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Sólo cumplo con mi deber

 

Este tópico se dice de muchas maneras (cumplo órdenes, me limito a hacer mi trabajo -o a seguir el procedimiento o el protocolo-, no es asunto de mi incumbencia o de mi competencia), que quizá podrían resumirse en el castizo yo soy un mandao. Surge a la menor insinuación o reproche de haber tenido parte en la producción de algún daño al prójimo. Responde también a muchos factores, de los que entresacamos solamente dos bien conocidos.

 

1. Desde luego, en primer lugar, la obediencia a la autoridad. El sujeto aduce aquí la obediencia debida, al menos la obediencia que por lo visto disculpa o absuelve a los ejecutores del mal, como si cualquier orden debiera ser acatada sin el menor resquicio a la reflexión. Tiende a ampararse asimismo en su falta de poder para intervenir en la marcha de las cosas, ignorando las muchas formas de cambiar la dirección de esa marcha. Tampoco quiere saber que los poderosos extraen su autoridad del consentimiento de las gentes (y del silencioso tanto o más que del clamoroso) y que sólo pueden abusar de su poder durante el tiempo en que los ciudadanos se lo permitan.

       Un caso particular de esa conducta obediente es el habitual proceder de la llamada personalidad autoritaria. Según se sabe, cuenta con esa personalidad aquel que objetiva la realidad en términos de poder e impotencia y se comporta acuciado por la rigidez, el convencionalismo, el conformismo y la escasa autorreflexión. No es el caso del rígido partidario de implantar el “ordeno y mando”, como suele creerse. Al contrario, se refiere a la clase de individuos que necesitan recibir órdenes y obedecer, que se arropan en el narcisismo colectivo del grupo en el que se integran a fin de disfrutar de la máxima irresponsabilidad.

       No se piense, pues, que la acomodación de la conciencia individual a la autoridad establecida se ciñe sólo a una organización autocrática; es más bien inherente a la sociedad misma, también a la democrática. La inocencia con que nos autoexculpamos tiende a achacar a la perfidia del poderoso lo que con frecuencia se debe bastante más a la medrosa sumisión del ciudadano medio. Para Primo Levi, el hombre es “demasiado sumiso, no demasiado agresivo (…); es una cuestión de excesivo respeto a la autoridad, no de ejercicio de la autoridad: éste es el mal principal”. Ahora bien, la obediencia puede ser de diversa índole y hay un tipo de obediente que no siempre recibe órdenes precisas o en todo caso recibe nada más que recomendaciones. Se trata de un conformismo prestado al poder del grupo o a la opinión pública. Por eso mismo la falsa tolerancia no es lo opuesto de la barbarie, sino que hasta puede ser su mejor aliada.

       Hay un elemento corderil en el comportamiento de quien se limita a contemplar la iniquidad o la mentira reinantes, para a lo sumo condenarlas  en voz baja y con remilgos. Vassili Grossman, que sabía algo de esto, dejó escrito que “la sumisión de las masas es un hecho irrebatible”. Subraya así la autoridad más constrictiva de ese perpetuo vigilante que es la mayoría, frente a la que la rebelión es aún más difícil por formar uno mismo parte de ella. Ante esta última avergüenza menos inclinar la cabeza, porque los otros -los depositarios de esa autoridad masiva-, lejos de echarnos en cara nuestra rendición, se sentirán refrendados por ella.

 

2. Pero sabemos que el instrumento más seguro para reducir el alcance del deber de cada cual y renegar de alguna obligación moral es la división del trabajo. Hay una forma bien conocida de división “interna” del trabajo, una división mental de la actividad de cada uno que nos permite perder de vista sus consecuencias y eludir en lo posible la responsabilidad aparejada. Se trata de cuartear la mente en departamentos estancos, de manera que cada tarea sucia o sospechosa de serlo quede justificada por sí misma sin remitirse al perverso resultado del conjunto. La mano derecha no sabe lo que hace la izquierda. Stangl, el siniestro jefe de Treblinka, confesaba que “la única forma de sobrevivir era compartimentar mi mente”. Puesto que su misión era sólo ocuparse de los objetos de valor de los judíos en el campo, él no se se hacía responsable de su aniquilación. Así se descarga la culpa y no hay que dar más  explicaciones.

       Reflejo la una de la otra, esta división mental se corresponde con lo que consideramos  en general división del trabajo. Se ha probado experimentalmente la mayor disposición del individuo a infligir y consentir el daño solicitado a medida que el proceso que lo comete se fragmenta y tiene lugar mediante tareas secundarias. Todo lo que se interponga entre la acción del sujeto y su resultado, todo lo que aumente la distancia entre ese sujeto y la visibilidad de su víctima…, aumentará también su inconsciencia acerca del daño causado o permitido. Así pues, en una sociedad compleja es fácil sentir disminuida la responsabilidad personal  cuando uno mismo no pasa de ser un eslabón intermedio en la cadena de la acción dañina. Cuando se trata de resultados halagüeños, nos atribuimos el mérito de haber cooperado a alcanzarlos. Como esos resultados sean repulsivos o funestos, en cambio, la tentación es la contraria: nosotros sólo éramos una pieza del engranaje, nuestro quehacer apenas tuvo parte en el desenlace final. Por aquí se escurre la responsabilidad individual en el seno de un grupo.

       La forma burocrática de la división del trabajo representa la cima de ese método, un método que transciende el mero orden laboral para instaurarse como la lógica última de toda organización colectiva. Representa el gran triunfo de la razón instrumental, la que pregunta sólo por la adecuación eficiente entre medios y fines al tiempo que desdeña la evaluación moral  de los fines mismos. Sumidos en un proceso burocrático cualquiera, ningún individuo lo domina por completo en todas sus fases ni, por tanto, asume el producto final como de uno mismo. “En todo sistema burocrático, recuerda H. Arendt, el desvío de responsabilidades es algo rutinario”.  Pero también significa el poder de todos al que sin embargo nadie quiere ver como propio. Definida como una forma de gobierno, “la burocracia es el gobierno de nadie y, precisamente por eso, la forma menos humana y más cruel de gobierno…”. O sea, la forma impersonal en que la obediencia de todos es la obediencia a nadie en particular.

       Al  implantar esa lógica, la racionalidad instrumental sugiere e incluso impone a la mayoría la omisión como su modo habitual de conducta. La pregunta por la responsabilidad se resuelve en un problema de delimitación de funciones. La burocracia, esencialmente jerárquica, se caracteriza por la  obsesión de asignar competencias, de manera que a cada tarea le corresponda un determinado ámbito de funciones en el que el ajeno no debe inmiscuirse. La omisión general se vuelve así obligatoria precisamente para el mejor funcionamiento del conjunto. En esta lógica implacable cada cual desempeña su tarea y sólo ésa; tal es el deber que ha de cumplir, y nada más. Somos actores en una parcela social cada vez más estrecha y meros espectadores de lo que ocurra en el resto de las parcelas. Lógico es que, también desde un punto de vista moral, seamos meros espectadores conformistas y pasivos.

 

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