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AcordeónSoñando a las puertas de Europa. Memorias rotas de Portugal

Soñando a las puertas de Europa. Memorias rotas de Portugal

 

A finales de los años 70, Europa era un local de hábitos previsibles. Si la memoria no me falla, Europa cerraba a las 22 horas y abría de nuevo a las seis de la mañana. Esa era, por lo menos, la sensación que tenía cuando era niño y se confirmaba por las noches que pasé en tierra de nadie, entre las aduanas de Vilar Formoso y Fuentes de Oñoro, principal frontera terrestre entre España y Portugal. Europa correspondía a esa hora difusa: a la hora de espera. En aquel entonces, era la espera simultánea de la mañana y del mañana. El mañana y la frontera se confundían para constituir una especie de umbral: un lugar que no está ni dentro ni fuera por ser, exactamente, el territorio invisible donde está el a través de. Los sueños residen en esos estados subconscientes. Yo vengo de un país en el que la frontera era, hasta hace poco tiempo (el de mis padres), un debate existencial: ¿saltar o quedarse?, ¿saltar o morir?, ¿saltar o desistir?

 

La época de mi infancia y adolescencia son un efímero a través de en una historia de nueve siglos, un paso difuso entre dos siglas, PREC (Proceso Revolucionario en Curso) y CEE (Comunidad Económica Europea). Yo pertenezco a la generación en la que, en Portugal, no es ni progenitor ni descendiente de la democracia. Nací en dictadura (en 1968), entré en la escuela en el año de la Revolución de los claveles (1974), y en la universidad en el año de la adhesión a Europa (1986). Mi generación, en términos de identificación histórica, no es dueña de nada a pesar de haber sido bendecida con todo: libertad, democracia y riqueza, o en una palabra, Europa. Estábamos tan entretenidos con esta bendición que hemos discutido poco, o nada, acerca de si el despegue portugués podría haberse hecho de otro modo.

 

A través de no es nada y puede serlo todo: una esperanza, una profecía, una mentira. Todavía no sé si está allí, pero el allí ya está aquí. Es un sueño y su interrupción. El umbral entre el sueño y la conciencia. Yo, acurrucado en el asiento trasero de nuestro coche, me despertaba a veces con la extrañeza de quien no reconoce inmediatamente dónde se ha dormido,

 

—¿Hemos llegado ya?

 

Fuera estaba oscuro, se veían los neones de las tiendas donde se compraban caramelos y muñecas sevillanas y de donde mi padre traía chorizo, jamón serrano y otras tapas, y una botella de naranjada La Casera,

 

—Todavía no, duerme un poco más, sigue soñando,

 

detrás una fila de coches, delante en algún lugar estaba la Guardia Fiscal, donde, en el momento de más nervios del viaje, o del regreso al país, un hombre uniformado, cuya profesión consistía en desconfiar, preguntaba mirando dentro del coche

 

—¿Algo que declarar?

 

¿y qué podría haber, señor guardia, una botella de whisky, una grabadora, una cafetera?, lujos insignificantes comprados en un paseo ritual por las tiendas de Andorra,

 

—Hemos ido con el niño a una clínica a Barcelona,

 

¿qué podría haber en el coche de una familia de clase media?, no media en Europa, media en Portugal, media-afligida, media-remediada, media-humilde, ¿qué podría haber de contrabando?

 

La frontera era un filtro. En ambos sentidos, de salida o de entrada, Europa pasaba por allí, por aquella señal de asfalto entre Beira la Pobre y Castilla la Vieja, donde el esperanto de los identificativos en los camiones TIR materializaba una idea prosaica, más palpable, de libre circulación. Esta idea de libertad circulante era un “mañana que canta”, casi ideológico, en un país siempre pobre, todavía analfabeto y todavía retrasado, una patria low-cost que acababa de librarse –a la fuerza y deprisa– de su Imperio y de su dictadura. El Imperio, en el caso portugués, fue hace muy poco tiempo. Fue antes de ayer. Fue hace tan poco tiempo que Portugal todavía no ha tenido tiempo de aprender a estar en Europa. O mejor dicho, se ha integrado en Europa con una falsa facilidad: ya estaba en el Atlántico desde la fundación de la OTAN y por eso fue suficiente deshacerse de África (siempre este vicio de geografías imaginarias, tal vez un resquicio imperial, todo es genérico, nada es concreto, poco es detalle) para volver a ocupar “su lugar histórico” en el continente (es lo que nos dicen desde niños, incluso cuando ya somos adultos). Europa fue un viaje fácil. Portugal fue un logro y se convirtió en un alumno ejemplar de Bruselas. ¿O no? De repente, en un abrir y cerrar de ojos, la fiesta se interrumpe. El país está en quiebra, se descubre un tejido productivo débil, un nivel de endeudamiento familiar absurdo, una pesada máquina de funcionarios, indicadores económicos y desequilibrios sociales que los economistas identifican como “cercanos al Tercer Mundo”,

 

—¿Algo que declarar?

