Una mujer intrépida y una mujer asustada cruzan en trineo San Petersburgo en una tarde de diciembre de 1917. La temerosa ignora que están desafiando la nevada para encontrarse con una figura histórica. La temeraria sabe perfectamente a donde van y tal vez intuya que el hombre con el que está a punto de hablar va a entrar en la Historia, aunque esto ocurrirá después de que le claven un piolet en el cráneo. No habían pasado aún dos meses desde la Revolución rusa cuando la escritora y periodista Sofía Casanova decidió, en secreto, visitar el Instituto Smolny, donde se había instalado el nuevo mando rojo, para entrevistar a Leon Trotski, “el más interesante de los compañeros de Lenin”.
“¿Dónde me lleva, señora? Mire que aquí nos van a matar, la canalla está bien armada y a mí ya me tiembla el pulso”, suplicó Josefa López Calvo, Pepiña, que debía estar barruntando que se le había perdido en aquella revolución a ella, una modesta ama de cría que había evolucionado hasta convertirse en la sombra de la resolutiva Sofía Casanova, una mujer que había nacido en la otra punta del mundo, en Cecebre para más señas. Sin embargo, allí estaban. Pepa, sentada en un sofá, y Sofía, en una silla. Enfrente tenían a Trotski, a punto de comenzar la única entrevista que el líder bolchevique concedería a un periodista español mientras la revolución todavía humeaba.
¿Quién demonios era Sofía Casanova? Cuando se encontró con Trotski ya había firmado docenas de crónicas –entre ellas, la de la extraña muerte de Rasputín–, había publicado novelas cortas y largas (El doctor Wolski, Sobre el Volga helado o Princesa del amor hermoso, ilustrada por Castelao en 1909), poemarios (Fugaces y El cancionero de la dicha) y una obra de teatro, La madeja, que se estrenó en el Teatro Español que dirigía Benito Pérez Galdós en 1913, un año antes de que el Antiguo Régimen, aquel donde había triunfado Sofía, se pusiera patas arriba. Tenía fama y prestigio: Antonio Maura, en su etapa de presidente de la Real Academia Española –la misma institución que rechazó a Emilia Pardo Bazán: el escritor Juan Valera había dicho aquella tontería de que no cabía en los brazos de los sillones de la RAE–, encabezaría la lista de escritores e intelectuales que la postularon en 1925 para el Nobel de Literatura. Era políglota, católica, conservadora de mente y liberal de espíritu, que tanto se carteaba con Manuel Murguía como con Miguel de Unamuno y que para más mestizajes confundía la b y la v. Nacida en A Coruña en 1861 y herida en la infancia por la ausencia del padre –un impresor orensano de verbo poético y manos largas al que dieron por ahogado en un naufragio–, tuvo una madre lo bastante moderna como para alentar el talento de su hija y lo bastante clásica como para trasladar a la familia a Madrid para progresar alrededor de la corte. Para redondear su singular biografía, Casanova se enamoró de un excéntrico filósofo y nacionalista polaco que se sentía destinado a procrear con una extranjera al libertador de Polonia, sometida entonces por los zares.
Sofía Casanova conoció a Wicenty Lutoslawski en Madrid. Ella –su madre había calculado bien– impactó en los salones de la aristocracia y había recitado para Alfonso XII, gran amante de la poesía. Él se había instalado en Madrid para estudiar el pesimismo de la lírica española y portuguesa –en el posromanticismo debió ser un temazo–. Ella le pidió un autógrafo y él le escribió en el libro: “Tú aún no lo sabes, pero vas a ser mi esposa”. El tipo de relación que perfeccionarían rockeros y groupies en el futuro. Se casan en Madrid en 1887.
Del matrimonio no nació el salvador de Polonia, si no tres hijas que tuvieron suficiente con salvarse a sí mismas de la espiral bélica que machacó su país en el siglo XX. Una cuarta niña falleció debido a la negativa del padre, imbuido de corrientes orientales que abogaban por las energías directas como método curativo, a recurrir a tratamientos médicos convencionales. La escritora, cuenta su biógrafa Rosario Martínez Martínez, se refugia en Galicia para sortear su depresión. En esos dos años que pasa en Mera (1896-98) frecuenta el círculo galleguista de la Cova Céltiga en A Coruña, escribe y lee a mansalva y contrata a Josefa López Calvo, una madre soltera que amamantará a la benjamina de Casanova y Lutoslawski y que será enterrada junto a la escritora en el cementerio de Poznan después de una vida en común de sobresaltos históricos y de nutrir el cordón umbilical de Sofía con su tierra de origen –entre ellas hablaban en gallego–. Sin duda, Pepa tiene una historia.
