en la tierra yacen oraciones no atendidas,
los gorriones son un frágil emblema de la eternidad,
la lluvia es solo un recuerdo, pasan siluetas
de personas desconocidas, no proyectan sombras.
Del poema La calle de José, de Adam Zagajewski
El mundo siguió girando sobre su eje
después de la muerte de Wislawa
después de que otro gorrión se estrellara
contra el cristal traslúcido de la casa.
No aprendemos, claro,
pero si hubiéramos aprendido
qué habríamos hecho
desde entonces.
Cada uno
por esa calle en que las sombras
entretejidas
por un camisón de lluvia
se desvanecen.
Era la calle
en la que vimos
cómo la espalda de nuestro padre
se perdía
y cómo la nuestra
crecía cada verano.
Como la muerte.
Enarbolamos
como marinos ebrios
pomposas frases
y ademanes,
pero luego no sabemos ni tan siquiera
decir aquí sí,
aquí no,
ni qué hacer.
Hubo una época heroica
en que las palabras
servían para pensar.
No nos atrevemos a señalar
ni a castigar
porque pensamos que así se amansarán.
¿Como el que enarbola el cuchillo de sierra
con el que va a cortar el cuello
a nuestro amigo?
Foto: Corina Arranz
[Era un souvenir de Nueva York tan kitsch que resultaba entrañable. Una antología de Manhattan en una plataforma de 13 x 6 centímetros. Un compendio de arquitectura, geometría y memoria. Y además incluía a las Torres Gemelas en el elenco de rascacielos de la ciudad donde vivíamos. No recuerdo quién lo hizo trizas en Madrid. Pero decidí conservarlo así, como una ruina contemporánea, recuerdo de una ciudad donde hicimos grandes amigos, vivimos intensamente, pasamos miedo juntos, aprendimos].