Mis padres acababan de cumplir los cuarenta cuando vieron en Donosti por primera vez el mar. Todavía recuerdo la expresión del rostro de mi madre, para ella fue una gran revelación. Había temporal y las olas abofeteaban el paseo marítimo empapando a los transeúntes. Mi madre se dio cuenta de la dimisión extraordinaria de la naturaleza y de la vida que se estaba perdiendo. Su rostro tenía una capacidad infinita para expresar la tragedia humana. Hubiera sido una gran actriz del tipo de Anna Magnani… pero sabía reírse como nadie. Uno de los últimos recuerdos que tengo de ella fue en unas fiestas de su pueblo. Era la primera vez que habían contratado una vaquilla para torearla en una plaza improvisada. Los organizadores eran un poco chapuzas y bastante inexpertos y la vaquilla se escapó. Hicieron una batida con motos, coches, patrullas. Mi madre se reía a carcajadas, en la sala de nuestra casa, mientras les preguntaba: “¿Dónde la habéis comprado? No perdáis el tiempo, regresará allí”. Nadie la creyó. Desesperados, siguieron buscando a la vaquilla hasta que el teléfono sonó con la noticia anticipada por mi madre. La vaquilla había regresado a la finca de origen. Ingenua, perdió la oportunidad de huir de su destino.
Sí, había pasado mucho tiempo desde aquel verano, pero lo recordé mientras miraba las nubes desde la ventanilla de mi vuelo a Los Ángeles, mi primer vuelo a Los Ángeles. Empaticé con el miedo de mi madre. Mi madre nunca viajó en avión, pero podía adivinar la expresión de su rostro, su conciencia del peligro, del milagro de volar 12 horas en un pájaro mecánico para aterrizar al otro lado del mundo.
Ese maldito miedo mezcla de la religión, la pobreza y la incultura habían frenado toda posibilidad de ser ella misma. Una pócima para encarcelar a las personas en sus cárceles interiores, para someterlas, sin posibilidad de crecer, de afrontar los riesgos inevitables de la vida y, no nos engañemos, ese miedo me lo trasmitió de mil formas cotidianas. A veces, el miedo te sirve para sobrevivir, para ver el peligro. Otras, es una losa que tienes que eliminar de tu vida para tener una pequeña posibilidad de ganar en tu viaje interior.
Intenté dormir, pero me resultó imposible. Mi entretenimiento se centró en la propuesta de películas que me ofrecía Iberia y me encontré de bruces con una joyita: Sound City, un documental sobre uno de los mejores estudios de música de la historia del mundo situado en Los Ángeles. Fue el estudio donde grabaron músicos tan increíbles como Tom Petty, Neil Young… Todos los músicos eran hombres, todas las secretarias eran mujeres. Algunas de ellas llegaban a este puesto con la esperanza de hacer voces en las grabaciones. Sin comentarios. En Sound City, un lugar destartalado, con el suelo sucio y las paredes llenas de discos de oro. Siempre se grababa en magneto y en la película se filtraba una reflexión sobre los efectos negativos que había traído a la música el digital Pro Tools. Ellos buscaban la magia, el talento, la inspiración. Ahora todo se basa en arreglar la grabación, subsanar el error y seguir con otro tema.
Para mí lo más emotivo de la película fue encontrarme con Feetwood Mac. La única mujer que paso por allí como miembro de un grupo fue Stivie Nicks. Resaltaban la magia que generaban cuando tocaban. Su sonido era tan dulce, tan especial como el amor auténtico, y sentí que de alguna manera volvía a casa. El sonido de Feetwood Mac me ha acompañado a lo largo de mi vida. Yo hubiera dado cualquier cosa por tocar con ellos. La máxima era muy clara: La música no tiene que ser perfecta, tiene que venir del alma y ahí es donde está toda su potencia. Brutal. Lloré de la emoción. Mi madre, Feetwood Mac… el viaje, mi viaje empezaba muy bien.
Con la música no supe hacerlo, mi camino fue el cine y sin duda la primera miga de pan que encontré en mi larguísimo camino fueron los personajes interpretados por Lauren Bacall, otra mujer rubia, delgada, sexy y rompedora. Haws inventó para la pantalla las mujeres modernas, con personalidad, carácter y sexualidad de la historia del cine. Me resultaba conmovedor que Lauren Bacall muriera mientras yo viajaba a Nueva York desde Los Ángeles. Hubiera revisado con verdadero placer todas sus películas. Me hubiera dado un verdadero atracón de cine clásico.
No hubo atracón, pero pasear por las calles de Los Ángeles yNueva York es una clara verificación de lo que está pasando en el mundo del audiovisual. El cine se publicita en carteles pequeños, la mayoría de las películas publicitadas son superproducciones, con efectos digitales. El cine pequeño está escondido, sin apenas visibilidad y el verdadero derroche de talento está en las series de tv. Me encantó pasear por la ciudad y encontrarme con carteles de Ray Donovam, Masters of sex, House of cards impresionante, sin palabras. era como si esos carteles me acunaran. Esos carteles, las portadas de mis discos preferidos, albergaban mi verdadera patria, mi verdadera identidad y andar por las calles, por las ciudades, por los lugares donde se habían filmado, grabado o escrito esas propuestas artísticas me resultó de un gozo indescriptible.