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ArpaSoy Milena de Praga. Traducir y conocer a Kafka

Soy Milena de Praga. Traducir y conocer a Kafka

Milena Jesenská

Un día a mediados de noviembre, nos decidimos por el café Central, con sus arcos, columnas y frescos neorrenacentistas, con su dignidad feudal austrohúngara, aunque en realidad, cuando el café se construyó, este estilo era como un puñetazo en el ojo del convencional estilo Biedermeier. Era un Renacimiento de oropel, menos brillante y más polvoriento después de la guerra, como si las batallas se hubieran librado en el propio café.

Cuando entré, Gina escribía atentamente a lápiz en un cuaderno; decía que estaba intentando redactar una novela. Me senté a su lado, pedí un café y saqué varios periódicos austriacos y extranjeros de las estanterías de la cafetería: traían informes diarios de los nuevos Estados que, tras la guerra, habían surgido como flores de las ruinas del Imperio austro-húngaro. No sabía si la independencia sería beneficiosa para esos Estados, pero no me cansaba de leer los artículos. Gina escribía y no permitía que la molestasen, los demás entraban en largas pausas unos tras otros y se sentaban a nuestra mesa.

Aquel día vino la deslumbrante exmodelo de los pintores, Ea von Allesch y el elegante Hermann Broch, que vacilaba entre la fábrica textil de la que era copropietario y su pasión por la literatura; Hermann, que a menudo me observaba cuando creía que no lo veía. Y también había venido el amistoso Franz Carl Heimito von Doderer, una rareza de amabilidad en los cafés vieneses.

Entonces llegó Xaver conde Schaffgotsch, un intelectual de izquierdas, y me preguntó delante de todos mi opinión sobre la creación de Checoslovaquia, sobre su presidente Tomáš Masaryk y sobre la unión de checos y eslovacos. Empecé a explicarme, pero entonces entró Ernst, repasó con la mirada a todos los reunidos, omitiéndome a mí y, con una media sonrisa sarcástica, se concentró en las fotografías de la pared.

Cuando me oyó hablar de la redacción de la Constitución por parte de Masaryk, se sentó en una silla de espaldas a mí y se puso a leer un periódico. Tartamudeé, avergonzada de mi alemán y, sobre todo, del desprecio de mi marido. Schaffgotsch y los demás me instaron a continuar, pero yo ya no tenía interés en seguir hablando.

—Milena es muda –dijo alguien a mi espalda.

—Se quedó muda cuando entró Ernst –respondió una voz de mujer; debía de ser Ea.

—Milena, ¿qué estás leyendo ahora mismo? –preguntó Heimito rápidamente y en voz alta para tapar esas palabras, casi ahogándose con el humo de su cigarrillo al hacerlo.

—Dostoievski. Y cuando estoy relajada, también a Nietzsche –solté.

—Por eso tiene cara de la obra completa de Dostoievski –repitió Schaffgotsch la broma sarcástica del otro día.

Ea estuvo a punto de estallar de la risa, pero al ver la reacción general, carraspeó y dio un sorbo a su café. Porque nadie sonrió siquiera.

—Un chiste repetido no es un chiste –pronunció su veredicto Gina.

Miré por la ventana. Lloviznaba. Tuve ganas de salir corriendo y caminar largo rato en el viento.

—Por eso, Milena, puedes desenvolverte en este ambiente nuestro de café: el ambiente del descoyuntamiento buscado y del abismo intelectual –dijo Heimito en un intento de ayudarme.

Yo no entendía muy bien eso del abismo intelectual, pero no quise preguntar, no fuera que pareciera una ignorante delante de esta selecta compañía, y especialmente delante de Ernst. Así que, tras un momento de silencio, me encogí de hombros.

—No lo sé.

Miré por la ventana como si la calle fuera mi salvación. Ahora, en la calle Herrengasse, la gente abría los paraguas.

—Sí, Milena, Heimito tiene razón, te mueves como pez en el agua en la cansada reticencia que cultivamos en los cafés –intervino Ea.

¿Se estaba burlando de mí? Desde el principio me molestaba esa cansada reticencia, como lo expresó Ea.

—Eso de ningún modo. Milena tiene una relación directa y sencilla con la vida. Y en eso es completamente diferente a nosotros –dijo Gina de mí, como si yo no estuviera presente.

—Hum, ella es diferente, sí. Nosotros somos complicados –sonrió Heimito, lanzando bocanadas de humo al aire.

