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Arpa¿Sos española?, me preguntó el uruguayo

¿Sos española?, me preguntó el uruguayo

 

“La utopía está en el horizonte. Camino dos pasos, ella se aleja dos pasos y el horizonte se corre diez pasos más allá. ¿Entonces para qué sirve la utopía? Para eso, sirve para caminar”. Hace años que anoté esta cita. Antes de saber que Eduardo Galeano era su autor, quién era Eduardo Galeano y que ese escritor era uruguayo. Muchos años antes de imaginar que me tocaría cubrir como periodista en Montevideo su velatorio.

 

Apunté esas palabras porque me gustaron, porque era una adolescente que miraba al horizonte pero siempre se perdía entre pajaritos antes de llegar a conclusiones, de alcanzar las metas. Eran años en los que soñaba con ser periodista y viajar, en los que había leído Mujer en guerra y Amor América y quería convertirme en la Maruja Torres de mi generación. Crecí con la obsesión de ser periodista, aunque ya me consideraba tal desde que le hacía entrevistas a mi abuela con la grabadora que me trajeron los Reyes Magos.

 

Quise estudiar la carrera convencida de que esa era la base, el primer paso. Pronto empecé a encontrarme con profesores amargados que odiaban la profesión. Hasta cuarto de carrera no conocí a un solo docente con espíritu de periodista. Pero aquel año di con ella: la profesora de Historia del Periodismo, una mujer a la que le ardía el oficio. Sentirla referente no solo me ayudó a entenderme; además, me mostró todos los libros y me dio el primer empujón y el ánimo para volar sola en los turbulentos aires del periodismo. Siempre se lo agradeceré.

 

Después llegó estamparme contra el mundo real. Terminé la carrera, cursé un par de másters, viajé, trabajé en redacciones, cubrí campañas, y aprendí que el Periodismo distaba mucho de ser el que reflejaban en la serie de TV Periodistas. Era, eso sí era cierto, el oficio más bello del mundo. Porque lo es. Es hermoso. No la empresa, no las redacciones, no la corrupción y el dinero, pero sí la curiosidad, la ética y las ganas de contar qué y cómo para intentar que se muevan emociones y construyamos un mundo más comprometido, coherente y libre.

 

Me convertí en periodista de carrera y de alma. Con ganas enormes, innatas y constantes de aprender y con la obsesión de viajar y empaparme de todo. Quería ir a Argentina y empezó a obsesionarme ese proyecto. Al terminar una de las últimas prácticas de la carrera, mis compañeros de redacción en La Voz de Galicia me regalaron una guía de Argentina y Uruguay. Pero mi plan de cruzar el Atlántico se frustró cuando se me inmiscuyó la vida. Aún debían de pasar –pero yo no lo sabía– cinco años más, mucho periodismo y noches compartidas de redacción, el mar embravecido de Ceuta, y más firmeza para hacer ese viaje y salir, como Cristóbal Colón, de La Rábida de Palos de la Frontera, Huelva, en dirección a América.

 

Llegué a Uruguay hace casi tres meses con ganas de aprender de este otro mundo y con el anclaje de una amiga y su familia que me dan techo y sustento, pero sobre todo el amor y ternura necesarios para no sentirme nunca desamparada ni sola. Ya en las primeras semanas descubrí que la hospitalidad del uruguayo no es de fachada. He sentido pocos lugares donde su gente sea, en masa, tan profundamente acogedora. Es difícil encontrarse con una mala cara en este país, ni siquiera entre los trabajadores de las administraciones o entre los conductores de autobús. Aprecias malos modos entre los extranjeros, como si no quisieran que los demás foráneos se enterasen del secreto: es más fácil alcanzar la felicidad con una sonrisa que de morros. Entre los autóctonos no aparecen reproches ni malas caras. En ellos hay sorpresa y melancolía.

 

De hecho, son tan melancólicos que festejan, la noche del 24 al 25 de agosto, la fiesta de la nostalgia. Quizá por eso a Montevideo lo cubre un halo de declive al más puro estilo portugués. Ayuda que las fachadas no se hayan vuelto a pintar desde que edificaron y que no haya una sola acera (aquí llamadas veredas) con las losas bien colocadas. Todas sin excepción están rotas y levantadas. También eleva ese espíritu su tono cantarín; ese vos arrastrado; el que en lugar de contestar con un firme “sí”, respondan con un dubitativo “y sí”; o que en vez de ordenar con frases imperativas, lo hagan con un “¿Te animas a…?”. Esa mezcla de lenguaje y arquitectura, de apariencia y corazón.

