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Sostiene la muerte que Antonio Tabucchi ya no vive aquí

 

 

Corrijo la posición. Salgo de noche. Tratando de no hacer el menor ruido. La perra viene a lamerme las manos. Vislumbro el resplandor de una flor en el gran magnolio que mi madre quiere cortar. Es una flor de otro mundo, de una blancura tersa y áspera al mismo tiempo, como de un relámpago que se hubiera arrepentido. Sé lo que busco, me digo. La cuesta conduce al mar. Como todas las cuestas de mi infancia. Pero la que busco queda demasiado lejos de la ciudad donde nací.

 

Trato de no hablar a solas. De permanecer despierto todo el camino. Como cuando volvíamos de Gisenyi, del retorno súbito y masivo de centenares de ruandeses a su país después de que las tropas del Frente Patriótico Ruandés rompieran el espinazo a la resistencia hutu que mantenía el control de los campos de refugiados creados al extremo oriental de lo que aún no era (y me temo que todavía no es) República Democrática del Congo. Había caminado entre ellos. Como si pudiera confundirme con ellos. No podía. Llevaban sobre la cabeza todas sus pertenencias. Había respirado su olor. Escuchado el rumor multiplicado de miles de pies cruzando la frontera de vuelta a casa después de dos años de exilio. Dos años después del genocidio en el que algunos de los que volvían habían participado.

 

Sé que no me vas a creer. Hay varias fechas en mi vida que se confunden, por mucho que intente clavarlas y desclavarlas. Pero no las de Ruanda. No las de abril de 1994, no las de julio del mismo año, cuando terminó el genocidio y se produjo el éxodo a Tanzania, pero sobre todo al Zaire, cuando se desencadenó una epidemia de cólera en las ciudades instantáneas levantadas a lo largo de la frontera, y morían y morían y morían ante nuestros ojos. Y los tendían a lo largo de las carreteras, cuando podían dentro de esterillas para el último viaje. Tengo dudas respecto a la tercera fecha. La del retorno a Ruanda. Sé que no me vas a creer. Pero fui al abrevadero donde todos ahora vamos a buscar como si fuéramos a beber y lo primero que encontré cuando escribí estas palabras “retorno a ruanda gisenyi 1996” fue esto. Me copio: “Dos hombres llevan en volandas a una mujer con los pies ensangrentados. Tratan de avanzar entre la muchedumbre de retornados exhaustos y enfermos, que esperan su turno en el pequeño y desbordado hospital de campaña levantado por Médicos sin Fronteras (MSF) a 10 kilómetros de la frontera con Zaire. Es una gota de agua en la marea de sufrimiento que inunda las carreteras de Ruanda: medio millón de personas que en menos de cuatro días han abandonado la provincia zaireña de Kivu Norte y regresado andando a su diminuto país”. Nosotros no tuvimos que regresar andando. Lo hicimos, agotados de otra manera, en un coche que recorrió en pocas horas la distancia entre Gisenyi y Kigali, la capital, donde dos años antes había visto empezar la muerte. Mis amigos se durmieron. Yo no me lo consentí. Por un falso pudor. O tal vez por otros motivos. Trataba de que los que me observaban en silencio (en silencio habían visto morir a los suyos cuando el cólera, en silencio regresaban) se encontraran al menos con mis ojos. ¿Era lo menos que podía hacer? Durante los primeros kilómetros al vehículo le costaba abrirse camino entre la muchedumbre que abrazaba la carretera, sus cunetas y sus costados. Tardamos en zafarnos de esa masa cobriza que se movía como una serpiente mimetizada con la tierra.

 

 

