El retorno del Movimiento 15M ha venido a coincidir con el análisis del Softpower –o poder dúctil, que no blando– en mundo global que en estos momentos realizo por razones académicas. Mucho se ha hablado de las bondades del 15M cual si en su mensaje residiera la piedra filosofal. No comparto la gran mayoría de sus estimulantes aunque utópicos planteamientos, pero sí admiro su capacidad de presentarse ante la sociedad como el poder dúctil por excelencia que, más allá de su pasión por ocupar la Puerta del Sol en Madrid –y otras muchas plazas en varias ciudades españolas– ha sabido ocupar el vacío nacional en este terreno con la convocatoria de decenas de miles de ciudadanos de toda edad y condición, combinando inteligentemente pacifismo, ágoras para el debate estudioso y la diversión batuka enraizada en culturas populares, con innegable repercusión internacional. Todo basado en un excelente manejo de las redes sociales como eje estratégico de su comunicación pública. Capacidad de seducción, en suma, que sin duda ha requerido un importante esfuerzo de reflexión previa y de organización constante.
Muchos lectores pensarán –y tampoco les falta razón– que la imagen de España que transmite el 15M no es precisamente la que más convendría a nuestro país en este momento. Se trate o no de que nos parezca útil o contraproducente a nuestros intereses, estamos ante un diseño de poder dúctil de gran eficacia y, como tal, vale la pena analizarlo.
Cierto es que el poder dúctil siempre se practicó con Mahatma Ghandi y Martin Luther King como principales iconos y los positivos resultados que conocemos. Camino contrario, por cierto, al elegido por Yasir Arafat, que desgraciadamente condujo a un conflicto aún enquistado de difícil solución. No se trata, pues, de tener o no razón, sino de construir con paciencia y humildad una estrategia federadora de voluntades en la búsqueda de una solución pacífica y duradera que busca poder con otros, no contra otros.
No obstante, es en 2004 cuando Joseph Nye, de la Universidad de Harvard, acuña el concepto de soft power definiéndolo como la habilidad de modelar las preferencias de otros mediante el poder de atracción generadora de cooperación. El softpower de Nye se basa fundamentalmente en recursos intangibles como la cultura y la educación.
Progresivamente, el mundo globalizado va comprendiendo la importancia del poder dúctil cuyo concepto ha sido incluido por China en su política exterior, escenificada en el Consenso de Pekín –bastante más popular, por cierto, que el Consenso de Washington, desacreditado a partir de la crisis de 2007– ampliándolo a áreas tales como la promoción de la lengua, los deportes, la ayuda al desarrollo, la inversión y la proactividad de sus medios de comunicación. Si para Estados Unidos Hollywood fue el eje de su softpower para exportar el American way of life y muchas cosas más, China ha buscado orígenes en su propia cultura asociando el soft power a principios confucianos como la armonía, aplicados a las relaciones internacionales y a la economía. Mientras, Europa ha centrado sus esfuerzos en exportar la democracia y los derechos humanos como contrapartida a la ayuda al desarrollo, el derecho a la injerencia para restaurar la paz social, y misiones de paz. Lady Ashton reconocía el año pasado que el soft power de Europa es “insuficiente”.
Y ¿qué pasa con España? Poca cosa, a decir verdad. Desde los remotos tiempos de la “leyenda negra”, producto por cierto de un déficit del poder dúctil de los gobernantes, nuestro país ha avanzado siempre a la defensiva desde una perspectiva de dolido orgullo que, en el reciente período de prosperidad, se transmutó en un incomprensible complejo de superioridad que, por la fuerza de las consecuencias, ya es también pasado. Durante unos años, los españoles –de la cúpula a la base– se creyeron de nuevo paternalistas conquistadores repartiendo mercedes y mirando por encima del hombro a quien anduviera escaso de recursos. Casos aislados aparte, sin duda muy respetables, sólo la Corona mantuvo el sentido de la empatía con los pobres de la tierra y practicó el poder dúctil con inteligencia y éxito dentro y fuera de España. Así perdimos el norte ético y me temo que todavía no lo hayamos encontrado. Es verdad que se han hecho esfuerzos por poner en valor nuestra lengua y nuestra cultura pero el enfoque ha sido sobre todo economicista, muy centrado en medir el impacto económico del español. Y además mirando de reojo con desdén a otros países europeos con lenguas de menor expansión o claramente en retroceso. A la larga, todo eso se paga.
Ahora vuelve con fuerza el deseo de promover la “marca España”. Quiero creer que el concepto es metafórico, pero me gustaría asegurarme de que en las mentes de sus promotores, nuestro país no tiene vocación de marca patentada. He buscado infructuosamente rastros de poder dúctil en nuestra política: nada ni a nivel internacional, ni siquiera internacional. Nuestras mejores energías se gastan en broncas, litigios, acusaciones, comparaciones ofensivas, insultos, envidias, odios, desconfianzas y otras modalidades negativas que cargan de toxicidad el ambiente. Aun cuando existan razones no nos vendría mal hacer examen de conciencia y reflexionar sobre las consecuencias de tales comportamientos que además cosechan resultados igualmente negativos tanto a nivel social como institucional, interautonómico, europeo e internacional como venimos comprobando con estupefacción.
Sé bien que el gobierno tiene entre manos una difícil, ingrata e insoslayable tarea por resolver. Es natural que esté desbordado y tenso. Sé que la sociedad está sufriendo un duro castigo y además no ve el fin del túnel. Sé de la terrible decepción de los jóvenes ante su futuro incierto. Pero la energía de todos no puede dilapidarse en la sola búsqueda de los culpables. Logrado el objetivo, el verdadero problema seguirá ahí. Y tenemos que resolverlo entre todos.
Hoy más que nunca, el liderazgo político es un concurso de credibilidad competitiva ante los ciudadanos, los demás países y los mercados. En la era global, el poder se genera compartiéndolo sin ocultismos ni propagandas contraproducentes que minan la reputación y la credibilidad. Es la hora de desarrollar positivamente poder dúctil aunque parezca una tarea lenta y difusa. Estoy segura de que los jóvenes, los educadores y el mundo de la cultura estarán dispuestos a colaborar activamente en el diseño del poder dúctil que España puede y debe desarrollar como cuestión de Estado. Sólo falta un horizonte, una luz que nos ilumine, nos ponga a trabajar y nos devuelva la ilusión. Es hora también de que los partidos políticos tomen conciencia de la situación y pongan juntos manos a la obra y talentos en común para resolverla. Es lo que están pidiendo los ciudadanos. ¿A qué esperan para atraer la imaginación al poder? ¿A que España sea irrelevante durante varias décadas?
Milagros del Corral es Asesora de Organismos Internacionales. Fue directora de la Biblioteca Nacional de España