 

Pero melancólicos no significa tristes. Los uruguayos son alegres, jocosos, carnavaleros y tímidamente efusivos. Son, también, dependientes del mate (el termo con agua caliente siempre debajo del brazo es lo que visualmente los diferencia de los argentinos) y se sorprenden continuamente de que un extranjero (especialmente europeo) haya acabado en su paisito. “¿Vos sos española?”, me pregunta el uruguayo como si no fuera evidente. Es, de hecho, la pregunta que más veces me han hecho en estos tres meses, seguida del qué hago aquí. Quizá es justo esa actitud sorpresiva, sin prepotencia ni galantería, la que les hace derrochar amor. Los uruguayos son tiernos. ¿Pero qué hace una española en Montevideo?, insisten. No se creen que en España haya crisis ni que la tasa de desempleo supere algo así como en siete veces a la de su país. Se quedaron anclados en que Rodríguez Zapatero les financiaba los viajes a Europa para que conocieran a sus antepasados gallegos.

 

 

Viajar da perspectiva

 

Esa es la principal función. Compartir café, o ahora ese mate, con personas que nada tienen que ver contigo pero que en realidad sienten de la misma manera. No considerarnos el centro del mundo y mejorar en empatía. Marea un poco darse el último chapuzón del verano en pleno febrero y empezar a almorzar cuando tus amigos están ya debajo del edredón, pero la sensación por el cambio de hemisferio apenas dura unos días.

 

Tampoco acostumbrarse a la comida es demasiado complicado. En Uruguay, la influencia italiana se palpa en que los calabacines son zucchini y la piña, anana, además de en que comen demasiada pizza. Pizza y pasta con la misma obsesión que los italianos, pero sin su rica variedad y buen hacer. De todo hacen ‘milanesa’, que viene a ser un empanado, y su fuerte es el asado o barbacoa, amén del chivito. Pero yo no soy muy carnívora.

 

Cuando uno empieza realmente a darse cuenta de que está en otro país es cuando el español se matiza y esta arraigada lengua se difumina mucho más allá de las básicas palabras relacionadas con el sexo que todo extranjero conoce. El vocabulario textil es, probablemente, el que más difiere. Las faldas son polleras, un clásico. Pero además, las camisetas son, según el corte, remeras o musculosas; las rebecas, saquitos; los jerseys son buzos, y las bragas, bombachas, por poner algunos ejemplos. Además, el armario es el placard; el frigorífico es la heladera, y el congelador, el freezer. Wi-Fi y Spiderman lo pronuncian realmente en inglés. Los chavales son gurises y los niños, chiquilines. Nuestro recurrente “vale”, el uruguayo lo transforma en un continuo “dale”, seguido de un “ta…” sin significado concreto, al que incluir en algún momento un “che”. El español llega aquí con el boludo, el flaco y la mina en la mente, sin saber que hasta llegar a esos términos aún quedan muchos otros entre medias.

 

Quizá este desfile de palabras no sean más que generalizaciones de una andaluza que apenas ha estado tres meses en el paisito. Pero es lo que tienen las generalizaciones y las primeras impresiones. Son imprecisas y subjetivas pero esenciales. Cuando se llega sin más conocimientos que el presumible de haber leído muchos versos de Mario Benedetti, y con la mente de una europeísta, lo bueno es que todo sorprende y todo está por descubrir. “Para nosotros, Uruguay es un destino totalmente desconocido. Es el país más pequeño de América del Sur, mide aproximadamente 560 kilómetros de diámetro, tiene una superficie de 187.000 kilómetros cuadrados y una población de alrededor de 2.235.000 (…) Está poco poblado y tiene mucho espacio para inmigrantes”, dejaron escrito los mennonitas alemanes cuando se instalaron en 1948 en el país. Lo leí hace unos días en un libro sobre estos inmigrantes que aseguraron encontrar en Uruguay “una nueva patria”.