—Milena contrasta con nosotros porque es positiva –volvió a señalar Gina. Saboreó su chocolate caliente y se lamió el labio superior como un gato.

—Tiene una actitud positiva ante la vida.

Hermann Broch dijo esto, en un susurro, pensativo. ¿Por qué? ¿Ser positivo es algo de lo que avergonzarse? ¿O querría él ser así? Me habría extrañado que tuviera una mala opinión de mí, porque Hermann me caía bien; me resultaba más simpático que los demás, con su raya recta en el pelo castaño y su sonrisa sincera, que intentaba disimular dando caladas a su pipa.

Karl Kraus, que acababa de incorporarse, se unió a los demás.

—Milena es excéntrica, en el sentido de que se parece a todos nosotros. Pero no está atrofiada, no tiene que enmascarar ningún complejo fingiendo como tú, Polak. Míralo, Polak finge leer los periódicos y simula que le importamos un bledo, por eso se sienta de espaldas a nosotros, pero tengo claro que es solo una pose y que lo escucha todo con atención.

—¿Y tus complejos qué, Karl? –le devolvió la pelota Polak perezosamente, sin volverse hacia nosotros.

—Supongo que yo también los enmascaro –continuó Karl–. Y puede que todos lo hagamos. Excepto Milena.

—¿Milena no los enmascara? –dijo Schaffgotsch con un bostezo y yo no estaba segura de si era una pregunta o una afirmación.

—Milena no los tiene.

Karl Kraus, conocido por su sarcasmo, me dejó perpleja. Se alisaba el flequillo con los dedos, así que no pude verle la cara. Quizá eso formaba parte de su camuflaje. Ya no sabía qué pensar: ¿me estaban criticando? ¿O me estaban alabando? No, el café solo admiraba las bromas sarcásticas. Sin duda, era una burla.

En ese momento, un hombre estaba guardando su paraguas en un compartimento del perchero, luego sacudió cuidadosamente las gotas de lluvia de su abrigo y se lo entregó al camarero junto con su sombrero y sus guantes para que lo llevara todo al guardarropa. Era Robert Musil, que rara vez venía con nosotros. Se sentó a nuestra mesa en la silla contigua a la de Gina. Yo miraba a Karl Kraus, que sorbía su café, aunque obviamente estaba a punto de seguir conversando conmigo, pero no dejaba de ser consciente de la conversación de Gina y Robert. Sobre todo porque Robert había olvidado quién era yo y se lo había preguntado sutilmente a Gina. Ella le contestó en un susurro, pero oí la mayor parte, porque Gina hablaba con su taza de chocolate más que con Musil:

—Un día vino con nosotros un tal Ernst Polak, el que ahora está sentado de espaldas, ya lo conoces, y trajo a su joven esposa, no exactamente una belleza, pero sí una jovencita guapa, tímida y asustadiza como un animalito del bosque. En aquella época apenas hablaba alemán. Esa es por la que me preguntas: Milena. Ella y Polak conocen a la crème de la crème de los escritores e intelectuales de Praga. ¿Cómo dices? Sí, escritores en alemán, claro, ¿es que hay otra forma de escribir en Praga? –se rio a carcajadas–. ¿Y Polak? Bueno, Polak no me causó ninguna impresión especial al principio, es bajito y poco llamativo a primera vista. Pero en cuanto empezó a hablar, nos dejó a todos boquiabiertos. Tiene una fluidez que hace que sea imposible alejarse de él. Y ese es también el caso de Milena, que es su… bueno, no quiero decir esclava, pero no puede distanciarse de él. No me gustaría enamorarme de un hombre como Ernst. Cuando tiene poder sobre ti, puede abusar de él; es un hechicero. Y Milena –Gina hablaba ahora más alto, para que Musil la oyera por encima de todas las demás voces–, bueno, Milena traduce a Franz Kafka, de Praga, no sé si…

—Sí, estuvimos en casa de Kafka un domingo por la mañana, en el apartamento de sus padres en la plaza de la Ciudad Vieja. Allí nos leyó algo extraordinario, sobre la transformación de un hombre en insecto, y nos reímos como locos –dijo Franz Werfel, bajito, fornido y vivaracho, que pasaba por nuestra mesa, pero se dirigía a otra. Y me guiñó un ojo como un conspirador, para mostrarme nuestra alianza como praguenses.

