“Acompáñame –¡plas, plas, plas!–, a una noche más –¡plas, plas, plas!–“; y así llegué a mi zulo con Mortimer, que así fue como la bauticé, en un timo consagrado porque me convencí de que no era lo que yo quería aunque la hubiera elegido a sabiendas de cómo derrapaba en las curvas. Con la sintonía de ‘Sorpresa, Sorpresa’, aquel tristísimo y ridículo programa de Antena 3 en donde Isabel Gemio se reía y humillaba al pueblo llano con una sarta de telebasura que hoy es la base de todo, cogí la calle soñando con que todos los paparazzi del mundo durmieran a pierna suelta. Mortimer –en realidad se hacía llamar Mary aunque nació Mario, o vete tú a saber qué nombre de los miles a elegir por unos padres que creyeron que aquella pilila era la usual– llegó hasta la alfombra de la habitación de mi hotel que dice bienvenidos descalza como una rociera, que en realidad era porque su 43 no le cabía en sus zapatitos de señorita contenida. Aquello fue sólo el inicio de la catástrofe aún a sabiendas de que había elegido travelo. Un día es un día, me dije. Y los catorce gin-tonics adulterados debieron tener algo que ver. Aunque en mi tálamo se debía estar cociendo desde hacía años algo en lo que tarde o temprano iba a acabar cayendo. El gol de Diego Godín en el Camp Nou, cuando a mí ni me gusta el fútbol ni animo al Atleti, fue la excusa para cogerla de la mano en aquel bar siniestro donde pasé a acariciarle las inglés por fuera del pantalón antes del alirón colchonero.
A la hora de ducharnos me lo tomé como si nada. Ella, a lo suyo: desvistiéndose; y yo contando los segundos para iniciar lo que marca la tradición cada vez que llegas a casa con alguien a quien quieres horadar: había que quedarse en bolas. Elegí la toalla más grande por si aquello era superior a mí.
—¿Nos duchamos juntos?
—El baño es muy pequeño.
—Mejor apretaditos.
Mortimer me incitó a que le refregara gel en las nalgas; unas nalgas muy parecidas a las mías. Aunque repito que ya sabía de qué iba la película. Luego se entretuvo en enjabonarme el miembro, en una acción de al menos siete minutos de duración donde se me pasaron por las cabezas tantas cosas que creí que éramos grabados por una cámara oculta que había incrustado en mi aseo Johnson & Johnson.
—Mortimer, le vas a sacar brillo.
—¿Por qué me llamas Mortimer? Me llamo Mary.
—Bueno… eso de Mary habría que verlo en el pasaporte.
—No tengo, cariño.
No sólo no tenía pasaporte, porque un camboyano travesti es como un camboyano normal: con nulo acceso al mundo exterior; sino que tampoco tenía pechos, porque de manera desilusionante se arrancó su sujetador empapado en agua y jabón que guardaba dentro lo mismo que la caja fuerte de la clase media española: nada. A uno que de vez en cuando siempre le atrajo el travestismo nunca pensó que a la hora de quedarnos en cueros la cosa se iba a igualar tanto que por un momento pensé que si llevaba peluca y se la arrancaba allí mismo nos teníamos que liar a hostias.
Porque esa noche comenzó en un delirio de grandeza, con una clienta errónea que me telefoneó con una perspectiva diferente: “Llévame de copas y luego ya veremos. Pago aunque no acontezca el acto”. Por supuesto que no aconteció; porque la muy cabrona me llevó al Pontoon, discoteca-prostíbulo de Phnom Penh –para que vean cómo está la noche en la capital camboyana: sólo hay dos discotecas y casi todos sus ocupantes son meretrices–, donde tras embriagarse –era rusa: ojo al dato– acabó ligando con un kazajo; debió ser por lo del pasado cercano. Al menos yo cobré por acompañarla, como el chofer, aunque luego el kazajo de dos por dos me sacó tres cuerpos en la foto-finish innecesaria ya que además se la debió horadar a cambio de nada.
Pero yo, tras tal melopea, y con 50 dólares ganados sin ejercitarme –y rodeado de tanta competidora–, decidí transformarme en cliente, como Superman, que cada vez que la población mundial se ponía nerviosa se metía en una cabina sin monedas y salía con una traje azulgrana con capa dispuesto a salvar al mundo. En mi caso fue Mary. Bueno, Mortimer. O lo que sea.
—No me dijiste que no tenías pechos.
—Ni tú que tu polla era mediocre.
—Se suele transformar en mediocre cuando enfrente tiene a otra de su mismo tamaño. Por cierto, ¿no estás circundado? ¿O debo decir circundada?
–Llámame Mary.
Y como si hubiera sido hechizado me metí en mi cama cuando ella ya hacía rato que la había abordado. Soñé con que no se le hubiera caído la peluca, si es que la llevaba, o con bajarme al bar a pillar otra botella de Próximo con la que volver a nublar una realidad que una hora antes apestaba a pureza tardía: con la que te topas siempre que el reloj ya no marca las horas sino las deshoras.
—¿Quieres que te la chupe?
—Quiero que me cuentes tu vida y que te vuelvas a poner el sujetador falso.
—¿Falso?
—Bueno, o vete a operarte y vuelve la semana que viene.
—Si no te gustan los travestis, ¿por qué me elegiste?
—Yo te elegí embriagado; como los novios que luego desembocan en boda y de ahí en divorcio.
—¿Quieres que me vaya?
—No, quiero que te quedes. Pero antes déjame bajar a por una botella de tinto. O a por dos. Si veo doble a lo mejor veré mejor.
—No me interesa tu propuesta. O te gusto como soy o me largo.