 

La población del país ha aumentado hasta los 3.404.000 habitantes desde entonces, pero sigue siendo un país chiquito y culto. El desconocimiento general de los extranjeros se ha transformado, convirtiéndose en un destino que se sitúa mentalmente porque se permita fumar marihuana y porque lo gobernase José Mujica. Las dos afirmaciones se pueden matizar. Se fuma con límites y Mujica no es tan amado dentro como fuera, aunque quien lo ama lo hace hasta el límite de, literalmente, tatuárselo. Quién le iba a decir a la adolescente que quería ser periodista que acabaría cubriendo el fin del mandato del afamado presidente uruguayo, del viejito.

 

Pero como decía, lo mejor del desconocimiento es que uno llega a Uruguay sin imágenes preconcebidas, sin poner cara, sin saber, sin juzgar. Y así se regresa a la infancia, a la emoción de la primera vez. Uno de mis mayores disfrutes en estos tres meses en Montevideo ha sido el de la cultura sin prejuicios ni preaprendizaje. Ir al teatro sin saber si los actores, el director o el dramaturgo eran los más aclamados o unos absolutos desconocidos, y amar u odiar sin sentirme culpable ni presionada.

 

El uruguayo es emocionalmente cultural. Oye la radio con asiduidad y se lanza a amar a los espectáculos en vivo pero no a quienes lo ponen en práctica. Es maravilloso porque no son fanáticos ni televisivos. No existe la idolatría, no esperan a los artistas a la salida de los conciertos cual adolescentes, sino que son, como ellos dicen, “retranquilos”. A cambio, llenan los teatros y aplauden durante siete minutos y se ponen de pie y se emocionan con una serenidad y una devoción que acongoja. Y la cultura responde: he visto muchas funciones de una calidad impecable.

 

Dos de mis descubrimientos culturales en mi paso por este país van en este sentido. Dos mujeres uruguayas: una cantante y una actriz. De la cantante, mi amiga me puso una tarde al poco de yo llegar al país, una canción que emociona a cualquier recién exiliado: “Se asoma a su maleta pensativa / no sabe si habrá sitio para todo, / ahí tiene que entrar toda su vida / pero ella aún no encuentra de qué modo. / Va plegando camisas y recuerdos / coloca entre los sueños sus zapatos / dobla el abrigo sobre los afectos / y no quiere que quepan los retratos”. Cualquier recién llegado del otro lado del mundo sin atisbos de concreción se emociona con ese tema, que continúa: “Repasa el equipaje como ausente / ya sabe que no habrá ninguna meta, / que el pasado termina en el presente / y que el presente empieza en su maleta”. Y a esa letra le siguieron otros temas y pude ver hasta en tres ocasiones, y entrevistar, a una cantautora que como los uruguayos, te arranca un trozo del alma y se la queda. Se llama Ana Prada y tiene tres discos como solista que son una maravilla.

 

Mi otro descubrimiento llegó de la mano del maravilloso y bello Teatro Solís, y ocurrió también casi al llegar a Uruguay. Acudí a una función coral, y una de las actrices deslumbraba tanto que eclipsaba a sus compañeros. Poseía una fuerza y una energía, un buen hacer, que te paraba la respiración como solo se logra en el teatro y únicamente en ocasiones muy contadas. Pude volver a disfrutarla en otras funciones, en diversos personajes, y ratificar que su presencia y polivalencia no eran fortuna de un personaje redondo, sino la autenticidad y la garra y profesionalidad de una actriz que se entrega con una generosidad que muy a menudo se echa de menos sobre las tablas. Me cautivó cuando yo desconocía quién era. Después, intrigada por su talento, busqué su nombre y descubrí que era una figura importante del teatro uruguayo y una de las claves de la Comedia Nacional. Ella se llama Roxana Blanco, y la Comedia Nacional consiste en un elenco estable de artistas, similar al modelo francés, con actores en nómina. Impensable pensar en este modelo de teatro estable en España que, sin embargo, es un elenco muy aclamado en un territorio como Uruguay donde la cultura es amor, y donde la Comedia Nacional es sello de calidad.

 

La devoción con la que impregnan los uruguayos su actividad cultural, la utilizan también –y ahí sí con fanatismos– al elegir equipo, aquí cuadro, de fútbol. La gente, especialmente los hombres, se divide entre los del Nacional y los del Peñarol, y cuando llegas a un nuevo trabajo o reunión, esa será la primera pregunta que te hagan. (Bueno, la tercera, después del sos española y del qué haces en Montevideo).