Ernst asintió, él también había estado en casa de Kafka. Recordé que me había invitado a la lectura, pero me daba pereza abandonar mi cálida cama un domingo por la mañana, aunque la plaza de la Ciudad Vieja estaba cerca de nuestra casa. Oh, esa Milena de Praga estaba tan maravillosamente mimada, sonreí y decidí que tenía que leer ese cuento sobre la transformación de un hombre de negocios en insecto, porque en Viena yo también me había transformado de chica prodigio en insecto.

Pero Karl Kraus se volvió de nuevo hacia mí y su voz sonora, acostumbrada a dar conferencias y hacer declaraciones retóricas, resonó en el café, ahogando toda conversación:

—Milena, y no os lo pregunto al resto de vosotros porque lo sé, ¿qué es más importante para ti: dos horas vividas o dos páginas acabadas de tu manuscrito? Porque tengo claro que tú también escribes, aunque no discursees sobre ello como el resto de nosotros.

Así prosiguió Kraus, pasándose de nuevo los dedos por el flequillo corto y recto que le proporcionaba un aspecto aniñado. Le contesté sin rodeos:

—Dos horas, vividas de cualquier manera, me aportan más que un manuscrito. Aunque no escriba literatura, la traduzco.

Unsere Freundin Milena traduce al checo, una importante lengua mundial –bromeó Schaffgotsch.

Ea le guiñó un ojo de forma conspiradora y se puso a pintarse los labios de un color tan oscuro que parecían negros.

Yo esperaba el sarcasmo más bien de Karl. Pero él se limitó a limpiarse las gafas con un pañuelo.

Ach so, de modo que dos horas vividas de cualquier manera –murmuró para sí.

Al cabo de un rato, Hermann Broch rompió el silencio general:

—Verás, Karl, no todo el mundo es como tú, ni como nosotros. Para Milena, el intelecto forma parte de la vida. Para nosotros, es su sustituto.

—¿Y la literatura, qué? Es un placer estético para todos nosotros, ¿verdad, Robert? –intervino Gina, acariciándose los labios con la larga punta del cigarrillo y mirándome.

Musil se encogió de hombros. Sorbía su café y acababa de recoger el periódico que yo había dejado sobre la mesa cuando Schaffgotsch me preguntó por Masaryk.

—Qué miedo, las cosas que ocurren en Rusia… –murmuró.

Nos observamos. Le dije que me había gustado mucho su novela Las tribulaciones del estudiante Törless.

—¿Por qué? –sonrió encantado.

—Porque la educación militar del joven Törless me recordó a mi infancia sin madre, con un padre autoritario. Y aquí en Viena, separada de todo lo familiar, también me identifico con su sufrimiento.

—Me gusta Franz Kafka. ¿Qué ha traducido de él?
—Estoy traduciendo El fogonero.
Musil me miró atentamente y estaba a punto de decir algo cuando la voz de Gina nos interrumpió:
—Te he preguntado, Milena, qué es para ti la literatura. Seguro que te fijas más en la trama que nosotros, estilistas y estetas. ¿Por qué incluso Gina tenía que torturarme? ¿No era mi amiga?
—¿De verdad me lo estás preguntando? –dije con cansancio y me volví hacia ella; noté los restos de chocolate caliente en sus labios; hasta eso le quedaba bien–. Lo sabes, ¿verdad, Gina? Lo hemos hablado muchas veces. Para mí, la literatura es una forma de conocer la existencia, al hombre. Y conocerme a mí misma –dije con demasiada sinceridad, quizá.

Todos se miraron y parecieron reprimir la risa.

—Conocer el alma rusa, eso es lo que quería Dostoievski –espetó Schaffgotsch–. Ruskaya dusha! 

—¿Es posible conocer la existencia, al hombre? ¿Y es necesario? –dijo Gina con una voz en la que se adivinaba el tedio, el sopor.

—Sí, lo es. Comprender a una persona, conocer su naturaleza, conocer diferentes tipos de gente y su comportamiento y psicología en diferentes situaciones es algo esencial –repetí, sintiéndome como un miembro de una tribu nómada e iletrada ante un sofisticado jurado académico.

—Oh, esas almas eslavas –repitió Schaffgotsch su sonsonete, con gran gusto.

—Deberías ser colaboradora de Freud –dijo Musil con gravedad.

—Traduzco para él, y a veces incluso hago de intérprete –respondí, contenta de tener algo de lo que presumir.