En los prometedores tiempos que comienzan con el nuevo siglo enseguida destaca la carrera literaria de Sofía Casanova. Véase esta crítica de la novela Más que amor, publicada en abril de 1909 y firmada por El abate San Román en El álbum ibero-americano: “Hace tiempo que el público la busca y la aplaude con entusiasmo. Las obras de Sofía Casanova son la literatura de un espíritu que vuela muy alto”. Antes del estallido de la guerra, va y viene entre Polonia y España. En una de esas estancias en Madrid, en 1908, cerca de los cincuenta años, recibe un homenaje en casa de su amiga, la escritora y periodista Carmen de Burgos, la primera mujer que envió crónicas desde el frente (la guerra en Marruecos en 1909), otra de esas mujeres decimonónicas que empujaron a favor de la emancipación femenina, se llamaran o no feministas y aunque nada tuvieran que ver con el sufragismo político de activistas como Emmeline Pankhurst.
Una inteligencia respetada
Aquella reunión madrileña, a la que fueron invitados Rubén Darío y Benito Pérez Galdós, desató la morriña de Casanova. “¿Como era yo física y moralmente en mi juventud? Si cito lo que escribieron y me dijeron poetas y celebridades, era… ¡un múltiple encanto sin par! Exageraciones líricas. Lo que me hace pensar en mí con placer antes –y después– es que políticos como Castelar, Cánovas, Moret, Maura y Pablo Iglesias pensaban conmigo, me escuchaban y me preguntaban por mis impresiones sobre sus discursos en el Congreso. Me tomaban en serio, tenían confianza en mi juicio y en mi intuición”. Mantendría similares relaciones en Galicia con galleguistas como Manuel Murguía, y en Polonia con autores a los que conoció. Uno de los que más admiró fue Henryk Sienkiewicz, premio Nobel de Literatura (1905) y autor de Quo vadis?, una novela histórica ambientada en Roma durante la persecución de los cristianos que servía de metáfora de lo que ocurría en la Polonia sometida y que fue traducida al español por la escritora.
En la película A maleta de Sofía (Saga TV), una ficción documental sobre la autora dirigida por Marcos Gallego (Ourense, 1958) y que conjuga las entrevistas con recreaciones figuradas de su biografía, un especialista polaco acusa a Casanova de plagiar dos obras de Sienkiewicz y otra del propio Lutoslawski, del que acabaría separándose después de varias crisis. “Padece una psicosis circular, jamás podrá curarse”, escribe en una carta. Romper con su marido debió ser una guerra íntima que Sofía, a cada paso más religiosa, libro consigo misma durante años. El filósofo polaco acabaría teniendo un hijo varón con otra mujer, aunque este tampoco libertaría Polonia.
En la Primera Guerra Mundial, Casanova estaba de visita en Varsovia. La escritora se ofrece como enfermera voluntaria a la Cruz Roja y comienza a escribir para ABC. Ve muertos a diario. Los polacos huyen de los alemanes hacia el Este, pese a que allí gobierna otro imperio detestado. Los polacos son de esos pueblos forzados a escoger a menudo entre un mal grande y un mal mayor. La autora gallega y su familia se suman al éxodo. Acaba accediendo a la corte de los Romanov. En 1916 publica De la guerra, una selección de textos sobre sus experiencias bélicas. Combina el espanto de la mujer y la desconfianza de la periodista: “Combato las noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, investigo, deduzco, doy ejemplo de la barbarie de todos… de raros casos magnánimos de unos y otros soldados (…) Y me duele el caos, el recelo, el sufrimiento de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, a la búsqueda del punto de apoyo de la verdad en la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios, sangre y llamas”. Le sorprenden algunas adhesiones germanófilas en la prensa española. Ignoraba que los periódicos estaban al servicio de quién les pagaba como documenta el historiador Fernando García Sanz en España en la Gran Guerra (Galaxia Gutenberg).
En la posición aliadófila de ABC, que tiene otros corresponsales por Europa como Julio Camba, Juan Pujol o Juan José Cárdenas, se desmarca el pacifismo militante de Casanova, que se opone a la guerra por atentar contra “leyes divinas y humanas”. En un artículo de 2013, Asunción Bernárdez, directora del Instituto de Investigaciones Feministas de la Universidad Complutense, sostiene que fue “lo que hoy podríamos llamar pacifista porque rechaza que se considere razonable cualquier postura que defienda la guerra como necesaria para el devenir humano”. En su mirada pesan la religión y el género. La violencia era un atributo masculino que las mujeres debían condenar. “Estas ideas en las que Casanova basa su oposición a la guerra pueden parecernos hoy conservadoras, pero en su época estaban muy lejos de serlo”, añade.