 

Uruguay es además un país estrictamente laico, en el que la religiosidad nunca traspasa del ámbito privado y hasta la Semana Santa se denomina ‘Semana de Turismo’. Un territorio donde poco a poco lo público se revaloriza, aunque aún es un anhelo, y los arquitectos que idean nuevas escuelas públicas de alta categoría envían a sus hijos a colegios privados. Mujica apostó durante su presidencia por ese crecimiento de lo público, y poco a poco alcanzó avances, pero el país aún esta lejos de tener un sistema educativo y sanitario estatal gratuito de calidad.

 

 

A mí se me acaba el tiempo

 

Tres meses en Montevideo en los que he recorrido una y otra vez la Avenida 18 de julio intentando imaginar a quiénes corresponden los nombres de las calles colindantes, y si alguno de ellos se libra de estar vinculado al tan nombrado héroe Artigas. Semanas en las que he paseado por Parque Rodó llamando Rambla al Paseo Marítimo y sintiendo cual uruguaya que el mar aquí no es mar y que hay que viajar hacia el Este para que se convierta en una verdadera playa. Un tiempo en el que he visto a un manifestante subirse al Gaucho; a otros, protestar frente a la Universidad, y a todo un pueblo montar una manifestación LGTB después de que echaran a dos minas por bailar juntas un tango. Tres meses en los que he llegado a preguntar a cuánto estaban los alquileres del Palacio Salvo; en los que no he aprendido en qué ocasiones se utilizan los ¿adjetivos? ¿adverbios? salado y pila, ni a bailar un solo paso de tango; en los que he comido en el Mercado del Puerto y he visto tomar su primer zapallito a un bebé; en los que he caído en la cuenta de que los de la película Viven eran uruguayos y tienen su museo, y en los que hasta llegué a tener mi propio tenderete en la feria de Tristán Narvaja como si yo misma fuera un personaje de Benedetti (con cuyo espíritu, además, conversé a las puertas de su casa). He hecho equilibrios para llegar a fin de mes en un país con sabor a dulce de leche, en el que la cerveza lleva mi nombre, y en el que los sueldos son la mitad que en España (cuando en España había sueldos), pero la comida y la vivienda cuestan el doble y en el que la fianza por los alquileres son de entre tres y seis meses. He observado el Hotel Carrasco imaginándome a García Lorca poniendo la última palabra de mi adorada Yerma y he sentido los pasos de Margarita Xirgú enamorando a la ciudad. He escuchado murgas como si estuviera en mi Cádiz natal, me han abrazado y he entendido que Uruguay es más que “un país con el nombre de un río, un edén olvidado, un campo al costado del mar…”. Ya lo cantó uno de los uruguayos más reconocidos internacionalmente, Jorge Drexler: “Cómo me cuesta quererte / me cuesta perderte / me cuesta olvidar”.

 

Ese es el Uruguay que he conocido, el del apego, la alegría melancólica y la hospitalidad sin límite. El de la paciencia y el de la buena onda. Apenas me quedan diez días aquí a no ser que decida no coger el avión que me lleve de regreso a casa, a España. Llegué huyendo del frío y en Montevideo hallé calor. Vine a buscar trabajo y lo encontré. Pero a veces, mientras nos dedicamos a planear y a organizar mentalmente qué haremos en cada situación, la vida y el corazón nos desorganiza y descontrola. Crecer es eso, tomar decisiones que a menudo solo entendemos nosotros y sentirnos satisfechos de las mismas aunque esas decisiones sean las contrarias a las que siempre pensamos que íbamos a tomar. Pero vivir es así, evolucionamos y eso está bien. Tenía vértigo antes de llegar al idealizado Río de la Plata. Ahora el vértigo me lo provoca la idea de regresar a España, un país que está roto a pedacitos. No tengo puestas esperanzas en mi país, pero sí en las cosas que no son cosas. Creo en la utopia. Y sé que al caminar dos pasos, ella se alejará dos pasos más allá. Pero ya lo dijo Galeano, para eso sirve la utopia, para caminar.

 

 

 

 

Patricia Gardeu es periodista. En FronteraD, donde se ocupa de la videoteca, ha publicado En busca de la verdad sobre 15 cadáveres a 523 kilómetros de Ceuta, Palabras para cruzar la frontera, Ceuta, puerta de EuropaEl calidoscopio de CeutaTienes madera de artista y, con Cristina Durán, Tío Alberto, el hombre que creó una ciudad para niños. Este es su blog. En Twitter: @Gardeu

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