«Hay una guerra de clases, y la estamos ganando los ricos»
(Warren Buffeff)
“Soy incapaz de pensar sin escribir”, confiesa Zygmunt Bauman en las primeras páginas de Esto no es un diario*. Por eso vuelca en este anti-diario reflexiones sobre cosas de las que el sociólogo teme no poder hablar responsablemente (“con la convicción genuina de que tengo algo útil que ofrecer”) pero que son aquellas de las que vale la pena decir algo. Pese a ese escepticismo que suele brotar entre las mentes veteranas y lúcidas, Bauman, el sociólogo que desarrolló el concepto de modernidad líquida, tiene mucho que decir en el frenético mundo de hoy. No es mala idea comenzar 2013 con la lucidez de un veterano.
El estallido de la crisis en Europa evidencia que “hay una guerra de clases, y la estamos ganando los ricos”, como declaró el multimillonario Warren Buffett en un arranque de sinceridad. El capitalismo provocó burbujas –en Estados Unidos y en Europa, ahora también en países emergentes como Brasil- y, cuando éstas estallaron, los gobiernos salvaron a los bancos con los impuestos de los trabajadores. Los recortes, las políticas de austeridad, esa montaña de eufemismos para nombrar políticas que despojan a las clases trabajadoras, aumentan la brecha de la desigualdad social: poco queda ya de aquel sueño de la igualdad de oportunidades, y los ricos ostentan su influencia con desfachatez. Acumulan el crédito que les sirven barato sin el mínimo efecto-goteo. Así es que funciona la economía de casino: la banca siempre gana. Los recortes no son necesidades presupuestarias, sino una cruda guerra ideológica. Los ricos supieron mucho antes que los trabajadores que la guerra de clases nunca se interrumpió.
La crisis ha evidenciado que “la jerarquía de clases es la columna vertebral del capitalismo”. En Estados Unidos, el 5% más rico acumula los mismos ingresos que el 80% más pobre. Y, aunque es cierto que la desigualdad entre países ha disminuido en los últimos años, paralelamente aumenta la desigualdad dentro de las naciones, tanto en las más ricas como en las emergentes. Las burbujas fueron alentadas por empresarios, banqueros y políticos que se rindieron al crédito cuando la pérdida salarial de las clases trabajadoras comenzó a frenar la rueda del consumo. “El precio de la fugaz orgía del ‘disfrútelo ahora, páguelo después’ se cobra en forma de vidas rotas, malgastadas y perdidas”. Daños colaterales; individuos prescindibles. Desahuciados, desplazados, marginales.
Bauman nos recuerda que las necesidades humanas son tan finitas como los recursos del planeta; pero la codicia humana es infinita. Y, con su recordado José Saramago, se pregunta: “¿Con cuántos pobres se hace un rico?”
Ante tamañas convulsiones, la democracia parece incapaz de aportar soluciones. La derecha impone su agenda en solitario, pues la socialdemocracia ha perdido sus principios y con ello, sus electores. Las elecciones se han convertido en un casting que revalida cíclicamente la “teleoligarquía posdemocrática” que gobierna al servicio de los poderes fácticos, esto es, el dinero. Se cumple la profecía de Tatcher: No Hay Alternativa a una sociedad que, cuanto más produce, más espacio deja a la pobreza y la desigualdad.
Sociedad de consumidores
En la modernidad líquida, la sociedad de productores dio paso a la sociedad de consumidores, y no hay ya conciencia de clase ni espacio para la solidaridad. El individuo debe resolverse solo las necesidades que antes le cubría el Estado, y antes de él, la comunidad. La incertidumbre se cierne sobre los seres humanos en este ‘período de interregno’ en que lo viejo no sirve ya, pero lo nuevo no termina de nacer: agonizan los estados-nación, pero aún no se ha configurado una nueva comunidad global.
En la sociedad de consumidores, sólo nuestra capacidad de consumo nos salva de ser completamente desechables. El capitalismo lo ha transformado todo en mercancía: los trabajadores, la educación; hasta la moral. En la modernidad líquida, el olvido se impone con rapidez y no se comprende: se obedece. Nuestra modernidad impone su orden y progreso, medido en un crecimiento que se calcula en aumento de la producción material, y no de servicios como el ocio o la salud.
Se nos insta a ser egoístas y materialistas: es esencial para que la economía funcione. El sistema genera desperdicio –la basura es un concepto eminentemente moderno: en las economías campesinas todo se reciclaba-, no sólo material, también humano. Como los doce millones de refugiados que habitan el mundo; o ese ‘Otro’ –el inmigrante, el gitano- contra el que embisten los políticos en su búsqueda de chivos expiatorios y cortinas de humo.
¿Qué hacer, entonces? Tal vez, dice Bauman, la pregunta sea más bien quién puede hacerlo. El sociólogo no se deja caer en el pesimismo por imperativo moral: “El derrotismo y la desesperanza, aun cuando estén lógicamente justificados, son moralmente incorrectos”, pues nos condenarían al inmovilismo. Es momento, cree el autor, de asumir la falsedad del mito de que es posible un crecimiento ilimitado en un planeta de recursos finitos. Es momento de una ética de la responsabilidad incondicional que acabe con esta sensación de “responsabilidad de nadie” de que hablaba Hanna Arendt. Es momento de un despertar colectivo.
* Zygmunt Bauman, Esto no es un diario, Paidós, Buenos Aires, 2012.