Dos atentados y 21 personas muertas. Era el balance de los primeros días de abril en Somalia. Dos acciones terroristas de la milicia radical islámica Al Shabab, que ponían de manifiesto que la situación sigue estancada en el otrora poderoso país del Cuerno de África. Estos dos golpes violentos han recorrido el planeta y han vuelto a poner bajo el foco a Somalia, un país en guerra durante los últimos 25 años. Especialmente el primero, por producirse en la capital y acabar con la vida, entre otros, del presidente del Comité Olímpico somalí durante la reapertura del Teatro Nacional de Mogadiscio. El segundo, que costó la existencia a 11 ciudadanos en el mercado de la localidad sureña de Baidoa, no ha hecho más que afianzar lo que ONG locales e internacionales venían denunciando desde hace meses: el recrudecimiento del conflicto civil.
Tras estos dos dramas siguen produciéndose otros muchos, silenciados: se trata de un hombre que abandona a su ganado moribundo o sus tierras infértiles por la sequía que azotó al país el pasado año, y que aún hoy lo azota, obligando a su familia a migrar a otra zona. Se trata de ese mismo núcleo familiar, o cualquier otro en una situación similar que, tras horas e incluso días caminando, llegan a un destino donde el conflicto civil les atrapa. Se trata de una mujer que, camino de la cercana pero a veces tan lejana Kenia, en cuya frontera se encuentra el campamento de refugiados de Dadaab, abandona a su hijo pensando que estaba muerto por el hambre y la fatiga, o que una vez alcanzado su objetivo no tiene más remedio que dar de comer mangos al resto de la prole porque allí ya no hay alimentos para todos. Son las consecuencias de la sequía y del hambre.
“Vemos a la gente sufrir pero no podemos hacer nada porque no tenemos los recursos”. Las historias mencionadas y las palabras surgen de la voz de Aydrus Sheik Daar, director de la ONG keniano-somalí WASDA (Wajir South Development Asociation), que lleva a cabo programas de saneamiento y abastecimiento de agua en las regiones del Juba Central y Bajo Juba, en el sur de Somalia. “Cuando la ONU declaró la emergencia humanitaria en julio, ya era tarde. La FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) advirtió de la sequía en 2010, gracias a su sistema de alerta temprana, pero no se le escuchó. Tampoco en febrero. Apenas en julio comenzó a llegar la ayuda y la atención de los donantes”. Con ella, su organización ha podido ayudar a 250.000 personas y se calcula que, en total, las ONG que operan en Somalia han beneficiado a 1,5 millones de somalíes por medio de programas sanitarios (Médicos Sin Fronteras cifra en 864.000 las personas atendidas en sus centros o por su personal), de alimentación, de reconstrucción de los medios de vida o de dotación directa de dinero en los casos más extremos de pobreza. Estos dos últimos supuestos son llevados a cabo por Intermón Oxfam en colaboración con varias ONG locales, en las que se apoya bajo la idea de que el desarrollo endógeno es la manera más adecuada de promocionar la mejora de las condiciones de vida de los pueblos.
Pero el esfuerzo aún no es suficiente para remediar la situación crítica de 2,3 millones de somalíes, según datos que manejan varias ONG, lo que supone el 31% de la población. De entre ellos, 325.000 son niños con problemas de desnutrición aguda. Los recursos de la primera gran oleada de donaciones tras la declaración del estado de emergencia por parte de las Naciones Unidas se están acabando y el recrudecimiento del conflicto, alentado precisamente por ese déficit de materias que hace que la lucha por su control sea más fiera, ha provocado la expulsión de hasta 16 ONG del territorio.
WASDA, como buena parte de las organizaciones locales, se mantiene en Somalia. Su director, no obstante, ha viajado durante las últimas semanas a Londres, Bruselas y Madrid para alertar de que la emergencia no está ni acabada ni solucionada. “Muchas familias siguen levantándose con un único plan para el día: sobrevivir. Seguir vivo es una lucha diaria en algunas zonas del país, especialmente en el sur. Pensar qué van a comer, dónde van a dormir… Viven de la ayuda internacional, hacen cola para recibirla y ahora que no llega van perdiendo la esperanza”, explica un Sheik Daar que reclama más atención internacional: “El mundo tiene que ver a la gente muriéndose para actuar, pero hay que hacerlo antes, cuando aún es posible evitarlo”.
