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Sobretitulando a Sansón (fin de temporada)

 

A veces pasa con la música que tiene sabor, que se vuelve corpórea no por el sentido del tacto —como ocurre con Händel, que tiene ángulos y aristas; madera y metal—; la vista —ese es Britten—; o por el olfato —Vivaldi—. Por el gusto, entonces, creo que solo ocurre con cierta ópera del siglo XIX, que más que escucharse se bebe como un mejunje de varias temperaturas y diversos sabores (aunque, ay, casi siempre dulces). Por ejemplo, Sansón y Dalila, de Camille Saint-Saëns, es una ópera templada con ramalazos amargos, una grande opéra française que se delata a sí misma con los números de ballet encastrados en los actos I y III.

 

Fue el título elegido para rematar la LXVII temporada de la Ópera de Oviedo, de cuyo sobretitulado me he venido ocupando desde septiembre —osea: Otello, Cuatro últimas canciones/El castillo de Barbazul, Madama Butterfly, El barbero de Sevilla—. Quizás la guinda necesaria; una caja de sorpresas con todo lo que iba a pasar: el sabor de Sansón era mullido al paladar al principio; algo más sanguinolento, después. Y accidentado, picudo, picante al final. Iban a batirse algunos récords: en cuanto a lo musical, seguro. En cuanto a lo imprevisto y doloroso… Más.

 

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Los teatros de ópera han desarrollado en los últimos años cierta capacidad para el equilibrismo financiero y el funambulismo artístico, de modo que puedan seguir ofreciendo espectáculos como acostumbraban sin verse obligados a hacer inversiones demasiado grandes.

 

En la Ópera de Oviedo esto se ha traducido en una colección de producciones propias a medio camino entre la fabricación artesanal y el reciclaje de materiales: así nació Norma primero (aquella con la que debutó el rol Sondra Radvanovsky, que ahora lo triunfa en el Liceu), Turandot después y Traviata, nuestra amantísima traviata, al fin. Las tres, dirigidas por Susana Gómez, con escenografía de Antonio López (Fraga, si fuera el otro seguiríamos esperando…) y luces de Alfonso Malanda. Este año, a ellos dos les ha tocado vestir las ideas de Curro Carreres, que es quien dirigía este Sansón.

 

Un Sansón vestido, así, en los pasillos, que desde hace meses requirió de mucha pericia pero, sobre todo, de cierta habilidad casera para salvar los números: mallas metálicas para cerrar fincas dobladas, disimuladas, escondidas y retorcidas hasta formar elementos de una escenografía espectacular. Todo, para un show que resultó en éxito: ¿cómo no, con la reaparición del gigantesco Carlos Álvarez en el rol de Sumo Sacerdote; con Nancy Fabiola Herrera como única Dalila posible, y con Stuart Skelton como Sansón…?

 

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No hay que cansarse de repetir que los grandes lo son por algo. Y nunca por ser unas divas: desde el primer día de ensayos hasta el último, tanto Carlos Álvarez como Nancy Fabiola como Stuart Skelton saludaron a cada técnico, se molestaron por cada corista y no rechistaron un solo ensayo. Ni siquiera cuando algo les incomodaba: como profesionales que son, y de los de primera división, dieron gracias y estrecharon manos a medida que caminaban hacia un éxito seguro, entregando acciones de su gloria a quienes se escondían detrás de todo.

 

A Skelton le encanta Oviedo desde que nos voló la cabeza con Peter Grimes hace tres años. Su fabada, su clima (muy bueno para ser enero) y su gente. Y su teatro. Tanto, que cuando agarró la madre de todas las infecciones de pecho siguió. Siguió colgándose del anillo final; siguió siendo Sansón y siguió empeñado en llegar al estreno. Hasta el último momento luchó contra aquello que, intuyo, debe sentir alguien que lleva veinte días sin poder alcanzar el puto Si con el que Sansón hunde el templo de Dagón.

 

Una hora y media antes de levantar el telón del estreno, se rindió. No podía.

 

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Cuando no hay tenor para un rol que no mucho más de dos docenas de personas en el mundo pueden afrontar con garantías los sobretítulos son lo último. Y lo demás, también: había un pequeño esfuerzo adicional para darles una tipografía adecuada y, como novedad, sacarlos de la pantalla sobretituladora para proyectarlos sobre el rompimiento que rodea la escenografía. Y eso iba a servir de poco sin una solución. Eso y, claro, todas las horas de todo el mundo para poner en pie el monumento a Sansón…

 

Así que el problema residía en que, llegados a ese punto, todos habíamos encontrado las temperaturas adecuadas en los respectivos ámbitos, todo para que cada sorbo de esta ópera supiese al público como debía. Pero sin Sansón, no había nada que hacer.

 

Empezó entonces una trepidante búsqueda, parcheo, ginkana o como se quiera llamar que dejó como promedio final 1,25 tenores por función, esto es, cinco para cubrir cuatro funciones: primero, Skelton actuando mientras que cantaba Dario di Vietri —un tenor que felizmente había audicionado dos días antes—; luego, Di Vietri solo; a continuación, el francés Jean-Pierre Furlan; más tarde Antonello Palombi —indispuesto, no llegó a cantar— y, de remate, Endrik Wottrich.

 

Todo a un ritmo endiablado algo complicado de percibir, aún más de contar. Pero que no sabía, a priori, a lo que supuestamente sabe Sansón.

 

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Yo era uno de los pocos en todo el teatro al que todos estos cambios le afectaban relativamente poco: al no haber recitativos —esto es, texto dejado a merced de los intérpretes y acompañado al clave— y mantenerse el mismo maestro, que desfilasen sansones tenía más efecto en la incertidumbre general que en un reto específico a la hora de ponerle palabras a su interpretación.

 

Lo más increíble es que, con prisas y todo, cada vez que se alzaba el telón (y había alguien distinto al otro lado), apenas hacían falta unos minutos, unas páginas, unos compases para que la energía y el sabor (¡ahora sí!) se parecieran a aquello que se había buscado desde un primer momento. No porque el tiempo de ensayos fuese excesivo (o excesivamente escaso), sino porque todas las hormigas que no se ven, toda la levadura espolvoreada a un tiempo habían acabado de fermentar y a ellos no les quedaba otra que subirse encima y cabalgar.

 

Sansón, que diría el otro, fueron muchos: cinco. Pero también lo fuimos todos.

 

Nous sommes Samson!

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