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AcordeónSouvenirs de la muerte. El archivo del corresponsal de guerra

Souvenirs de la muerte. El archivo del corresponsal de guerra

 

Qué nos dicen los objetos que la guerra deja tirados por el suelo? ¿Qué nos dicen, de nosotros mismos, los objetos que la guerra convierte en marketing?

El primer objeto cayó del cielo. Era el flyer –uno de miles– que la aviación estadounidense lanzaba sobre las tropas iraquíes atrincheradas en el sur de Kuwait. “¡Esto es una alerta, la primera y la última! Mañana bombardearemos el Batallón de Infantería 21. ¡Huye de este lugar ahora mismo!”, advertía el flyer en árabe, con la fotografía de un B-52 vomitando bombas a peso.

 

Era el mes de febrero de 1991 y lo que caía de las nubes era algo más que un trozo de papel. Era una auténtica crónica: ese flyer avanzaba la noticia que se iba a producir, y pensé que merecía ser archivado como se archiva una crónica de guerra.


Ese primer objeto cayó del cielo y el resto los fui recogiendo y clasificando en un descenso de veinte años hacia el infierno. ¿Qué nos dicen los objetos que la guerra deja tirados por el suelo? ¿Qué nos dicen, de nosotros mismos, los objetos que la guerra convierte en marketing? Objetos de uso cotidiano, diseñados en algún punto entre la banalidad y el abismo. Como el mechero que los pakistaníes del Raval de Barcelona vendían pocas semanas después de los atentados del 11 de septiembre del 2001: dos torres metálicas con un avión atravesando una de las torres.


¿Hice lo correcto al comprar ese mechero, aunque mi intención sólo fuera reflexionar sobre el negocio que se hace con el dolor de los demás? ¿Hice lo correcto al comprar en Nueva York, unos años antes, un Titanic hinchable con su correspondiente iceberg? El trasatlántico se vendía con un pequeño motor a pilas para dirigirlo hacia el bloque de hielo. Los más de mil quinientos pasajeros ahogados no estaban incluidos en la caja: hay que imaginarlos. Y hay que imaginar la inclinación del Titanic desplazando lentamente su eje de gravedad, con las vajillas cayendo de las estanterías y estrellándose en formación contra el suelo.

 

La historia del mundo, lo saben bien los arqueólogos, podría medirse en vajillas estrelladas. Como las del coronel Gadafi. Un rebelde, en la casa que el dictador tenía en Brega, inclinó despacio el pesado mueble, el eje de gravedad se fue desplazando y todos los platos se estrellaron como en el Titanic. En formación contra el suelo. Incluso los platitos con peces de relieve sobre los que quizá Gadafi picó alguna aceituna.


Ese día, el viento del oeste soplaba fuerte en la playa de Brega. La arena era blanca y la perspectiva extraña, inmensa. Desde las dunas todo parecía posible e inútil. Como las estrellas en la novela de Bulgákov: no quedará rastro de nuestras vajillas y esas olas seguirán ahí.


Un trozo de papel pintado del Parlamento de Belgrado, asaltado e incendiado por la oposición que tumbó a Milosevic, o un pedazo de monumento a Sadam –las baldosas que formaban el bigote y los labios– derribado por los chiítas en el sur de Irak. Son texturas del tiempo, interruptores que, como la magdalena de Proust, abren el tarro de la memoria. Una memoria un tanto incómoda. Porque la materia, tan incuestionable, es mucho más impenetrable que las palabras a cualquier confortabilidad moral. De ahí ese punto de inquietud que desprende.


Objetos tan inquietantes como el calendario que regala el hotel Mumtaz de Kandahar –la capital espiritual de los talibanes– al cliente que nunca va. En el hotel apenas se registran almas. En la primera imagen del calendario un soldado con fusil protege una recepción imposible de proteger. La soledad del hotel hace todavía más inquietantes los brillos de su decoración recargada y cutre. Sus clientes son muy esporádicos, tensos, flotando, como llegados de otra galaxia, y en excepcionales ocasiones son occidentales.


Por esta razón, para moverse por Kandahar y su región es conveniente vestir como visten los pashtunes. En febrero de 1976, mi padre, fabricante catalán de tejidos de lana, describió Afganistán en un par de folios. “Este mercado es algo así como la cloaca de las fábricas inglesas”, escribió tras contactar con algunos sastres de Kabul: el pasado, el presente y el futuro de un país en la frase de un informe textil. Me acordé de mi padre y de sus informes precisos, calvinistas, el día en que –junto a Guillermo Cervera– un sastre de Kandahar nos cortó a medida un traje pashtún. Y, visto como objeto no encontrado, sino confeccionado, hay en ese traje algo de sección de caballeros de El Corte Inglés, al que tanto vendió mi familia desde los años cincuenta.


En el campo de batalla, un objeto es una crónica en tres dimensiones. Un Corán, por ejemplo. Un Corán de bolsillo, con cierre de cremallera, rescatado de los escombros de un bombardeo israelí sobre Beirut. Es un objeto que esconde palabras. Palabras para ser leídas. Más allá de las shuras.


