Springs General Store es una bodega vieja.
A simple vista, para quien entra por primera vez en la tienda –tal vez animado por el sabroso aroma del café que preparan sus dueñas por las mañanas, por el extenso menú de emparedados y desayunos completos, o quizá porque desea alquilar uno de los kayak que se rentan por horas para que salgas a remar por una de las esquinas del pequeño lago Pussy Pond, que se ubica detrás de la tienda– no parece nada especial.
Sin embargo (tal vez porque el lugar fue una gasolinera y todavía están en pie, a unos pasos de la puerta, las tres pequeñas bombas de gasolina, fuera de funcionamiento, adornadas por las ramas que se han colado entre los números paralizados en algún año hace muchos, cuando el galón del combustible parecía que jamás costaría más que una taza de café) se puede prever, al darle una mirada, que la General Store, como le llaman los locales, es un lugar especial.
Ubicado en el centro de uno de los refugios naturales de los que más se precia el pueblo de East Hampton en Long Island: Springs, una zona poblada rodeada de lagunas y bahías semicerradas a la entrada de las aguas del Atlántico, no solo es habitat de cientos de aves, ciervos, búhos, tortugas y conejos que de vez en cuando cruzan las no muy transitadas carreteras (indistinguibles una de otra: las señas para llegar de un lugar a otro suelen incluír árboles de cierto tamaño y señales de PARE), sino también es la residencia de una pequeña colonia de artistas, en su mayoría neoyorquinos, que encontraron en la paz de sus calles y entre sus residentes (más preocupados por la pesca en las aguas del Atlántico aledañas que por el bullicio de la metrópoli a 170 kilómetros de allí), el sitio ideal para vivir.
Con cuidado, hurgando entre los termos de café que nos ofrecen unas cuantas variedades de sabores para despertarnos, sobre la pared, colgada, encontramos la primera sorpresa: una reproducción de un cuadro original de Jackson Pollock, quien vivía con su esposa Lee Krasner a un par de calles de la General Store, y que en el laberinto de la miseria económica, dejó uno de sus cuadros, cuando solo era un pintor con una breve y no muy difundida reputación, a cambio de que el tendero le dejara llevarse algunas veces a la semana café y unas que otras viandas que le permitieran seguir pintando. Años después de la muerte de Pollock, en un accidente automovilístico en East Hampton, el cuadro fue vendido por algunos cientos de miles de dólares al Museo Nacional de Arte Moderno de Francia (un recorte aparecido en la revista LIFE nos muestra a Pollock en la tienda, al lado del cuadro original, y nos describe con brevedad esta historia).
Y como la vida sigue en Springs, de mano a mano con la muerte, mientras saboreamos el café vemos otro rostro conocido. En una de las paredes, al lado de la pequeña refrigeradora con la leche Half and a Half , alguien ha pegado una pequeña carta de agradecimiento de una de las vecinas de la General Store, publicada en un periódico local. La carta empieza con la foto de un hombre, a quien no reconozco en primera instancia, porque la foto fue tomada días antes de que se lo llevara la muerte. Conforme leo la carta, me entero: este hombre fue sacado del hospital en Manhattan por su esposa, y llevado a su casa en Springs porque él quería morir también, como Javier Heraud, entre pájaros y árboles. Dice la misiva que su querido esposo amó a las gentes de aquellos rumbos. También dice que al hombre de la foto, al que ahora sí reconozco, muchos lo recordaremos por sus canciones, compuestas en su intento por resolver las mil preguntas que la vida le solía hacer de cuando en vez. El artista se llamaba Lou Reed.
No parece mucho más que una bodega pero tampoco parece solo una bodega. Una breve historia del local nos dice que abrió sus puertas como oficina de correos en 1844 y que ha tenido varios dueños. También afirma que siempre ha sido un amable parador de amigos, de artistas, dispuestos a pasar la mañana a lado de sus bosques, disfrutando del sonido de los animales que sobreviven en paz con los hombres, entre la tierra y el agua, en Springs: mi esquina preferida de Long Island.