Musil iba a decir algo, pero en ese momento oí que el joven conde Schaffgotsch, con el pelo como los ángeles de los cuadros renacentistas que cuelgan en el Museo de Historia del Arte, en el Ring, le decía a Gina desde su rincón:

—Milena es de Praga y su alemán deja mucho que desear, es imposible discutir con ella, eso está claro. Pero mírala, qué guapa es con ese pelo rubio ceniza que vuela alrededor de su cara, y qué fresca y original. Creo que me he enamorado –sonrió y bebió un sorbo de oporto.

—Tienes razón, su alemán es espeluznante –intervino Gina, de nuevo como si yo no estuviera allí y hablaran de una tercera persona–. Pero se me ocurre que no es tanto el idioma como el tono, la entonación. Y las expresiones. Ella tiene una forma de expresarse diferente a la nuestra, su vocabulario es sencillo y directo.

De repente tuve claro que el efebo Schaffgotsch y Gina, parecida a un chico adolescente, estaban flirteando. El hecho de que hablaran de mí no era más que una tapadera para su coqueteo.

—Mmm… Es terrible, la guerra civil en Rusia –murmuró Musil, con los ojos fijos en la página del periódico.

Gina tomó aire para añadir a su tema:

—El ingenio a toda costa: esa es nuestra deidad, a la que Milena no rinde culto.

El conde rubio le sonrió.
—Sí, es tan… sana.
Muchos sonrieron (incluso Broch, Musil y Heimito von Doderer), otros se quedaron pensativos al principio, luego apareció una mueca sarcástica en sus labios (Ernst), y varios estallaron en carcajadas (Gina, Schaffgotsch, Kraus y Ea).

Comprendí que para ellos yo era una provinciana. Un pelele, un hazmerreír. Y ansié volver a Praga.

Pero entonces oí la voz de Ernst.

—Separáis la vida y la literatura… ¿por qué? Todo es literatura.

—Mmm… y sobre todo tú, Ernst, no eres más que literatura –dijo Karl Kraus con voz nasal y oscura, caricaturizando a Ernst.

Todos se rieron. Aquello me hizo feliz: no se burlaban solo de mí.

Ernst continuó como si no hubiera oído ni a Kraus ni las risas. Seguía de espaldas a nosotros, pero todos estábamos en silencio, no queríamos perdernos ni una palabra de lo que decía.

Wieviel wird einem klar –dijo pensativo, casi en un susurro–, cuánto se aclara uno cuando ya ha pasado por ello, cuando ya lo ha vivido. Al fin y al cabo, todo es literatura, incluso yo. Uno no vive, solo ha vivido. Así se lo escribí a un amigo en una carta: “Uno no vive, solo ha vivido”.

—¿Quién fue el autor de esa carta? –preguntó Ea, que volvía a la mesa y se secaba las manos en la falda.

—Ernst, claro, qué pregunta –dijo cáusticamente Karl.

Los demás sorbieron su café en silencio, pensativos. Todos estábamos pendientes de los labios de Ernst. Él volvió a sumergirse en la lectura del periódico. No le importaban nuestras opiniones.
Y yo tenía claro que nunca encontraría el valor para dejarle.

Sería una pérdida demasiado grande.

Para ganar algo de dinero y relacionarme con otras personas que no fueran la pandilla de Ernst, como la llamaba, aunque sabía que incluía a excelentes escritores, puse un anuncio en el periódico: Profesora de checo, nativa checa, busca alumnos. Recibí muchas respuestas. Recorría las calles y tomaba los tranvías para ver a los estudiantes que me habían respondido. La enseñanza se me daba bien y la disfruté.

Uno de los amigos del café, Hermann Broch, también se presentó, pero resultó que aprender checo no era más que un pretexto que ocultaba otro deseo.

Mantuvimos nuestros encuentros en secreto, yo de Ernst, Hermann de su mujer, pero Ernst se enteró de nuestra relación. Un día, después de que cerraran los cafés, llegó a casa solo y entró en mi parte de la vivienda. Nos sentamos en mi sofá blanco. Ernst se frotaba las manos, yo miraba por la ventana hacia la oscuridad.

—Ese Broch no te conviene, Milena, es un industrial –me dijo sin preámbulos.

—¿Un industrial? –repetí cansada.
–Bueno, copropietario de una fábrica.
Pero yo ya sabía dónde pisaba. Su casa era todo papeles, pilas de cuadernos de apuntes y libros subrayados con comentarios. A veces me leía sus relatos manuscritos; otras veces, notas mecanografiadas sobre una trilogía que estaba a punto de escribir. No respondí a Ernst.
—¿Estoy en lo cierto? –continuó.
Me encogí de hombros, fingiendo que no sabía de qué hablaba. Pero él no se dejó intimidar.
—Y sabes que está casado y tiene hijos. No querrás empezar un romance con un hombre que tiene familia.
Como si tú no fueras a empezar un romance con ninguna mujer porque tiene esposo, pensé, y volví a encogerme de hombros con silencioso desinterés.