En 1917, cuando se hunde el régimen zarista, está de nuevo en el meollo, tan cerca de la Historia que una tarde nevada de diciembre está sentada en una silla escrutando a Trotski. El ruso recuerda a su “amigo” Pablo Iglesias y sus viajes por España. En su discurso ondea la bandera pacifista que tanto agrada a su interlocutora. “El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la esperanza de que se haga, no solo la paz aislada de Rusia, si no la general”, le dice en francés. El discurso cuaja en Sofía. A pesar de sentirse “en el antro de las fieras” –dice que el fanatismo de los zares ha sido sustituido por otro y observa con desasosiego “el odio de los antiguos esclavos a todas las clases sociales”–, se aferra a la bandera blanca del hombre de melena “revolucionaria”, cejas y perilla “mefistofélicas” que, en aquel instante, siendo ministro de Asuntos Exteriores, no podía imaginar que tendría que huir para salvar melena, cejas y perilla (por un tiempo).
Antes de entrevistar a Trotski, Casanova había asistido en noviembre a la lucha por el Palacio de Invierno. Observa como una lechuza y analiza como un zorro: sus crónicas son descarnadas. No aspira a ser una heroína, no disimula el miedo. “Como en la revuelta de julio –cuando, en medio de las balas, un golpe de los que huían me provocó una grave contusión en los ojos–, sentí el peligro inminente a corta distancia de mi casa y sin poder acceder a ella… En esos minutos supremos el corazón se vuelve hacia Dios, aterrorizado por la muerte, rogando por la vida… No hubo más disparos, calló el bramido de las masas y, en grupos de ocho a diez, se dispersaron los soldados y los cadetes que habían venido a tomar el puente. Quedaban dueños de él la guardia roja, integrada por militares y paisanos (…) El pánico en San Petersburgo es infinito. Se ha hablado tan mal de Lenin y sus seguidores, que no hay horror ni infamia de los que les juzguen incapaces. Se teme un pogrom generalizado, una matanza sin perdón. Estoy segura de que no será así”. El asalto al Palacio de Invierno es terrible, con muertos por doquier. Mujeres y jóvenes cadetes, entre ellos. “El desenfreno, la bestialidad de algunos regimientos se ensañó con los heroicos adolescentes y las mujeres soldado. Se comenta que muchas fueron arrojadas al canal del Moika, que encerraron a las supervivientes en los cuarteles, donde las mancilla la soldadesca”, escribió.
Sofía Casanova es la mujer que estaba allí cuando allí se rompió el viejo mundo y lo que era inmutable dejó de serlo. Con cierta simpatía hacia la revolución en un primer momento a pesar de que ella defendía un orden social jerárquico. En una conferencia que dio en el Ateneo de Madrid en 1919 avisa de que “todo abuso de poder engendra una ciega rebeldía en los maltratados” y anima a gobernar con perspectiva social: “Aquellas naciones que desarmen su rabia con reformas de igualdad social serán las menos amenazadas por el peligro rojo”. Porque Casanova, después de resultar herida en un ojo –casi perdió la vista por completo– durante unas protestas y de presenciar la cruenta deriva revolucionaria, se aleja de su benevolencia original.
Cuando regresa a España en 1919, después de sus crónicas sobre la guerra y la revolución, es una heroína. Sale en los periódicos, recibe regalos, la invitan a dar conferencias (debe de ser una de las primeras mujeres que habló para el ejército). Coronada como una grande. En la siguiente década escribe varios libros de ficción y no ficción (Viajes y aventuras de una muñeca española en Rusia, Episodio de guerra, Princesa rusa, Kola el bandido, El dolor de reinar o La revolución bolchevista. Diario de un testigo). Casanova estaba por todas partes. ¿Dónde se esconde su memoria un siglo después? En los estudios de especialistas como Antón Pazos o Rosario Martínez, en la película de Marcos Gallego, en una antología de pioneras del periodismo, en alguna calle, en un centro de enseñanza… en casi nada. Su rastro es una chispa que se desvaneció después de alumbrar la noche. Casanova tuvo una vida demasiado grande para merecer ahora recuerdos tan pequeños. “Fue olvidada porque estuvo donde no tenía que estar, no le interesaba a un bando ni a otro. El ABC le cerró las puertas cuando ella comienza a escribir contra la ocupación nazi de Polonia. Y también está penalizada por su género, normalmente no se reivindican a las mujeres”, opina Gallego, director y productor de A maleta de Sofía, tentativa desde el cine de responder a la pregunta de quién fue Casanova.