 

se llama entonces al FMI, el Gobierno hace la contra-revolución legitimado por la troika

 

—¿Ya hemos llegado?

 

y la troika legitimada por la crisis, juntos Estado y troika,

 

—Todavía no, sigue soñando.

 

En una cruzada de terrorismo fiscal y laboral, obcecados con la necesidad de “cortar” por donde se pueda. Despojados del crédito instantáneo, enfrentados a la fragilidad de la economía real del “alumno-modelo de Europa”, los lusitanos descubren, como dice un amigo mío de la banca de inversión, “que un euro portugués no valía lo mismo que un euro alemán”. Paradoja: nuestros gobernantes invitan abiertamente a que los portugueses emigren. Son declaraciones chocantes para un pueblo que creía que había dejado de ser un país de emigrantes y que, mientras estuvo alimentando el mito de ser un nuevo rico entre los pobres, no llegó a hacer lo necesario para dejar de serlo –como somos, pura y simplemente– el viejo pobre entre los ricos.

 

El discurso oficial exigía, durante los años dorados de los fondos estructurales y de la “convergencia”, una identificación con Europa; el éxito no admitía la brutal evidencia de la salida constante de portugueses de su país. Sin embargo, los números del Banco de Portugal estuvieron, de hecho, siempre visibles para quien quisiera leerlos: durante la última generación, los emigrantes portugueses (de manera destacada los de Europa, es decir, Francia, Alemania, Suiza) han enviado a la patria remesas equivalentes a un año de PIB (Producto Interior Bruto). Ahora, la hemorragia de la emigración es por lo menos visible y, para quien lo dude, le aconsejo una excursión pedagógica matinal por la banlieue parisina, para contar las pequeñas furgonetas de empresas familiares de “carpintería de aluminio”, “reparaciones a domicilio” o “albañilería y acabados” con las matrículas –¡y los anuncios!– todavía en portugués. En 2011, 120.000 portugueses salieron del país. Los portugueses con formación superior –una generación de oro que ha recibido la mejor educación de la historia de Portugal– llegan a Londres, París o Ginebra para intentar vender en Europa la masa gris que ya no tiene cabida en su país, donde 500 euros para un joven arquitecto, por ejemplo, representan hoy una generosa oferta de empleo.

 

Portugal no es un país en crisis, es una patria en distopía donde el ostentar se sobrepone a la dignidad y donde el arribismo gana casi siempre a la exigencia. Un análisis reciente de ofertas de empleo concluyó que un chapista, un soldador o un fontanero pueden ganar más que un ingeniero. Se ha llegado incluso al punto de que un candidato a ocupar un puesto de trabajo se vea obligado a ocultar u omitir datos de su formación académica para mejorar sus posibilidades de conseguir un empleo. Se está extendiendo, trágicamente, la convicción de que “estudiar no sirve para nada” en un país con un pesadísimo lastre de analfabetismo e ignorancia funcional.

 

Otro frente de salida que se aleja de Europa lo forma una multitud de desempleados en la construcción y los sectores de mano de obra barata que ponen rumbo al sur y se dirigen a Angola. Sobre Angola, antigua “joya de la corona” portuguesa, dice la propaganda de ambos países que es una tierra de “oportunidades”. Es cierto, para quien no tiene escrúpulos. Lo que no se dice en los medios de comunicación de Luanda ni de Lisboa, ni de Europa –que a veces no sabe dónde está ese país en el mapa– es que hoy no hay dinero limpio en Angola y que toda inversión es, directa o indirectamente, un lavado de dinero. Citando al valiente rapper angoleño MCK, en el maravilloso poema que es el tema No país do Pai Banana (En el país del Padre Banana), ellos “han hecho de la miseria un negocio rentable”. Angola es hoy un gran circo de nueva explotación colonial en un proyecto de capitalismo salvaje dirigido por un régimen de origen y matriz estalinista. No obstante, la explotación se ha invertido en este binomio luso-tropical dándose una venganza de la historia. Hoy, los hijos y nietos de colonos portugueses son –en los astilleros, canteras, en la construcción civil– los semiescalvos de los descendientes de los antiguos “indígenas” o “asimilados” de la provincia ultramarina que era el orgullo de Oliveira Salazar.