—Y, además, tiene una amante.

Permanecí en silencio. No era nada nuevo. Quise cambiar de conversación, pero Ernst continuó lo que había empezado:

—Es Ea von Allesch, la modelo que solía posar desnuda. Hermann te engaña a cada paso. Eso no puede resultarte indiferente.

Sabía mucho de la vida de Hermann porque era amable y extrovertido. Después de cada encuentro con él, me sentía como una planta a la que habían regado. Miré a Ernst, lívido de ira, aunque no lo demostrara bajo su máscara de indiferencia. Seguí mirando, hastiada, la ventana oscura. Una ventana es una apertura por la que a uno le gustaría escapar. Y yo estaba realmente agotada, pero Ernst no iba a soltarme de sus garras. Durante toda la noche analizó mi relación con Hermann. En el sofá, Ernst tumbado a lo ancho y a lo largo, y yo, cada vez más retirada en mi rinconcito. Siguió diseccionándolo todo mientras yo bostezaba y, agotada, hacía lo posible para no quedarme dormida.

Hasta la madrugada no me soltó. Cuando se fue, bajé la persiana y me acosté.

Al día siguiente habló con Hermann. Estaban juntos fuera del café, fumando nerviosamente y frunciendo el ceño. Al día siguiente recibí una carta de Hermann diciéndome que Ernst le había pedido que rompiera conmigo.

En el fondo me alegraba de que Ernst se preocupara por mí, de que no quisiera compartirme, de que tal vez me amara.

¿O era simplemente que su vanidad no podía aceptar el hecho de que su mujer hiciera lo mismo que él? ¿De que él no fuera mi único dios?

Después de este incidente, empecé a pensar en lo que es el matrimonio y en lo que puede y debe esperarse de él. A veces me parecía que todos los matrimonios modernos eran infelices (como si los menos modernos fueran felices). Lo escribí:

En el momento en que dos personas se casan y piensan que lo hacen para ser felices juntas, en ese instante ya han bloqueado el camino hacia la felicidad. Casarse para ser feliz es tan egoísta como casarse por dos millones. Dos personas solo pueden tener una razón para casarse, y es que no pueden vivir el uno sin el otro. Sin todo lo romántico, lo sentimental, lo trágico.

Me sentaba a escribir todos los días para desprenderme de esa sensación de inutilidad y para aclarar lo que realmente pensaba.

Mientras me apresuro con mi ropa nueva por el Kohlmarkt hacia el café Herrenhof, pienso que solo tenía una protectoa en la casa donde vivíamos: la portera, la señora Koller. No era poco lo que teníamos en común. Las dos éramos extranjeras, la portera era húngara. Todos esos años que viví en Viena, la que tantas veces maldije, ella fue mi consuelo. Maldije esa ciudad que era mi malvada madrastra. Ansiaba conquistarla, pero cuando la intentaba morder, me rompía los dientes en ella.

La señora Koller era la única con la que podía contar. Fue a través de ella como Hermann y yo concertamos nuestras citas.

Por enésima vez, Ernst inventó una excusa y se marchó quién sabe adónde, con quién o por cuánto tiempo. Entonces ya no pude más y me vino la idea de envenenarme. Permanecí largo rato medio inconsciente en el piso vacío. Me desperté con una fuerte sacudida, con la que la señora Koller me devolvió a la vida. En las brumas de mi mente nadaba ante mí un rostro lloroso y redondo como una medusa de mar, medio disuelto en agua, y unas manos que apestaban a queroseno me metían en la boca una gran albóndiga redonda que ella había cocinado para mí con la idea de paliar mi añoranza de las albóndigas checas con las que yo siempre soñaba. Esto duró hasta que tuve fuerzas para vomitar. Luego supe que la señora Koller subió tres plantas para ofrecerme la albóndiga. Juré que nunca volvería a envenenarme. No por miedo a la muerte, solía bromear, sino por terror a nuevas albóndigas de la señora Koller.

Finalmente, Ernst regresó. Me dejaba cuando quería. Y también volvía cuando le daba la gana. Incluso sus ausencias más discretas me resultaban angustiosas.