Un final demasiado maldito
“A ver qué país se permite el lujo de meter en un cajón a una persona del interés de esa”, lamenta su biógrafa Rosario Martínez. “Es un saco sin fondo. Llevo más de 30 años investigando a Sofía Casanova y cada día sigo encontrando cosas nuevas”, dice con pasión. La democracia facilitó el encuentro entre ambas. Rosario Martínez trabajaba en un instituto de Ferrol que cambió el nombre de Camilo Alonso Vega por el de Sofía Casanova cuando ser militar y amigo de Franco dejó de ser un valor para convertirse en un lastre. “Yo era profesora de Lengua y Literatura y no sabía quién era. Entonces empecé a buscar datos y descubrí que había pocas cosas: una separata de la Real Academia Galega, una entrada en la enciclopedia Espasa…”. Demasiados agujeros alrededor de una mujer que escribió poesía, libros infantiles, novelas, reportajes y crónicas. “Sus testimonios son increíbles. Lo que no me entra en la cabeza es que no esté publicada”.
Después de que la Xunta editase en 1999 su biografía Sofía Casanova, mito y literatura, se dedicó a reunir su inmensa obra periodística –más de 800 artículos en ABC, a los que se añaden crónicas en Faro de Vigo, El Imparcial, El Mundo, Blanco y Negro, Gazeta Polska o The New York Times–. A pesar de algunas reediciones [Torremozas publicó en 2018 su poemario Fugaces] resulta difícil encontrar ahora libros de la escritora gallega. No se ha beneficiado del mismo empuje que permitió rescatar al sevillano Manuel Chaves Nogales del olvido. “Aunque no estés de acuerdo con lo que dice, tiene un punto de vista que debemos conocer si queremos ser medianamente científicos. En los artículos de Sofía Casanova está lo más gordo de la historia de Europa de la primera mitad del siglo XX”, defiende Rosario Martínez.
Volvamos a su vida. En esa década –años veinte– de hiperactividad literaria, Sofía Casanova retorna a Polonia, al fin una nación libre (por poco tiempo). Desde allí se irrita con la proclamación de la Segunda República en España en 1931. Teme que anticipe una revolución semejante a la rusa. No tiene ninguna duda sobre su bando cuando el fracaso del golpe de estado del 18 de julio de 1936 desemboca en una guerra civil. Apoya a Franco, el garante del mundo en el que ella confía, el muro que frenará la expansión roja. La cosmopolita Casanova encuentra un interlocutor apropiado: Serrano Suñer, cuñadísimo, bon vivant y mundano. Tiene un inconveniente para una defensora de la causa polaca: es nazófilo de corazón.
El siglo XX, que estaba de nuevo a las puertas de otro seísmo –y Sofía, por azar o no, otra vez en el epicentro–, se preparaba para asestarle el golpe definitivo a Europa. Y dividir Polonia, partida por dos cordiales enemigos: Hitler y Stalin. Durante años circuló por Polonia este chiste: ¿A quién mata primero un polaco: a un alemán o a un ruso? Al alemán, por supuesto. Primero el deber, después el placer. Cuando el Führer invade el país, la familia Lutoslawski abraza la resistencia. Los artículos antinazis de Casanova no son políticamente correctos en un momento en que la dictadura de Franco camina a la sombra de Alemania. Serrano Suñer deja de estar accesible. El ABC le cierra las puertas a su estrella de la Primera Guerra Mundial. Los enemigos ya no son los mismos.
Al finalizar la segunda gran guerra que vio, Sofía tiene 84 años y acaso más pobreza de la que nunca había conocido. Ya no abandonará Polonia, donde recibirá algunas alegrías –la Real Academia Galega la nombra en 1952 académica honoraria y ella distinguirá a la institución con un pequeño legado autobiográfico y literario– y muchas penas. Fallecen Wicenty y Josefa. Y la mujer que fue los ojos y la pluma de los espantos del siglo XX muere casi ciega en 1958. Y olvidada. Demasiado contradictoria. No sirve de bandera. No fue galleguista en Galicia ni republicana en Madrid ni revolucionaria en San Petersburgo ni pronazi en Varsovia. Nadie puede reivindicarla con fines propagandísticos sin airear de paso algo incómodo. Un final demasiado maldito para una vida tan excepcional.
Las quintas jornadas del Hotel Florida se abren la semana que viene en Madrid con una mesa redonda dedicada a Sofía Casanova, de quien las editoriales La umbría y la solana y Los libros de fronterad acaban de publicar la más extensa antología de artículos y reportajes de prensa de la periodista nacida en la localidad gallega de Almeiras, y que ha sido durante décadas una perfecta desconocida.
Este texto apareció originalmente en la revista gallega Luzes, que incluimos en este número: Texto original en galego.