—La próxima vez viste camiseta, como yo, y déjate de montículos prefabricados a base de algodón. No confundas a la gente.
Bajé a por la botella de Próximo dudando en sí debía largarme lo más lejos posible de aquella situación novedosa cuando caí en la cuenta de que Mortimer estaba en mi tristísima habitación de hotel cotejando sus ganas de cobrar y hacer el acto con las que esquilmarme hasta las perchas, que en realidad eran propiedad del hotel. Por lo que volví, no sin antes engullir una dosis de Cialis que acababa de adquirir en el mismo lugar donde adquirí, finalmente, dos botellas de vino: porque Camboya, que para las economías del planeta es tercer mundo –curiosamente para la cultura no lo es por eso de no ser tachados de racistas– sirve medicinas sin recetas como vino a horas tardías. Además, y según me dijo Jeroen, un holandés que acaba de abrir una fábrica, “aquí los impuestos están aún por crearse”. La auténtica libertad.
Y al volver a mi habitación, la deshonra.
—¿Qué haces en al baño?
—¡Cagar!
Uno espera de su pareja que no defeque en su presencia. Pero claro, si la pareja en realidad no lo es y además, es de tu mismo sexo, lo mejor es descorchar la botella de vino y tajarte para ver doble, o triple, o en este caso, diferente, con la idea de ocultar aquellas imágenes bestiales en donde Mortimer se parecía tanto a mí que por poco no la echo de la habitación al grito de ‘policía’.
—Me llamo Mary.
–—ueno, como te llames, pero sal del baño, tira de la cisterna, dúchate, lávate los dientes y ya veremos qué hacemos luego.
—¿Me quieres echar?
—Todavía no lo sé. Por lo pronto sal lavada, con la toalla atada a la cintura, y ya veremos después.
—Sois casi todos iguales.
—¿A qué te refieres?
—El 90% de mis clientes se calientan en la discoteca y pasadas un par de horas muestran esa cara de arrepentimiento tan clásica. ¡No tenéis valor! ¡Sólo actuáis bajo los efectos del alcohol!
—De eso nada, que el otro día me masturbé con el portátil tras abrir una página de travestis y ni había desayunado.
Ya en la cama comenzamos a hablar, que menos mal que el tono de voz era femenino, contándome que la decisión de cambiar de sexo se le ocurrió cinco años atrás. Antes no era más que un chico afeminado.
—¿Y desde entonces haces la calle?
—Primero tuve un novio. Un checo de 56 años. Pero a la hora de la verdad se echó atrás.
—Debe de ser cierto que acostarse con un travesti es una fantasía que cuesta mucho hacer pública.
—¿Te puedo mear en la cara?
—¡¿Qué?! ¿Acaso tengo cara de váter? ¿O es que confundes interés por los travelos con interés por cualquier cosa?
—Era sólo una oferta.
—¡Una oferta! ¿Pero tú te crees que voy a pagar por una tía que es un tío, que no tiene ni pechos, que acaba de defecar en mi baño y que me oferta orinarme en la cara?
—Dos cosas: lo de no ponerme tetas se debe a que tengo que ir a Bangkok y que cada una me cuesta 2.500 dólares. Además de que para una camboyana cruzar la frontera tailandesa no es nada fácil. Y lo de la lluvia dorada no me lo he inventado yo: ¡Antiguo, que eres un antiguo!
Luego, mientras me acordaba de Isabel Gemio y aquel insultante teatrillo lacrimoso televisado llamado ‘Sorpresa, Sorpresa’, acepté que ya que estaba en pelotas, junto a un señor con peluca recién duchado, y cuando la segunda botella de Próximo ya había sido descorchada, que lo mejor era pasar una página de la vida que obviándola se me podía haber atragantado. En un momento de un acto extraño le tiré del pelo, comprobando que al menos su cabello sí era real erizándoseme la piel a causa de una invasión de carne de gallina que me comenzó en las corvas y me llegó hasta la nuca. Luego eyaculé. Demostrándose que los sexos, como los extremos, se tocan.
—¿Cuánto dinero tienes ahorrado?
—1.200 dólares.
—Tienes sólo para medio pecho.
—De ahí a que consiga dinero para la operación completa a lo mejor me he vuelto hasta hombre.
Nos debimos quedar dormidos. Su cabeza contra mi cuello y nuestras piernas entrelazadas. No roncaba. Y no se apreciaba secuela alguna de que por esas mejillas hubiera surcado cuchilla de afeitar alguna. Su olor, además, era rotundamente femenino. Pero tosió. Y al toser se despertó descubriendo que la estaba examinando; mirándola a los ojos. Y entonces todo se volvió a nublar.
—¿Quieres que ahora sea yo el que te monte?
—Oye, ¿qué hostias estabas soñando?
—Ni me acuerdo. Sólo te propongo continuar.
—¿Y a eso cómo se juega?
—Pues de la misma manera que jugamos antes pero al revés.
—No… déjalo. Me lo tendría que pensar. A lo mejor en otra década. Quién sabe.
Sólo de pensarlo me comenzó a doler la médula espinal. Aunque en el fondo debo reconocer que los hombres dilatamos más de lo que nos podemos llegar a imaginar. Lástima que no aceptemos que durante la dilatación un señor con peluca sea el que genere el mete-saca. A lo mejor en un par de siglos se normaliza todo esto y el sexo realmente libre deja de ser un agobio para convertirse en una ilusión. Yo, por lo pronto, ya he dado el primer pasito. Aunque aún me quede buena parte de la escalera.
Joaquín Campos, 23/05/14, Phnom Penh.