Cuando lo volví a ver pensé que no llegaría al verano. Se había convertido en una amasijo de apenas 35 kilos de peso. Tan solo piel rodeando huesos. Las fuerzas le estaban abandonando lentamente. Dos años antes, cuando lo conocí, podía sostener un lápiz y, con sorprendente destreza, dibujar pequeños personajes de series manga. Le gustaban Dragon Ball o los cómics de Spiderman. Ahora a duras penas podía cambiar de canal con el mando a distancia.
Antes acudía de manera regular al centro de educación especial que hay en su campamento. Las dificultades a la hora de moverse, su enfermedad degenerativa, implacable como el sol del desierto y la necesidad de cuidados constantes, le obligaron a retirarse a su jaima, de la que no volvió a salir jamás. Una tele que se encendía de vez en cuando y su tía eran toda su compañía.
Durante la última visita, no tuvo fuerzas para hablar. Apenas un ininteligible hilo de voz nos decía: “Me duele al respirar”. Golpe de tos. “Me duele cada vez”. Otro golpe de tos. Silencio.
No me puedo ni imaginar lo que significa padecer un dolor constante que se alimenta con cada respiración. Un dolor que te va a acompañar hasta el final. Como si el hecho de mantenerte con vida, consciente y despierto, doliera de por sí.
Esto, unido al trabajo que le costaba tragar la comida, desgastaron su cuerpo hasta el final.
No aguantó al verano. Una mañana su tía lo encontró como todos los días. Inmóvil, silencioso ante el televisor. Los ojos todavía estaban abiertos, pero esta vez sin el frágil hilo de luz que los alimentó hasta la víspera. No volvió a dolerle respirar. Se llamaba Chej Ahmed y no había cumplido los 18.
Javi Julio es fotoperiodista. En FronteraD ha publicado Un huerto extremeño en el Sahara