Ya se cuentan por miles los fallecidos por la sequía. En concreto, entre 50.000 y 100.000 personas desde que a finales de 2009 la lluvia comenzó a escasear. Factores como el conflicto civil hacen difícil contabilizar con exactitud que el número de muertes sea por una u otra razón, pero la persistencia de la guerra en el territorio ha tenido, desde luego, funestas consecuencias para la resolución de la emergencia humanitaria. “En muchos lugares, no se tiene acceso a la ayuda”, comenta un Sheik Daar que prefiere no hablar sobre el conflicto por las consecuencias que ello podría tener para el trabajo de su organización.
Porque un gran debate está abierto desde hace años para muchas ONG que operan en Somalia, y se hace más intenso cuando la guerra se recrudece: ¿es lícito ampliar las zonas de acceso si para ello hay que financiar, aunque sea indirectamente, a los grupos armados que toman parte en el conflicto civil, fomentando así el mantenimiento de la guerra? Es decir, ¿el fin de salvar vidas justifica cualquier medio?
El dilema del acceso
Aydrus Sheik Daar, como máximo dirigente de WASDA, lo tiene claro: “Cualquier medida que amplíe el alcance de la ayuda humanitaria es positiva”. La sentencia, no obstante, tiene unas implicaciones. Obtener acceso a zonas donde se está desarrollando un foco del conflicto civil supone en buena parte de los casos satisfacer las peticiones, a menudo económicas, de las partes en conflicto. Es decir, pagar por el derecho de paso. Ese impuesto suele alimentar la economía de guerra, lo que en el argot técnico de los especialistas en relaciones internacionales significa mantenerlo y prolongarlo.
Para evitar que eso suceda, en WASDA han articulado medidas para dotar a las comunidades locales de los recursos necesarios para su manutención, dejando que sean estas quienes traten con los grupos armados las condiciones de acceso y uso de esos recursos. Esta política de no involucrarse le ha permitido a la organización de Sheik Daar cosechar frutos como poder abarcar un mayor número de poblaciones y su mantenimiento dentro de las fronteras del país, sin tener que satisfacer, al menos directamente, las peticiones de las partes en conflicto. Queda, sin embargo, la duda de hasta dónde llega el margen de maniobra de cada comunidad local no implicada en el conflicto en su negociación con los grupos armados.
El dilema alcanza sus cotas más altas para las ONG internacionales. El área de acción para organizaciones como Médicos Sin Fronteras o Intermón Oxfam es importante. Llegar a un grupo de poblaciones donde las tierras apenas producen alimento para evitar la desnutrición de niños y adultos es el trabajo diario de los coordinadores de cada organización. Pero han de contar con el beneplácito de la opinión pública internacional –donantes principalmente- en cuanto a cómo se consigue ese alcance. Porque un solo caso de financiación, ya sea directa o indirecta, de los grupos armados por parte de una ONG para poder, a cambio, trabajar con un grupo de aldeas de una provincia del sur, aunque haya constancia de que sus habitantes se estén muriendo de hambre, puede perjudicar el trabajo hecho en otros lugares del país, por una de las razones del llamado “cansancio del donante”: estar fomentando con su dinero que la guerra continúe.
Médicos Sin Fronteras es una de las organizaciones que aún trabaja dentro de Somalia, en 22 lugares, con 1.800 trabajadores, entre personal fijo y móvil. Joachim Delville, principal responsable de esta ONG para la ayuda humanitaria en Somalia, explica desde Nairobi, capital de Kenia, su sistema para evitar financiar a quien hace la guerra: “Nos aseguramos de que el dinero que recibimos, que para Somalia proviene totalmente de inversiones privadas, llegue a los beneficiarios. Existen mecanismos de utilización directa para evitar el mal uso de los fondos. El sistema no es perfecto, pero lo supervisamos constantemente para que los recursos no caigan en manos de grupos armados”. No obstante, Delville reconoce que cuentan con una ventaja comparativa con respecto a otras ONG: “La distribución de comida u otros recursos está más expuesta al control de los señores de la guerra. La salud tiene una aceptación mayor”. Aceptación que no les exonera del riesgo.
