicio que haría las delicias, y deudor a un tiempo, del glorioso periodista guiri Bill Lyon (quien, por cierto, acaba de publicar en Libros del K.O. el más que recomendable La escritura transparente. Cómo contar historias).

 

En el Máster de Periodismo, Lyon nos tuvo redactando durante semanas lo más difícil, dice él, del oficio periodístico: breves. Nos daba interminables teletipos y nos obligaba a contar de un vistazo las palabras que contenían, para luego entrar con una podadora hasta reducirlos a su mínima expresión, hasta contarle a nuestro lector, en un rincón de la página de periódico, lo esencial. O sea, a sobretitularles la realidad.

 

Si bien en teatro de prosa puede hacerse más complicado este ejercicio de poda, en escenas como estas (las más complicadas de este repertorio para el sobretitulador) es aparentemente más sencillo, ya que casi nadie está cantando algo relevante para la trama, sino llenando sus labios de sílabas que acompañen a esa música estupenda y pegadiza (na, naaaa, na na na naa, na naaaa). Así que tenemos medio problema resuelto: solo tenemos que dar a entender, en los cuatro minutos que tenemos, y por turnos, en qué estado se encuentra cada personaje y, en todo caso, a quién se dispone a cargarse. Esto puede hacerse en uno solo de esos sobretítulos, siempre y cuando sean elocuentes y que sacrifiquemos, en ellos, unos pocos de nuestros preciados caracteres en introducir (no están en el texto original) vocativos, nombres o marcas que nos permitan identificar quién está diciendo eso: cuando salen del túnel momentáneamente y Roderigo profiere esa frase, por ejemplo, es necesario insertar el nombre de Yago para saber que es a él a quien le ha vendido su honor y su fe.

 

Pero se da otra circunstancia que a Lyon, el sintético, le estorbaría sin lugar a dudas: el relleno. Nuestro sobretitulado, tanto aquí como en el resto de la obra, debe ser un continuo, que atienda a las frases textuales y musicales, ante todo, pero también que dé la sensación al público de que no le estamos ocultado información. En nuestros cuatro minutos bastaría, dramáticamente hablando, con que solo sobretitulásemos a Yago en apenas dos sobretítulos, pero ¿qué pensaría el espectador si no le contásemos, al menos, que esas sesenta personas no están diciendo absolutamente nada que le importe? Y ¿cómo hacerlo? Pues insertando píldoras aquí y allá: al final, una atmósfera, un ambiente. De cuya técnica, como en los buenos breves, nadie debería darse cuenta… Hasta que se encuentre con un «puta» del tamaño de la pantalla.

 

(Y continúa en este otro.)

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