En uno de los campos encontré naipes huérfanos y este cuaderno de Marcelline Uzamushaka: Cahier d’Histoire, con el año escolar 1991-1992 inscrito en la primera página. Marcelline se lo llevó consigo al campo de refugiados y lo perdió, o lo abandonó, en su precipitado regreso a Ruanda. Lo recogí del suelo, junto a las fogatas apagadas, ollas rotas, restos de dos años de vida precaria sobre el suelo volcánico de Goma. La primera lección, en francés (kinyaruanda y francés eran los idiomas oficiales del país de las mil colinas) está dedicada a “El nacimiento de los Estados Unidos de América o la Revolución americana”. Atesoro el cuaderno de Marcelline como un recuerdo humilde y precioso de aquellos días de Ruanda a los que no dejo nunca de regresar. A los que en realidad no dejaré nunca de regresar. No podría, aunque quisiera. No voy a dejar de recordar el brazo de aquella muchacha que se mecía como un junco lentísimo entre los cadáveres de Gikoro, al este de Kigali, donde nos encontramos con una matanza y no conseguí persuadir al capitán italiano del destacamento de La Spezia de que tratáramos de comprobar si aquella mujer estaba viva. El brazo no deja de agitarse en mi memoria. No la evoco de forma morbosa. Pero cuando hablo de mi descubrimiento de África no me queda más remedio que hacerlo. No pienso que sea una forma de expiación, aunque tal vez lo sea. Porque fue prácticamente lo primero que vi cuando llegué a África por primera vez, en aquel abril sangriento de 1994. Sólo se lo pedí dos veces al capitán, y dos veces me dijo que esa no era su misión. Y cuando ahora, sobre todo los estudiantes, me preguntan por qué no hice nada más no tengo una buena respuesta que darles, salvo seguramente la del miedo, la de la cobardía.

 

 

Hay muchos kilómetros entre el magnolio que revienta el cemento de la casa de mi madre y la carretera que discurre entre Lires y Nemiña, entre Vigo y la Costa de la Muerte, entre altísimos pinos rumorosos y helechos arborescentes, que acaban naciendo sobre el mismísimo asfalto que trata de domesticar la tierra, el lugar que habitamos. Me perdí siguiendo el curso del río Castro, que desemboca en Lires, y acabé saltando la tapia de la cetárea, hasta dar con la carretera que lleva a Touriñán, una tarde de no hace tanto tiempo. Hay muchos miles de kilómetros entre esa hermosa carretera y la que discurre entre Goma y Gisenyi, atraviesa la frontera junto al esplendoroso lago Kivu, entre aquellos recuerdos y los que esta noche pretendía traer de la mano de Antonio Tabucchi hasta aquí.

 

Corrijo la posición. Enciendo esta ventana. Como si fuera a verla Antonio Tabucchi, que hace unos días, desde la Lisboa que quiso tanto o más que yo, fue a reunirse con Tonino Guerra y todos los que nos precedieron en el último viaje. Cuando salía de mi casa frente al mar de Vigo solía hacerlo de madrugada. Buscaba, no sé por qué, el tranquilo cementerio junto al mar de Alcabre. El magnolio crecía muy despacio. No sospechaba nada de Ruanda, pero tampoco nada de Tabucchi, ni de la carretera que, viniendo de Pereiriña, donde Anxeles sigue haciendo su pan en un horno de leña, se bifurca: a la izquierda hacia Lires, a la derecha hacia Touriñán y la playa de Nemiña, que asoma entre suaves campas de maizales que van a dar al mar.

 

 

Las hojas de los pinos, arumes arpados, como dice el melancólico himno del país, cubren la línea blanca, borran nuestros lindes, nuestra patria sentimental. Sostiene la muerte que Antonio Tabucchi ya no vive aquí. Yo espero que Marcelline siga viviendo en Ruanda. Entre las manos alumbro una flor de magnolio, antigua, de una textura como de relámpago arrepentido. Como Susan Sontag, nos empeñamos en negar la muerte. Pero ella no perdona. Ni siquiera a las inteligencias más lúcidas, más preclaras. Claro que mejor morirse como solemos entre nosotros, aunque sea de cáncer, Tabucchi, o mi querido Thomas Mermall, y no porque estalle una guerra civil, alguien dicte la orden de exterminar al otro y la sangre, embravecida, se adueñe de la conciencia, de las manos, de todos los que por miedo o convicción acaban empuñando machetes, armas automáticas, lanzas, filos de una historia que ahora viene a visitarme sin que la convoque y que espera nuevas, constantes explicaciones. Como si un apunte en el libro de mi contabilidad pudiera formar un río tan íntimo como caudaloso, un río aquí de tinta allí de lo que suelen ser los ríos, que sirviera para mojarse los pies, lavarse la cara, emprender el camino que lleva a la Costa de la Muerte, al cabo de Touriñán, donde ahora mismo un faro insiste en avisar a los navegantes de que se cuiden de las rompientes, y a nosotros, tan lejos de la infancia, tan cerca de la culpa, de que nuestro destino está en nuestras manos. Recuerda. Sostiene la muerte que Antonio Tabucchi ya no vive aquí.

 

 

 

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