La bandera rojiblanca con el cedro y la española cuelgan a lo largo de los tres luminosos pisos. El Abc, el país de las maravillas de las pijas libanesas y las recién llegadas del Golfo, un lujoso centro comercial por el que se pasea lo más granado y operado de la sociedad local, ha puesto en marcha una cosa bautizada como Spanish Week. La Spanish Week, ya lo indica su nombre, dura diez días y ahí cabe de todo: un mariconazo libanés bailando flamenco, nativas con floripondio pegado al moño, paella, chorizo, libros y películas representativas que no me atrevo a mirar por si sufro una parada cardíaca, y lo que los libaneses llaman una exposición de cultura e historia española, o sea, diez fotos de mala muerte que parecen reveladas en un laboratorio cochambroso de filipinas esclavizadas. Mézclese y agítese convenientemente y obtendrá el esperpento elevado a la máxima potencia.
Hay un tío filmando el evento, otro lo fotografía. Ellas comienzan a ponerse nerviosas. “Mi chochito y yo en el Mondanité”. Contemplo a una cincuentona encorsetada en un vestido faja de lentejuelas negro. Retorno por momentos a la infancia, ¿cómo están ustedes…? Música circense, payasos, elefantes, trapecistas…Si el tapeo se acaba en la cocina, alguna butifarra podrán hacer con el colágeno que acumula la tiparraca en los labios. Con la grasa del culo le han inflado las tetas hasta un tamaño estratosférico. El pelo, rubio vigilante de la playa, combina con la sombra de ojos plateada y futurista y con el gladiolo blanco que se ha calzado la menda en la cabeza. Cualquier tipo de desviación sexual es lícita antes que copular con esta mujer. Habla para el cámara, dice “I love Spain”, en nada la tenemos en Marbella luciendo pareo e instruyendo a la hija sobre cómo posar a cuatro patas en un yate chupando un polo de fresa.
El flamenquito de siempre retumba a través de los altavoces a modo de after discotequero. He llegado tarde para escuchar el discurso del embajador. Las relaciones hispano-libanesas nunca fueron mejores. A nosotros nos gusta el rollito que se traen aquí, las chicas en minifalda, los primeros bares para ositos, los misiles de un lado a otro de la frontera. Y a ellos, por alguna razón, les caemos en gracia.
Están todos emborrachándose. Jolgorio y alegría en el piso de abajo. Observo desde las alturas. Dos escoltas rodean en todo momento al señor embajador. A tan poca distancia, como mucho, pueden protegerlo de los kilos de laca tóxicos que llevan las monas beirutíes en la cabeza. En el segundo piso no hay nadie, con un fusil de mira telescópica cualquiera podría liarla parda…
Una mujer flamenca de ojos misteriosos me mira ocultándose tras un abanico. El cartel y los abanicos penden de todas partes. No sé que esperaba encontrar… Admiro las fotos que han elegido en un alarde de ingenio: Madrid, Barcelona, Ibiza, Marbella; el cliente libanés se haría íntimo de Cachuli en un abrir y cerrar de ojos; y en un guiño a la alianza de civilizaciones alguien ha apostado también por una foto de la playa de La Concha. No vaya a ser que pase por allí un vasco tocacojones y proteste…Los gallegos, al fin y al cabo, siempre hemos sido más tontiños para esas cosas.
Me voy a celebrar mi propia “Spanish Week” a un café con un Black Russian. A mi lado hay un adolescente malhumorado contemplando el percal. En letras gigantescas lleva impreso en la camiseta: The same shit. Another day.
Pues eso…