 

Pero Angola no es tan sólo el destino de nuestra mano de obra barata. Después de una excursión de 40 años por Europa, el Portugal democrático está hoy tal y como estaba el Portugal de la perestroika marcelista (de Marcello Caetano, el delfín de Salazar, que intentó mantener el país en una época ya pasada). Una constatación preocupante es que Portugal no es viable sin Angola, lo que, tal como en los años 70, representa una cuestión de soberanía –no ya de ellos, sino nuestra–. En los últimos años, llega de Luanda un flujo de capital e inversiones –las tales “oportunidades”– que mantienen a Portugal dentro de los niveles mínimos de Europa, evitando la honestidad del naufragio, a cambo del control creciente por parte de los intereses angoleños de posiciones vitales en la banca, en el sector energético, en la distribución y, cómo no, en la comunicación social. El fracaso mutuo de Portugal en Europa y de Europa en Portugal no se mide únicamente, ni sobre todo, por la falta de convergencia económico-social, sino también por la falta de convergencia moral y ética en la práctica política y en la cultura cívica. Europa admite y encuentra normal, en su componente sur, patrones de corrupción política, de mal gobierno y prácticas antidemocráticas cotidianas que jamás serían aceptadas impunemente en los países de norte –o incluso del este–. Esta es una forma de condescendencia mal disfrazada de quien, en los años 80 y 90, no supo, porque no quiso, en Bruselas, París o Bonn, ejercer la debida influencia sobre las clases políticas emergentes que alimentaron y construyeron sus clientelas distribuyendo y desbaratando los “fondos de cohesión”, por el bien de un modelo de desarrollo que nunca se desvió de lo que era conveniente, en esa época, para los “grandes” del “proyecto europeo”.

 

Esa es, de hecho, una coherencia en forma de amnesia bastante conveniente para Europa. It´s the history, stupid (es la historia, idiota): Portugal no llegó a Europa hace más tiempo, cuando debía y podía, porque Europa y Estados Unidos, es decir, las democracias occidentales, no creyeron que valiese la pena forzar demasiado la mano de Salazar (y la de Franco) después de 1945. Las grandes luces del “proyecto europeo” y de la Alianza Atlántica juzgaron decente para los portugueses (españoles y griegos) la perpetuación de regímenes protofascistas, de opresión mediante la violencia y la ignorancia, que tampoco aceptarían para su propia gente. El discurso que oímos hoy, difuso pero cada vez más nítido, de un mezzogiorno europeo, de un Mediterráneo donde, al final, el Magreb existe en los dos márgenes, es tan sólo el eco más reciente de estrategias antiguas y de una visión sesgada de honrosos líderes de Europa. Esos “países de la construcción europea” estuvieron entre aquellos que decidieron, conscientemente, perpetuar regímenes que, como el Estado Nuevo portugués, tuvieron un coste incalculable para nuestro pueblo –tanto en el tiempo histórico colectivo como en el tiempo biológico individual–.

 

La consolidación democrática en el corazón de Europa –un tiempo de paz, que es el tiempo de la siembra y la cosecha– se pagó, en parte, con el interés de la totalitarización de varias periferias, incluyendo el país donde nací. Europa, rápida en juzgar y catalogar, no debería olvidar que, antes de pagar (como oímos decir hoy en día) la “integración” de Portugal, fomentó y ganó con su exclusión de las más diversas maneras, incluyendo las inconfesables: en una visita reciente a los archivos soviéticos, en Moscú, en el ámbito de una investigación para una tesis sobre política africana del antiguo Pacto de Varsovia, tropecé con numerosas referencias a la gloriosa contribución de la República Federal de Alemania (RFA) al esfuerzo de guerra portugués en África… Todo tiene un precio. La guerra fría tuvo un segundo telón de acero al Oeste, en los Pirineos: el telón de la reacción, simétrico al telón de la revolución. Y si la transición en la Península Ibérica no fue una explosión visible, como en los Balcanes, se debió, en primer lugar, a factores endógenos y a una sorprendente madurez de las fuerzas sociales presentes. Ecuación incómoda, esta, para cualquier portugués: nos tragamos hoy clases de contabilidad de quien, en su día, no supo darnos lecciones de libertad.

