Algunas mañanas, muy pronto, al alba, cuando el mundo no existe todavía, un hombre pasa por debajo de mi ventana cantando un corrido tristísimo, con su voz de loco o de poeta. Me despierta. De momento, no he tenido fuerzas para levantarme, abrir la ventana y ver quién es. Siempre canta la misma estrofa, debajo de mi ventana. Digo yo que empieza a rasgar la voz en un lugar señalado, de camino a quién sabe dónde, y cuando pasa por Underhill siempre grita aquello de “cuando la muerte venga a buscarme”. Un fantasma del páramo.
Su lamento me produce una inquietud fugaz, pero si el día apunta a gris o a nieve, es realmente, como si la muerte viniera a buscarme. Luego la cosa se calma, el día parece enderezarse y uno se olvida del fantasma por completo hasta que, otra madrugada cualquiera, un murmullo empieza a subir la calle, a trepar por la fachada, hasta convertirse en “cuando la muerte venga a buscarme”. Terrorífico.
Sé que a mi testigo de Sevilla* le gusta que vaya contando estas batallitas y por eso lo hago. Sin batallitas no soy nadie. En el proceso creativo -a veces doloroso, aunque no tanto como dicen por ahí- de juntar palabras, no hay nada que uno haga para sí mismo. Siempre hay objetivos concretos. Un amigo al que impresionar. Un soplo en el corazón adecuado. Una caricia más rápida que la luz cruzando el Atlántico de noche como un cometa. Un enemigo al que destruir o al que recordar que sigues pegado a su nuca, con aliento de caballo enloquecido y sediento.
No siempre funciona. Escribir.
Ayer entré en el metro y en uno de los rincones del vagón encontré lo que parecían envoltorios de jeringuillas –cuatro o cinco-, unas servilletas manchadas y unas cerillas. ¿Heroína? No, el ojo me traiciona, pero ya no me engaña, no a estas alturas. Simplemente, los desechos de unas barritas de ternera ahumada muy extendidas en esta ciudad. En la ferretería del barrio las venden. En la farmacia del barrio también. Para matar el rato. Una amiga mía vio a una mujer comiendo en la sauna de la piscina. Batallitas.
Sí, luego me encontré con esta historia, la del pintor francés que vivía en Nueva York en los 70 y unos ladrones entraron en su casa, cerca de Washington Square, y le tiraron disolvente a la cara y se quedó ciego para siempre. Hugues de Montalembert se llama el héroe. Las cicatrices son íntimas, dice él, y por eso se hizo fabricar unas gafas metálicas que ocultaran sus ojos. Con ellas parece un viajero del tiempo, alguien que ha visto el futuro o que, eso seguro, ha caído al final del abismo más hondo de la existencia para volver al filo, como un funambulista. El sol negro. El sentido de la vida es la vida. La eternidad es ahora.
Vuelvo a casa de noche. Escucho Naima, la canción más bella jamás ejecutada, mientras remato este artefacto. Mato al bicho. La universidad ha cancelado las clases de mañana. Una tormenta blanca se acerca a la ciudad y amenaza con someterla bajo un bombardeo de hielo. Los copos están ahí, invisibles todavía, cayendo a tumba abierta, desde muy arriba, como escuadrones de cuchillas asesinas. La gente sale corriendo del metro hacia sus refugios. La vigilia de una tormenta, no hay nada más emocionante.
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* Un hermano que ahora está en Sevilla me envió una vez esta cita de Sándor Marai que, creo, explica a la perfección nuestra unión siamesa: «Cada persona tiene a alguien, en el proceso misterioso y terrible de la vida, que es su abogado defensor, su acusador, su vigilante, su juez y, al mismo tiempo, su cómplice. Esa persona es su testigo. Es el único que te conoce de verdad, por completo. Todo lo que haces también lo haces, en cierto modo, para él y cuando tienes éxito te preguntas: ¿se lo creerá? El testigo pasa toda la vida en el fondo de la escena. Es un compañero de juegos bastante incómodo. Pero no puedes -ni quieres, tal vez- librarte de él». También, en el libro que Paul Theroux escribió sobre su enemigo íntimo y Nobel de Literatura V.S. Naipaul, dice que “un buen amigo es, básicamente, un testigo”.