El 17 de mayo de 1947 se publicaba en The New Yorker uno de mis cuentos favoritos de John Cheever, titulado The Enormous Radio. Jim e Irene son una joven pareja de la América de posguerra a la que parece no faltarle de nada. Viven en un apartamento en Sutton Place, en el corazón del Upper East Side de Manhattan, y comparten la afición por la música clásica.
Los Westcotts acuden con frecuencia a conciertos y escuchan a través de la radio horas y horas de música. El día en que la radio se estropea las cosas comienzan a torcerse. Jim se decide por comprar una nueva radio. Pronto se dan cuenta de que la radio no cumple su función primordial; en cambio, a través del transistor se pueden escuchar algunas de las conversaciones de sus vecinos de edificio. Irene, cada vez más obsesionada por lo acaecido en vidas ajenas, empieza a verse reflejada en la mayor parte de los problemas de sus vecinos.
Muchas noches desde que regresé a Madrid en septiembre recuerdo este cuento de Cheever. En el cuarto piso hay un niño que no para de llorar y unos padres que discuten. Al otro lado de la pared donde se apoya mi cama vive un chico joven. Después de múltiples elucubraciones y consultas a diversos expertos y familiares, la hipótesis principal es que su home cinema se sostiene sobre la pared común. Sus notificaciones de facebook, los manuales de submarinismo para principiantes de Youtube o los consejos para hacer de tu CV algo atractivo forman parte de mis días. Y especialmente de mis noches. Cuando algo así sucede, no queda otra que ponerse a escribir, leer artículos pendientes o volver a los discos de antes.
Curiosamente, el año pasado, cuando vivía solo en un lugar recóndito del Medio Oeste estadounidense, echaba en falta algo de compañía cotidiana, aunque fuera de lo más anodina. Más que nada cuando llegaba la noche. El ruido de una ambulancia que te despierta a medianoche, el golpe seco de la cerveza del borracho contra tu fachada o el tambaleo de una cama que revela a una pareja que se quiere –o que al menos se desea, que no es poco. Cualquiera de estas eran entonces opciones remotas y, por qué no decirlo, relativamente codiciadas. La radio, y más concretamente Pepa Bueno, Aimar Bretos y demás artífices en la sombra de Hoy por Hoy, hicieron aquellas veladas mucho más llevaderas.
Además de la radio, un músico llamado Robert Ellis fue uno de mis más apreciados compañeros en el eterno invierno de Minnesota. Llevaba mucho tiempo sin obsesionarme tanto con un artista como lo hice con él. El último párrafo del artículo que escribí entonces para El País creo que no deja lugar a dudas.
Desde la vuelta a Madrid no he estado demasiado receptivo a nuevos descubrimientos. No ha sido una decisión premeditada, pero he andado más bien redescubriendo a algunos de mis clásicos. Hablo de gente como Jeff Tweedy, Ron Sexsmith, Ryan Adams o Jesse Malin.
Sin embargo, hace dos o tres semanas, al levantarme de la cama un domingo al mediodía (con todo lo que eso conlleva) y encender la radio llamó mi atención una canción que no conocía. Pensaba que quizás podría ser una de las canciones del Jeff Tweedy de los noventa, versionada por alguna nueva banda. Hacía apenas unos días había descubierto el maravilloso Weird Tales (1998), de Golden Smog, una banda intermitente formada por miembros de The Jayhawks, Wilco o The Replacements, entre otros. Pronto me recordó a ese álbum. Al terminar la canción, el mítico Manolo Fernández, director incombustible de Toma Uno, mencionó la banda, Sons of Bill, y la canción, Brand New Paradigm. Un amigo, precisamente después del concierto de Jeff Tweedy en La Riviera, me había hablado ya de ellos.
En esta última semana de debates intensos propiciados por la fascinante agitación política la música de Sons of Bill me ha servido como cable a tierra imprescindible. Y el timing no ha podido ser más apropiado: Sons of Bill estarán en Madrid este viernes, en la Sala La Boite. Una vez más gracias a la valentía y el buen gusto de José Luis Carnes, que desde su promotora, The Mad Note Co., se dedica a hacer pasar por España a algunos de los secretos mejores guardados del rock norteamericano.
Por cierto, parece que ya no hay ruidos. Pero la radio sigue sonando.