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Somos las canciones que recordamos

 

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El viernes llovió mucho. Muchísimo. Y nos mojamos de lo lindo.

Pero fue divertido.

Compramos cervezas y pusimos música luego en casa.

Cantamos canciones, muchas canciones.

De las estúpidas y de las otras. Grabamos vídeos, etc

Estábamos felices (aun con el riesgo futuro del catarro –o acaso quizá precisamente por eso).

 

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En algún momento de la madrugada pensé “somos las canciones que recordamos”.

 

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De eso va El asesino de canciones (Tandaia, 2017), de Pablo Manzano.

Un libro sobre la dignidad ultrajada de la tristeza, las canciones tristes que nos recuerdan los trenes “que dejamos pasar” en la vida. Un libro sobre las pequeñeces emocionales de un diletante: León.

 

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La música vista como una enfermedad sentimental.

 

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El asesino de canciones es, en el fondo, un libro sobre el beneficio de las lágrimas.

O mejor dicho: el beneficio de esas emociones menores, pasajeras, cotidianas, de apariencia nimia, pero que, sin embargo, sirven para purificarnos a través de las lágrimas. Para hacer que nos sintamos vivos. Y eso son las melodías, los estribillos. Un ritmo desgajado de su función habitual, normativa.

 

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Manuel Pérez Subirana ha dicho que es una novela urbana. O por mejor decir, que “no es una novela urbana más”.

Y es verdad.

En su diseño externo podría decirse que se trata de una novela citadina, centrada en las relaciones de amistad, amor y sexo de un personaje central: León. A pesar de los diferentes cortes (temporales) en la novela que, sin embargo, le dan cuerpo y la cubren con texturas que le confieren materialidad, viveza y ritmo, se podría decir que hay dos planos principales en el relato y que se refieren a dos tiempos muy marcados: la vida antes de Martina y la vida con Martina.

O dicho de otra manera: la vida adolescente del piso compartido y la vida (supuestamente adulta) en pareja.

 

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Pero también es una indagación sobre los límites del diletantismo, la dificultad de las amistades verdaderas y la sinrazón del mundo del trabajo.

Y de esto hablamos también ayer, anoche. Mi voz la misma, siempre, el latido de la voz de León (o de Pablo Manzano) susurrándome al cogote, también la misma que el viernes. Pero tu voz otra, el espacio otro distinto.

Igual que en la novela de Pablo Manzano, yo también viviendo en dos tiempos paralelos, secuenciados. Pero no en el antes y el después, sino en el ahora y en el mañana. O dicho de otra manera: en el intento firme por re-inventar la madurez.

Y en la claridad silenciosa de la madrugada ella dijo, con su bellísimo y acendrado acento nórdico, que qué difícil era ser adulto… 

 

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Le sucede lo mismo a León, al final de El asesino de canciones. Pues que no arriba a ningún tipo de conclusión, pues quizá no la haya y la re-construcción de una identidad adulta pase por la acción y no por las palabras. 

Un final paradójico, el de la novela de Pablo Manzano, pero necesario y totalmente lógico, en el que cambian las tornas y la mano que ejerce la presión del puñal es la de la víctima y no la del victimario. O sea, la música lo absorbe todo. Se hace dueña del mundo: asesina a su asesino.

Y, así, la vida sigue, porque nada se detiene.

Porque el espectáculo debe continuar, aun sin público; aun sin intérprete(s). 

 

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Así finaliza El asesino de canciones: «El odio pasa, el amor queda».

Tomen nota.

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