 

De la travesía de España de hace treinta años entre Lleida y Ciudad Rodrigo, recuerdo un paisaje desolado de pequeñas localidades de ladrillo y una meseta triste, hecha de sucesivos pueblos dormidos como en un Western/película de vaqueros. Extraña impresión de España, un desierto al oeste de Cataluña. ¿Quién conocía Valladolid? ¿Dónde estaba Zaragoza?… Del lado portugués, a pesar de la ruralidad ancestral de las Beiras (el centro del país), había territorio habitado y productivo, una malla demográfica que correspondía a una ocupación secular de un espacio fronterizo –desde la Reconquista cristiana– y al aprovechamiento de la tierra, con focos industriales antiguos como el centro textil de Covilhâ, “la Manchester portuguesa” (uno de mis abuelos era trapero, vendía desperdicios de tejido a las grandes fábricas de tejidos de lana). No recuerdo, por ejemplo, comprar aceite, miel o queso. Todo eso venía de las pequeñas propiedades familiares. Mis abuelos labraron, hasta el día de su muerte, su constelación de minifundios; yo aprendí a utilizar una azada antes de aprender a usar las letras. Bienes de consumo diario se elaboraban en casa o en las estructuras comunitarias del pueblo.

 

El “desarrollo” financiado o diseñado por Europa, que en el litoral de nuestro país produjo las burbujas de cristal que hoy son el escaparate de la modernidad portuguesa, desmanteló ese mundo rural pieza a pieza. Lo hizo de la manera más perversa, a modo de subsidios, de cuotas, de “incentivos” para cultivar lo que fuere cada año (tabaco donde había viña, kiwi donde había olivos, eucaliptos donde había pinos…), hasta que por fin la combinación de las políticas económicas con la mala gestión del territorio vació el interior de sangre nueva. ¿Cuál era el motivo de tantos “incentivos”? La necesidad del engranaje de la Política Agraria Común (PAC) que, por el bien de la agricultura industrial de Europa, aniquiló un ecosistema no sólo económico sino también cultural, transformado en un escenario melancólico con campos de golf y cotos de caza. Es una pérdida irreparable, una erosión antropológica. Destaquemos este contraste: si, por ejemplo, en Alemania hay palabras que no se nombran para referirse a recuerdos que nadie ha olvidado, el diccionario de portugués está lleno de palabras que cada vez conoce menos gente porque designan objetos y actividades de un universo del que se ha desertado (no desertizado…), el mundo rural. ¿Qué significa el verbo mondar?, ¿el sustantivo fanega? Mis padres hablaban conmigo en una lengua que yo ya no sé utilizar con mis hijas, tal como toda una generación que, nacida en el campo, emigró para las ciudades del litoral, en su camino europeo.

 

Todavía recuerdo esto, en mi sueño: después de Vilar Formoso, después de la Guardia Fiscal,

 

—¿Algo que declarar?

 

La última parte del viaje, tan sólo algunas horas hasta la Beira Baja, era alegre, mis padres charlaban, se notaba el alivio en el ambiente e incluso me parecía que nuestro Opel Kadett Caravan se deslizaba más rápidamente en la dirección contraria a Europa. Un día le pregunté a mi padre por qué no había salido, o como se decía entonces, por qué no había dado el salto, es decir, huido del país de Salazar,

 

—¿Ya hemos llegado?

 

a tiempo de escapar de la guerra de África,

 

—¿Algo que declarar?

 

a tiempo de estudiar una carrera y no quedarse solo en la educación básica, a tiempo de vivir en Europa y no en la medianía,

 

—Todavía no, duerme un poco más,

 

pero él no me respondió y yo no volví a preguntar.

 

Hoy sigo pensando que mis palabras le hicieron daño. O entonces él no quiso hacérmelo a mí.

 

Es decir: su generación debe de haber sido la última que, en Portugal, no conseguía separar deserción de exilio. Por eso nunca se quedó en el umbral.

 

Yo, al contrario, aprendí eso. No tengo más deudas con Europa.

 

 

 

 

Pedro Rosa Mendes es escritor, autor de libros como Baía dos Tigres (hay versión española: Bahía de los Tigres) y Peregrinação de Enmanuel Jhesus. En FronteraD ha publicado Diario de Moscú. Buscando rastros de Guinea-Bissau en los archivos soviéticos. Pedro Rosa Mendes participó con este texto en Festival Internacional de Literatura de Berlín Fokus Europe Now

 

 

Traducción: Patricia Rossi

 

 

Versão portuguesa

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