Objetos que nos hablan de principios y de finales. Como los cristales rotos y las piedras húmedas recogidas en la pequeña oficina de correos del Parque Nacional de Plitvice, Croacia. En la refriega por el control de esa oficina cayó el primer muerto de las guerras yugoslavas: fue un policía croata de 22 años que murió diciendo “papi… papi… papi…”. Principios y finales. Cenizas que no se acaban de apagar. Como la última bandera yugoslava de Prizren, pisoteada por los albaneses de Kosovo después de echar a pedradas a los serbios de la ciudad medieval. Los serbios llevaban diez siglos en Prizren: esa bandera, recogida y archivada, es el punto final a mil años de historia.


Recoger esa bandera, recoger un reloj tirado por la guerra en Sarajevo es una manera de continuar el reportaje. El reloj roto de una comunidad rota: el relojero que lo fabricó, Josef Koppelmann, era judío. Acariciar sus agujas es una manera de seguir escribiendo. Sin palabras. Sobre un objeto que la historia ha colocado en mis manos… ¿O soy yo el que le he robado el objeto a la historia? ¿Es robo llevarse algo de un vertedero? ¿Es la historia un vertedero?


Además del Parlamento, las masas opositoras que tumbaron el régimen de Milosevic saquearon la perfumería de lujo que el hijo del dictador tenía en el centro de Belgrado. Recogí de la boutique un espejo roto como símbolo de un final balcánico. Al volver a casa, la chica de la limpieza vio el espejo roto sobre una mesa y lo tiró a la basura. Hizo lo que tenía que hacer. El tiempo, sin duda, archivará todos estos objetos como la chica de la limpieza archivó el espejo.

 


 

En un mundo cada vez más virtual, la realidad de estos objetos encontrados por el suelo se intensifica. Twitter contra la materia. Como un Almacén de Realidades Concretas. Como rastros recogidos por un criminólogo del CSI para realizar la autopsia: la gasolinera de Milán donde los partisanos colgaron boca abajo los cadáveres de Benito Mussolini y su amante –después de patearlos y orinar encima– es hoy una barra de McDonald’s: la guerra también es aquello que llena el vacío que deja. Y lo que llena el vacío puede ser una hamburguesa untada con queso. O puede ser pura orina. Como los rastros del botellón que encontré en la tumba de Gavrilo Princip. La puerta del panteón, en Sarajevo, estaba reventada. Miré la contundente lápida del estudiante serbio cuyo magnicidio desencadenó la Primera Guerra Mundial: ahí, entre esas botellas pringosas y ese hedor, empezaba el rastro de veinte millones de muertos.



No tengo demasiado claro que el reporterismo sea un arte. El reporterismo es, en esencia, un estado de ánimo. Una manera de observar el suelo y recoger las virutas. Una manera de incrustar un brillante a la metralla libia, a proyectiles antiaéreos que nunca se dispararon: reventaron por el calor de una pick up carbonizada por el enemigo. Una manera de pegar adhesivos de Barbie sobre billetes de Sadam. Tampoco tengo demasiado claro que continuar la crónica con brillantes y Barbies sea arte. Pero no importa. De los vertederos también se aprende.

Este archivo empezó cayendo del cielo y termina en el infierno. Asediados por las fuerzas de Gadafi, los rebeldes libios tenían almacenado en la entrada de Ras Lanuf un cargamento de latas de atún Campos, de Bermeo. Un atún, decían las cajas, que “contribuye a mejorar la circulación y equilibra los niveles de colesterol”.

 

Ras Lanuf era una urbanización petrolera muy bien ajardinada. Cada parterre con margaritas, en lugar de sugerir cómo podría ser el mundo, nos recordaba cómo es: un mundo donde el color de las flores era compatible con el cerebro destripado –por un proyectil aire-tierra– de los jóvenes rebeldes apostados detrás del ambulatorio.

 

Los aviones y buques de Gadafi no paraban de lanzar misiles. Los proyectiles de su artillería sobrepasaban la petrolera y alcanzaban la retaguardia. Sus tanques ya estaban allí y los paquetes de atún vizcaíno quedaron tirados en el check point. Era la primera sugerencia que encontró la tropa de Gadafi en la entrada de Ras Lanuf: “El atún Campos no puede faltar en su dieta diaria. Úselo en sus ensaladas, rellenos, aperitivos o tortillas”.

 

Esta lata, clasificada y archivada, es el certificado de la ruina y la verdad: el infierno somos nosotros.


 

 

 

El Centre d’Art Santa Mònica, en La Rambla de Barcelona, inaugura el 18 de diciembre una exposición con un centenar de objetos que Plàcid Garcia-Planas ha ido recogiendo del suelo durante veinte años de oficio.

 

 

Plàcid Garcia-Planas es reportero de La Vanguardia y autor de libros como Jazz en el despacho de Hitler y Como un ángel sin permiso. Cómo vendemos misiles, los disparamos y enterramos a los muertos. En FronteraD ha publicado Europa. El ángel decapitado, Misiles y chupachups para la guerra futura. “El camino más corto hacia la verdad absoluta”, El reportero, la literatura y las vías de metro y Muerte de un travesti en Afganistán

 

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