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Sobretitulando a Otello (y III )

 

(Este artículo continúa este otro).

 

Algunos creyeron haberlo visto; otros, estaban seguros: Otello acaba de llegar a los aposentos de Desdémona, en el cuarto acto, cuando le pregunta si ha dicho sus oraciones. Sí, repone ella. ¿Por qué? Porque no tengo ganas de acabar con tu alma; solo con tu cuerpo. ¿Qué dices?, pregunta alarmada. Amabas a Cassio, le espeta el celoso por excelencia. ¡No! ¡Sí! ¡No! ¡Muere! Déjame vivir…

 

En ese momento, en su pantalla, le toca a este sobretítulo:

 

PutaOtello

 

«¡Cae, cae, puta!»: Un profesor de Interpretación Consecutiva solía aliñar sus clases con la anécdota de cierto intérprete, de nivel europeo, al que le tocó una reunión entre sindicalistas irlandeses y personal de la Comisión Europea. Al cabo de pocos minutos, por aquellas bocas rosadas empezaron a brotar una colección de sustantivos que el decoro le impedía reproducir, hasta que, tras vacilar un poco, se dijo: «Va a ser tu última oportunidad de llamar a alguien hijo de puta sin que te despidan».

 

Algo de esto ha habido aquí: que te paguen un sueldo por proyectar, desde las sombras, un «puta» ante 1.400 personas (entre ellas lo mejorcito de la sociedad ovetense) tiene un encanto indudable. Más allá de la boutade, también tiene un sentido relacionado con lo más hondo de Otello, y con su lenguaje interior: un buen motivo para poder seguir poniendo guindillas en el sobretitulado.

 

Para empezar, el libreto está fantásticamente escrito, aunque sin apenas marcas del lenguaje empleado por Shakespeare en su día. Eso mismo he encontrado en estupendas traducciones como la de Ángel Luis Pujante, para Austral; o incluso en la edición que propone la exhaustiva versión de Cambridge. Así que en español (y más en nuestros sobretítulos) es necesario buscar un equilibrio entre estas raíces shakespearianas y el planteamiento de la obra en sí; en su cercanía, en su potencia. En su inteligibilidad a primera vista.

 

La primera decisión en este sentido fue toquetear todos los tratamientos: aunque en italiano original sea así, nadie trata de usted a nadie salvo a Otello, que es la máxima autoridad, y a Lodovico, embajador del Dux. Yago no conspira con Cassio de usted; este no ofrece pelea a Montano cuando está completamente borracho tratándole de vuesencia; y Desdémona, huelga decirlo, no se habla con su marido en estos términos. No tiene sentido (y ocupa muchos más caracteres que la segunda persona…).

 

No obstante esta actualización necesaria, que de un vistazo ya informa de los distintos grados de confianza, apego o respeto entre los personajes (Yago se lo salta y trata a Otello de usted cuando cree que va a matar a Cassio delante de toda la guarnición), hay algo en el vocabulario elegido que tiene que echar el texto hacia atrás, que ha de remitir a ese regusto clásico: verbos como «afligir»; expresiones como «vil cortesana» o la ampulosidad algo tosca de Yago («¿Cassio conocía a Desdémona cuando usted inició su amor?») remiten a ese sabor, chocan al lector/espectador y de algún modo encorsetan los parlamentos en el español de otro tiempo. Es solo un pequeño regusto, una nota que no pretende ni invadir ni comerse el texto: prima, ante todo, la facilidad de lectura.

 

Así, con este código establecido, hacia el final podemos hacerlo saltar por los aires cuando sea necesario (que es cuando todo salta por los aires en la obra en cuestión). Comienza justo antes de que Otello entre en escena para estrangular a Desdémona, cuando esta dice, en efecto, sus oraciones. Arranca con un Ave María de manual, que en nuestro sobretitulado podemos pasar a gran velocidad porque, de un vistazo, cualquier espectador hispanohablante sabrá lo que está ocurriendo. Pero luego Verdi y Boito retuercen su segunda parte, dándole aires de religiosidad a un texto de lamentación, en realidad, e inventado para la ocasión por ellos. Así que ellos mismos juegan, en términos teatrales, al establecimiento de una realidad lingüística verosímil, pero paralela: a su servicio.

 

Justo después, llega Otello. Se produce el intercambio antes descrito y de pronto, ¡plas!: «Giù! Cadi, giù, cadi, prostituta». Si bien en momentos anteriores, como el de la vil cortesana, aún queda algo de serenidad en las barbaridades que se están tirando a la cabeza los personajes, un simple vistazo a lo que ocurre en este otro instante obliga a empujar un poco el texto y a elevar el tono de nuestro código clásico-contemporáneo: tras una entrada tétrica y criminal, espeluznante, acompañada de los abismos más graves de la orquesta, el héroe veneciano se está cerniendo sobre Desdémona y echándole la mano al cuello. ¿Sería capaz, entonces, de llamarla «prostituta?» ¿O «ramera»? ¿O cualquier otro sinónimo insultante? Tengo serias dudas.

 

A este factor hay que sumar otro: hay que subir el voltaje después de la vil cortesana, de hacerla llorar, etcétera. Aquí hay muerte, una muerte que no sabemos si llegará a consumarse (ni a manos de quién) hasta este instante, hasta este compás. Y, por último… ¿Llamar a una mujer «prostituta» en 1887 era igual de grave que hacerlo hoy? Posiblemente, no. Quiero decir que cualquiera con una oreja junto a la otra, y no enfrentadas, que salga a la calle o encienda la televisión percibirá un uso mucho más relajado de este rincón de la lengua española que en la época. Así que adelante: llamémoslo por su nombre.

 

Al final, pocos fueron los que lo vieron y menos los que se sintieron extrañados. Al final, el mes necesario para producir 594 sobretítulos, tamaño tuit, y luego proponérselos al público se convierten en un esfuerzo invisible, tan natural en apariencia como el propio canto; y tan intrincado en su concepción como tantas otras facetas del espectáculo operístico. El placer, el éxito, está en que ese «puta» haya sido apenas visible pero (quiero creer), útil y valioso para el planteamiento del espectáculo: ya habrá más ocasiones…

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