Con mi ropa nueva, camino deprisa hacia el café Herrenhof, donde Ernst se sienta todas las tardes con sus parroquianos habituales. Mientras dejo atrás los lúgubres palacios de la Herrengasse, aunque temo que en cualquier momento me pare la policía y me arreste, sigo percibiendo que me miran mujeres y hombres. Algunos incluso se dan la vuelta para contemplar mi vestido sencillo, sin adornos, que se ve bajo el abrigo desabrochado, otros admiran el sombrero y los zapatos sencillos que me hacen flotar por la calle y dejan boquiabiertos a los transeúntes.

La sencillez, ese es mi objetivo, me repito, y también la moderación, esa cualidad complicada y la virtud más exigente, porque viene de la mano de la confianza en una misma. Resuelvo escribir un artículo sobre ello, y mientras camino por el casco antiguo ya se va componiendo en mi cabeza:

Por naturaleza nadie tiene confianza, la confianza se conquista, es algo hermoso, meritorio y redentor, e incluye sobre todo una apreciación consciente y correcta de todos los valores. La adquieren las personas que han aprendido a perder sin desesperar.

Me apresuro, toda nueva y metamorfoseada, a entrar en el café, con la cabeza dándome vueltas mientras la gente me lanza miradas y varios jóvenes arrojan frases de admiración como flores a mis pies. No estoy acostumbrada a esto últimamente: me solía sentir pesada, apagada y suplicante, sobre todo en presencia de Ernst. Y sé, en el fondo de mi mente, que tarde o temprano se sabrá que he robado.

Entrego mi abrigo nuevo al empleado del guardarropa. Me siento solemne al entrar en el salón neorrenacentista del café. Rápidamente dirijo la mirada a nuestra mesa de clientes habituales. Ninguno de ellos se ha percatado de mi llegada. En cambio, los hombres y las mujeres sentados a las mesas de mármol cercanas a la entrada se giran en mi dirección y, poco a poco, la mayoría de las cabezas del café se vuelven hacia mí como girasoles en flor hacia el sol.

En nuestra mesa todos se concentran en algo que dice Ernst; mi marido gesticula con fuerza, pone los ojos en blanco y se sacude la melena. Pero bajo la influencia de la conmoción general, incluso las cabezas de nuestra mesa empiezan a girarse en mi dirección. Se me quedan mirando como si me vieran por primera vez. Solo Ernst está claramente irritado porque mi llegada le ha restado interés. Sin embargo, toda la atención que me han prestado en la calle y en el café aumenta mi confianza. Ernst, que normalmente reacciona como si yo estuviera hecha de aire, esta vez se levanta y me saluda, se acerca a mí, me besa la mano y me abraza posesivamente por la cintura. Cosa que nunca le vi hacer conmigo en mucho tiempo.

Pero al final pagué caro ese instante de satisfacción. La pareja de actores para la que trabajaba me denunció a la policía y unos meses más tarde me tuve que presentar al juicio. Tenía miedo, sobre todo de la vergüenza. Sin embargo, mis amigos del café conocían a un hábil abogado que me recomendaron.

En el juicio, cuando me preguntaron por qué lo había hecho, dije la verdad:

—Quería comprarme un vestido nuevo.

—¿Y tuvo que robar para eso?
—No tenía suficiente dinero.
—¿Y por qué necesitaba un vestido nuevo?

—Sufría una crisis erótica.

Esa afirmación escandalizó a algunos, divirtió a otros. Pero vivíamos en una época en la que la sociedad vienesa leía a Freud con respeto y mi declaración funcionó.

Me libré con una multa y unos días de cárcel. Solo esperaba que la vergüenza no llegara a oídos de mi padre.

Mis amigos me comprendieron y me disculparon, a sus ojos no había perdido nada. Al contrario, lo que había ocurrido me hizo destacar, me convirtió en alguien extraño, notable, fuera de lo común. Gina y los demás llegaron a ser más conscientes que antes de mi sufrimiento por las infidelidades de Ernst, se compadecían de mí y me cuidaban como si estuviera enferma.

Un día Ernst llegó a casa blandiendo en la mano una carta, con grandes aspavientos. Enseguida vi que era de Franz, con la dirección de la señora Koller; yo había recomendado a mi nuevo amigo que me escribiera no solo al apartado de correos, sino a veces también a nuestra portera.

Ernst me entregó el sobre con una sonrisa sardónica.

—Parece que el joven Kafka tiene una aventura con nuestra portera.

Este fragmento pertenece al libro del mismo título que ha publicado Galaxia Gutenberg.

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