Mi última adicción es Spotify. No hay nada igual. Uno puede oír toda (no toda pero sí mucha, muchísima) la música de la historia de forma gratuita en su ordenador. Uno busca un disco concreto, o todos los discos de un compositor o de un intérprete, y puede dedicarse a escuchar horas y horas de música, a comparar versiones, a escuchar por fin todos aquellos discos de los que había oído hablar y jamás había encontrado. Claro que ahora es posible comprar casi cualquier disco como es posible comprar casi cualquier libro, pero lo interesante de los discos es escucharlos antes. Recuerdo aquellos lejanos días en que uno se iba a una tienda de discos y volvía con diez cajitas de plástico (“joyeros” se llaman en inglés) cada uno con su CD de plástico irisado en el interior y los iba poniendo en su equipo para ver qué tal. De los diez, tres al menos no volvía uno a oírlos en la vida. Con Spotify esa incertidumbre ha terminado.
Pero lo más interesante de Spotify es que crea en mí (que, se lo aseguro, me resisto mucho a esas cosas) un insuperable deseo de comprar. Mi hermano me pone verde y me dice que soy como una ardilla, que soy un coleccionista, que para qué diablos quiero tener las cosas guardadas en mi ordenador si las tengo disponibles en línea siempre que quiera. Yo le contesto que yo tengo alma de payés y que quiero tener las cosas en la mano y poder tocarlas (les aclaro que yo soy de Madrid y que no he visto un payés ni de lejos en mi vida), y que además quién sabe lo que puede pasar con una cosa que está en línea: pueden quitarla, pueden retirar mi disco querido del uso público, pueden quitar Spotify o un acto terrorista puede acabar de la noche a la mañana con internet. Sea como sea, y diga lo que diga mi hermano, yo hay ciertas cosas que quiero tenerlas tenerlas, al viejo estilo.
Escucho, por ejemplo, la sonata “El trino del diablo” de Tartini. Escucho tres, cuatro, cinco, siete versiones. Ahora ya soy un experto en versiones de “El trino del diablo”. Elijo la que más me gusta. Cuesta menos de tres euros. No puedo resistirlo.
Lo que me parece interesante de Spotify es, precisamente, ese no poder resistirme a comprarlo. Hace un rato he encontrado una versión del Parsifal de Knappertbusch con Wolfgang Windgassen y Martha Mödl por menos de cuatro euros. ¡Cuatro discos por menos de cuatro euros! He estado a punto de comprarlo. ¿Qué me ha detenido? Sólo una cosa: que ya tengo esa versión. La compré cuando era casi un niño en vinilo y luego la he comprado en CD. Así de grande es el deseo de comprar que genera en mí Spotify. Quiero comprar hasta lo que ya poseo.
Todo lo cual me hace reflexionar que la revolución digital no será el fin de la música grabada ni tampoco el final de la letra impresa. Me digo que el estado general de terror en que se encuentran los que hacen discos y los que hacen libros se debe a que nunca se han sentado tranquilamente a evaluar la situación. Porque lo curioso es que la situación es hoy en día exactamente igual que siempre. El que compra algo, quiere obtener algo a cambio de su dinero. Unos evanescentes “archivos” de “datos” no pueden costar lo mismo que un objeto. Deben ser mucho más baratos. Además, antes uno se compraba tres discos al mes y se sentía un superhombre. Ahora tenemos acceso a decenas de miles de discos (y de libros, y de todo), y un disco individual ya no tiene ese aura casi sagrada que tenía antes. No puede costar lo mismo un producto del que existen diez variedades en la tienda que un producto del que existen diez mil. Nuestra forma de consumir también es mucho más rápida y ligera. Y por último: lo que se nos ofrece ha de ser atractivo. Cuando compro un disco por Spotify recibo una imagen pequeñita de la carátula. ¿Y los textos? ¿Y los créditos completos? ¿Y la información sobre intérpretes, fechas, grabación?
Los que tienen miedo a la piratería tienen que recordar un hecho simple y tonto: que a las personas les gusta comprar. Les gusta conseguirlo gratis, es cierto, pero también les gusta comprar. Ofrezcan algo seductor, y todo el mundo comprará.