Dos cooperantes españolas de Médicos Sin Fronteras fueron secuestradas en otoño. Fue el primer síntoma del recrudecimiento del conflicto e hizo que Médicos Sin Fronteras España desmantelara su sede de operaciones en Dadaab. Entre el campamento keniano y Nairobi se encuentran los coordinadores, con Delville a la cabeza, después de que el último rebrote violento, en 2008, hiciera peligrar la vida de los cooperantes que se encontraban en Mogadiscio. Esa situación también ayuda a comprender los riesgos que se viven en el sur de Somalia y tratar de evitar que el dinero llegue a los grupos armados que operan en la zona.
En ese sentido se articula Intermón Oxfam. “Somos muy estrictos, tanto en el caso particular de Somalia como en cualquier otro país en conflicto. Si hay que pagar tasas ilegales para poder prestar ayuda no se ingresa a esas áreas. Lo que puede parecer una ganancia va en detrimento de toda la población, porque alimenta a las partes en conflicto y, por tanto, la economía de guerra”. Las palabras proceden de Francisco Yermo, responsable de la ayuda humanitaria de Intermón Oxfam España en Somalia y portavoz de la Coordinadora de las ONG de España para el Desarrollo (CONGDE). Su voz representa el sentir de otras tantas organizaciones internacionales que operan en Somalia a través de ONG locales y grupos pacíficos y organizados de la sociedad civil que, por esa diferencia en la política de acceso, sí pueden permanecer sobre el terreno, tratando de asistir a los 2,3 millones de personas que aún se encuentran entre la población de riesgo para la ayuda humanitaria.
¿Es una emergencia crónica?
Aunque no haya un acuerdo en cómo llegar a las zonas en conflicto, sí es unánime el parecer acerca de una cuestión central: hay que actuar allí. Los esfuerzos internacionales por evitar la muerte de los somalíes se reducen a actuaciones concretas, como la del verano pasado, cuando lo que se necesita, en opinión tanto de ONG locales como internacionales, es una atención constante.
“La de Somalia es una emergencia crónica”, señala Joachim Delville. “Llevamos veinte años tratando de dar luz a una crisis humanitaria que ya ha tenido otros periodos y brotes de emergencia aguda. Por eso trabajamos en conseguir más acceso sin descuidar las zonas que ya tenemos”. Y es que el conflicto se mueve. Poblaciones que tras años de guerra comenzaban a reconstruir su vida comunitaria, que revitalizaban los vínculos inter-clánicos con poblaciones cercanas, se han encontrado con una nueva despoblación; en este caso, no solo por la sequía, sino por el regreso de los grupos armados a la zona. Así, 1,3 millones de somalíes se han desplazado dentro del propio territorio solo durante los últimos meses, a los que hay que unir los casi 200.000 llegados a un Dadaab cada día menos seguro por los secuestros y atentados por Al Shabab. Esa fragilidad estructural es combatida “día a día”, tal y como explica Delville. “Hemos de seguir trabajando, independientemente de quién esté en el poder, porque hay mucha gente que aún necesita la ayuda”.
Otra Somalia es posible. Así es como piensa Aydrus Sheik Daar. Para el director de WASDA, las soluciones propuestas hasta ahora no han funcionado, pero eso no significa que no existan. “Cualquier fórmula debe partir desde la base, incorporando la voz de los somalíes. Ellos deben construir la paz. En muchos lugares del país ya lo están haciendo, poco a poco, a través de las comunidades locales. Y aunque la ayuda de fuera es esencial, y debe ser más estable que puntual, no se debe olvidar que se trata de los somalíes, de su vida y de su territorio”.
Carlos Tabernero es periodista